GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
RIMAS
INTRODUCCIÓN
Por
los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los
extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista
de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.
Fecunda,
como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que engendran más
hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso
santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi
actividad ni todos los años que me restan de vida serían suficientes a dar
forma.
Y
aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible
confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña,
semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una
eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas
bastantes para salir a la superficie y convertirse al beso del sol en flores y
frutos.
Conmigo
van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que
deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede recordarse. En
algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto
de la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso tumulto, buscan en
tropel por donde salir a la luz de entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay,
que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede
salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus
esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a
caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si
cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!
Estas
sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis
fiebres: ellas son la causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y
mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí, paseando por
entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo
viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y a éstas hay que ponerles
punto.
El
insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus
creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por
dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el
escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso a las aguas
profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un
manantial vivo.
¡Andad,
pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os
nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de
harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera
forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida de frases
exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un manto de
púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se
cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es imposible.
No
obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo
por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje,
desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos absurdos.
Quedad,
pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un
desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que aventa
por el aire la muerte, antes que su creador haya podido pronunciar el flat lux
que separa la claridad de las sombras.
No
quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en
extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la
vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin
consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja y cascada ya, se
pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía. Deseo
ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los
ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es
la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las gentes de diversos campos
se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me
han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y
personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres
y días que han muerto o han pasado, con los días y mujeres que no han existido
sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para
siempre.
Si
morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis
a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de
haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad
en él como el eco que encontraron, en un alma que pasó por la tierra, sus
alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.
Tal
vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora a
otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más
puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado
equipaje de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido
acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.
Junio
de 1868.
Como
se arranca el hierro de una herida
su
amor de las entrañas me arranqué,
aunque
sentí al hacerlo que la vida
me
arrancaba con él!
Del
altar que le alcé en el alma mía
la
Voluntad su imagen arrojó,
y
la luz de la fe que en ella ardía
ante
el ara desierta se apagó.
Aún
turbando en la noche el firme empeño
vive
en la idea la visión tenaz...
¡Cuándo
podré dormir con ese sueño
en
que acaba el soñar!
***
Yo
me he asomado a las profundas simas
de
la tierra y del cielo,
y
les he visto el fin o con los ojos
o
con el pensamiento.
Mas,
¡ay!, de un corazón llegué al abismo
y
me incliné un momento,
y
mi alma y mis ojos se turbaron.
¡Tan
hondo era y tan negro!
***
En
la clave del arco ruinoso
cuyas
piedras el tiempo enrojeció,
obra
de un cincel rudo campeaba
el
gótico blasón.
Penacho
de su yelmo de granito,
la
yedra que colgaba en derredor
daba
sombra al escudo en que una mano
tenía
un corazón.
A
contemplarle en la desierta plaza
nos
paramos los dos.
Y,
ése, me dijo, es el cabal emblema
de
mi constante amor.
¡Ay!,
y es verdad lo que me dijo entonces:
Verdad
que el corazón
lo
llevará en la mano..., en cualquier parte....
pero
en el pecho no.
***
¡Los
suspiros son aire y van al aire!
¡Las
lágrimas son agua y van al mar!
Dime,
mujer: cuando el amor se olvida,
¿sabes
tú a dónde va?
***
Fatigada
del baile,
encendido
el color, breve el aliento,
apoyada
en mi brazo
del
salón se detuvo en un extremo.
Entre
la leve gasa
que
levantaba el palpitante seno,
una
flor se mecía
en
compasado y dulce movimiento.
Como
en cuna de nácar
que
empuja el mar y que acaricia el céfiro,
dormir
parecía al blando
arrullo
de sus labios entreabiertos.
¡Oh!,
¡quién así, pensaba,
dejar
pudiera deslizarse el tiempo!
¡Oh!,
si las flores duermen,
qué
dulcísimo sueño!
***
Voy
contra mi interés al confesarlo;
no
obstante, amada mía,
pienso
cual tú que una oda solo es buena
de
un billete del banco al dorso escrita.
No
faltará algún necio que al oírlo
se
haga cruces y diga:
Mujer
al fin del siglo diez y nueve
material
y prosaica... ¡Boberías!
¡Voces
que hacen correr cuatro poetas
que
en invierno se embozan con la lira!
¡Ladridos
de los perros a la luna!
Tú
sabes y yo se que en esta vida,
con
genio es muy contado el que la escribe,
y
con oro cualquiera hace poesía.
***
¿Quieres
que de ese néctar delicioso
no
te amargue la hez?
Pues
aspírale, acércale a tus labios
y
déjale después.
¿Quieres
que conservemos una dulce
memoria
de este amor?
Pues
amémonos hoy mucho y mañana
¡digámonos,
adiós!
***
Entre
el discorde estruendo de la orgía
acarició
mi oído,
como
una nota de lejana música,
el
eco de un suspiro.
El
eco de un suspiro que conozco,
formado
de un aliento que he bebido,
perfume
de una flor que oculta crece
en
un claustro sombrío.
Mi
adorada de un día, cariñosa,
-¿En
qué piensas?, me dijo:
-En
nada...-En nada, ¿y lloras?-Es que tengo
alegre
la tristeza y triste el vino.
***
Como
en un libro abierto
leo
de tus pupilas en el fondo.
¿A
qué fingir el labio
risas
que se desmienten en los ojos?
¡Llora!
No te avergüences
de
confesar que me has querido un poco.
¡Llora!
Nadie nos mira.
Ya
ves; yo soy un hombre... y también lloro.
***
Yo
sé un himno gigante y extraño
que
anuncia en la noche del alma una aurora,
y
estas páginas son de ese himno
cadencias
que el aire dilata en las sombras.
Yo
quisiera escribirle, del hombre
domando
el rebelde mezquino idioma,
con
palabras que fuesen a un tiempo
suspiros
y risas, colores y notas.
Pero
en vano es luchar; que no hay cifra
capaz
de encerrarle, y apenas, ¡oh!, ¡hermosa!,
si
teniendo en mis manos las tuyas
podría
al oído cantártelo a solas.
***
Lo
que el salvaje que con torpe mano
hace
de un tronco a su capricho un dios
y
luego ante su obra se arrodilla,
eso
hicimos tu y yo.
Dimos
formas reales a un fantasma,
de
la mente ridícula invención,
y
hecho el ídolo ya, sacrificamos
en
su altar nuestro amor.
***
Del
salón en el ángulo oscuro,
de
su dueña tal vez olvidada,
silenciosa
y cubierta de polvo,
veíase
el arpa.
¡Cuánta
nota dormía en sus cuerdas,
como
el pájaro duerme en las ramas,
esperando
la mano de nieve
que
sabe arrancarlas!
¡Ay!,
pensé; ¡cuántas veces el genio
así
duerme en el fondo del alma,
y
una voz como Lázaro espera
que
le diga «Levántate y anda»!
***
Alguna
vez la encuentro por el mundo
y
pasa junto a mí
y
pasa sonriéndose y yo digo,
¿cómo
puede reír?
Luego
asoma a mi labio otra sonrisa,
máscara
del dolor,
y
entonces pienso: Acaso ella se ríe,
como
me río yo
***
Saeta
que voladora
cruza,
arrojada al azar,
y
que no se sabe dónde
temblando
se clavará;
hoja
que del árbol seca
arrebata
el vendaval,
y
que no hay quien diga el surco
donde
al polvo volverá.
Gigante
ola que el viento
riza
y empuja en el mar
y
rueda y pasa y se ignora
que
playa buscando va.
Luz
que en cercos temblorosos
brilla
próxima a expirar,
y
que no se sabe de ellos
cuál
el ultimo será.
Eso
soy yo que al acaso
cruzo
el mundo sin pensar
de
donde vengo ni a dónde
mis
pasos me llevarán.
***
Cuando
me lo contaron sentí el frío
de
una hoja de acero en las entrañas,
me
apoyé contra el muro, y un instante
la
conciencia perdí de donde estaba.
Cayó
sobre mi espíritu la noche,
en
ira y en piedad se anegó el alma,
¡Y
se me revelo por qué se llora!,
¡Y
comprendí una vez por qué se mata!
Pasó
la nube de dolor..., con pena
logré
balbucear unas palabras...
y
¿qué había de hacer? Era un amigo
me
había hecho un favor... Le di las gracias.
***
Yo
sé cuál el objeto
de
tus suspiros es.
Yo
conozco la causa de tu dulce
secreta
languidez.
¿Te
ríes...? Algún día
sabrás,
niña, por qué:
Tú
lo sabes apenas
y
yo lo sé.
Yo
sé cuando tu sueñas,
y
lo que en sueños ves;
como
en un libro puedo lo que callas
en
tu frente leer.
¿Te
ríes...? Algún día
sabrás,
niña, por qué:
Tú
lo sabes apenas
y
yo lo sé.
Yo
sé por qué sonríes
y
lloras a la vez.
Yo
penetro en los senos misteriosos
de
tu alma de mujer.
¿Te
ríes...? Algún día
sabrás,
niña, por qué:
mientras
tu sientes mucho y nada sabes,
yo
que no siento ya, todo lo sé.
***
¡Qué
hermoso es ver el día
coronado
de fuego levantarse,
y
a su beso de lumbre
brillar
las olas y encenderse el aire!
¡Qué
hermoso es tras la lluvia
del
triste otoño en la azulada tarde,
de
las húmedas flores
el
perfume beber hasta saciarse!
¡Qué
hermoso es cuando en copos
la
blanca nieve silenciosa cae,
de
las inquietas llamas
ver
las rojizas lenguas agitarse!
¡Qué
hermoso es cuando hay sueño
dormir
bien... y roncar como un sochantre...
y
comer... y engordar... y qué desgracia
que
esto solo no baste!
***
¿Cómo
vive esa rosa que has prendido
junto
a tu corazón?
Sobre
un volcán hasta encontrarla ahora
nunca
he visto una flor.
***
Hoy
como ayer, mañana como hoy
¡y
siempre igual!
Un
cielo gris, un horizonte eterno
y
andar..., andar.
Moviéndose
a compás como una estúpida
máquina
el corazón;
la
torpe inteligencia del cerebro
dormida
en un rincón.
El
alma, que ambiciona un paraíso,
buscándole
sin fe;
fatiga
sin objeto, ola que rueda
ignorando
por qué.
Voz
que incesante con el mismo tono
canta
el mismo cantar,
gota
de agua monótona que cae
y
cae sin cesar.
Así
van deslizándose los días
unos
de otros en pos,
hoy
lo mismo que ayer, probablemente
mañana
como hoy.
¡Ay!,
¡a veces me acuerdo suspirando
del
antiguo sufrir!
¡Amargo
es el dolor pero siquiera
padecer
es vivir!
***
¿Qué
es poesía?, dices mientras clavas
en
mi pupila tu pupila azul.
¡Que
es poesía!, Y tú me lo preguntas?
Poesía...
eres tú.
***
Por
una mirada, un mundo,
por
una sonrisa, un cielo,
por
un beso..., yo no sé
que
te diera por un beso.
***
¿Será
verdad que cuando toca el sueño
con
sus dedos de rosa nuestros ojos,
de
la cárcel que habita huye el espíritu
en
vuelo presuroso?
¿Será
verdad que, huésped de las nieblas,
de
la brisa nocturna al tenue soplo,
alado
sube a la región vacía
a
encontrarse con otros?
¿Y
allí desnudo de la humana forma,
allí
los lazos terrenales rotos,
breves
horas habita de la idea
el
mundo silencioso?
¿Y
ríe y llora y aborrece y ama
y
guarda un rastro del dolor y el gozo,
semejante
al que deja cuando cruza
el
cielo un meteoro?
Yo
no sé si ese mundo de visiones
vive
fuera o va dentro de nosotros:
lo
que sé es que conozco a muchas gentes
a
quienes no conozco.
***
Las
ropas desceñidas,
desnudas
las espadas,
en
el dintel de oro de la puerta
dos
ángeles velaban.
Me
aproximé a los hierros
que
defienden la entrada,
y
de las dobles rejas en el fondo
la
vi confusa y blanca.
La
vi como la imagen
que
en un ensueño pasa,
como
un rayo de luz tenue y difuso
que
entre tinieblas nada.
Me
sentí de un ardiente
deseo
llena el alma;
como
atrae un abismo, aquel misterio
hacia
si me arrastraba.
Mas,
¡ay!, que de los ángeles
parecían
decirme las miradas:
-El
umbral de esta puerta
sólo
Dios lo traspasa.
***
Tú
eras el huracán y yo la alta
torre
que desafía su poder:
¡tenías
que estrellarte o que abatirme!
¡No
podía ser!
Tú
eras el océano y yo la enhiesta
roca
que firme aguarda su vaivén:
¡tenías
que romperte o que arrancarme!
¡No
podía ser!
Hermosa
tú, yo altivo: acostumbrados
uno
a arrollar, el otro a no ceder:
la
senda estrecha, inevitable el choque...
¡No
podía ser!
***
Besa
el aura que gime blandamente
las
leves ondas que jugando riza;
el
sol besa a la nube en occidente
y
de púrpura y oro la matiza;
la
llama en derredor del tronco ardiente
por
besar a otra llama se desliza
y
hasta el sauce inclinándose a su peso
al
río que le besa, vuelve un beso.
***
Antes
que tú me moriré: escondido
en
las entrañas ya
el
hierro llevo con que abrió tu mano
la
ancha herida mortal.
Antes
que tú me moriré: y mi espíritu,
en
su empeño tenaz
se
sentará a las puertas de la Muerte,
que
llames a esperar.
Con
las horas los días, con los días
los
años volarán,
y
a aquella puerta llamarás al cabo...
¿Quién
deja de llamar?
Entonces
que tu culpa y tus despojos
la
tierra guardará,
lavándote
en las ondas de la muerte
como
en otro Jordán.
Allí,
donde el murmullo de la vida
temblando
a morir va,
como
la ola que a la playa viene
silenciosa
a expirar.
Allí
donde el sepulcro que se cierra
abre
una eternidad,
todo
lo que los dos hemos callado
lo
tenemos que hablar.
***
Tu
pupila es azul y cuando ríes
su
claridad suave me recuerda
el
trémulo fulgor de la mañana
que
en el mar se refleja.
Tu
pupila es azul y cuando lloras
las
trasparentes lágrimas en ella
se
me figuran gotas de rocío
sobre
una violeta.
Tu
pupila es azul y si en su fondo
como
un punto de luz radia una idea
me
parece en el cielo de la tarde
una
perdida estrella.
***
Nuestra
pasión fue un trágico sainete
en
cuya absurda fábula
lo
cómico y lo grave confundidos
risas
y llanto arrancan.
Pero
fue lo peor de aquella historia
que
al fin de la jornada
a
ella tocaron lágrimas y risas
y
a mí, sólo las lágrimas.
***
Cuando
en la noche te envuelven
las
alas de tul del sueño
y
tus tendidas pestañas
semejan
arcos de ébano,
por
escuchar los latidos
de
tu corazón inquieto
y
reclinar tu dormida
cabeza
sobre mi pecho,
¡diera,
alma mía,
cuanto
poseo,
la
luz, el aire
y
el pensamiento!
Cuando
se clavan tus ojos
en
un invisible objeto
y
tus labios ilumina
de
una sonrisa el reflejo,
por
leer sobre tu frente
el
callado pensamiento
que
pasa como la nube
del
mar sobre el ancho espejo,
¡diera,
alma mía,
cuanto
deseo,
la
fama, el oro,
la
gloria, el genio!
Cuando
enmudece tu lengua
y
se apresura tu aliento,
y
tus mejillas se encienden
y
entornas tus ojos negros,
por
ver entre sus pestañas
brillar
con húmedo fuego
la
ardiente chispa que brota
del
volcán de los deseos,
diera,
alma mía,
por
cuanto espero,
la
fe, el espíritu,
la
tierra, el cielo.
Este
armazón de huesos y pellejo
de
pasear una cabeza loca
cansado
se halla al fin y no lo extraño
porque,
aunque es la verdad que no soy viejo,
de
la parte de vida que me toca
en
la vida del mundo, por mi daño
he
hecho un uso tal, que juraría
que
he condensado un siglo en cada día.
Así,
aunque ahora muriera,
no
podría decir que no he vivido;
que
el sayo, al parecer nuevo por fuera,
conozco
que por dentro ha envejecido.
Ha
envejecido, sí; ¡pese a mi estrella!,
harto
lo dice ya mi afán doliente;
que
hay dolor que al pasar su horrible huella
graba
en el corazón, si no en la frente.
***
Dos
rojas lenguas de fuego
que
a un mismo tronco enlazadas
se
aproximan, y al besarse
forman
una sola llama.
Dos
notas que del laúd
a
un tiempo la mano arranca,
y
en el espacio se encuentran
y
armoniosas se abrazan.
Dos
olas que vienen juntas
a
morir sobre una playa
y
que al romper se coronan
con
un penacho de plata.
Dos
jirones de vapor
que
del lago se levantan,
y
al reunirse en el cielo
forman
una nube blanca.
Dos
ideas que al par brotan,
dos
besos que a un tiempo estallan,
dos
ecos que se confunden,
eso
son nuestras dos almas.
***
Dejé
la luz a un lado y en el borde
de
la revuelta cama me senté,
mudo,
sombrío, la pupila inmóvil
clavada
en la pared.
¿Qué
tiempo estuve así? No sé: al dejarme
la
embriaguez horrible de dolor,
expiraba
la luz y en mis balcones
reía
el sol.
Ni
sé tampoco en tan terribles horas
en
qué pensaba o que pasó por mí;
solo
recuerdo que lloré y maldije,
y
que en aquella noche envejecí.
***
Cuando
volvemos las fugaces horas
del
pasado a evocar,
temblando
brilla en sus pestañas negras
una
lágrima pronta a resbalar.
Y
al fin resbala y cae como gota
de
rocío al pensar
que
cual hoy por ayer, por hoy mañana
volveremos
los dos a suspirar.
***
Sabe
si alguna vez tus labios rojos
quema
invisible atmósfera abrasada,
que
el alma que hablar puede con los ojos
también
puede besar con la mirada.
***
Volverán
las oscuras golondrinas
en
tu balcón sus nidos a colgar,
y
otra vez con el ala a sus cristales
jugando
llamarán.
Pero
aquellas que el vuelo refrenaban
tu
hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas
que aprendieron nuestros nombres....
ésas...
¡no volverán!
Volverán
las tupidas madreselvas
de
tu jardín las tapias a escalar
y
otra vez a la tarde aún más hermosas
sus
flores se abrirán.
Pero
aquellas cuajadas de rocío
cuyas
gotas mirábamos temblar
y
caer como lágrimas del día....
ésas...
¡no volverán!
Volverán
del amor en tus oídos
las
palabras ardientes a sonar,
tu
corazón de su profundo sueño
tal
vez despertará.
Pero
mudo y absorto y de rodillas
como
se adora a Dios ante su altar,
como
yo te he querido..., desengáñate,
así...
¡no te querrán!
***
No
digáis que agotado su tesoro,
de
asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá
no haber poetas; pero siempre
habrá
poesía.
Mientras
las ondas de la luz al beso
palpiten
encendidas,
mientras
el sol las desgarradas nubes
de
fuego y oro vista,
mientras
el aire en su regazo lleve
perfumes
y armonías,
mientras
haya en el mundo primavera,
¡habrá
poesía!
Mientras
la humana ciencia no descubra
las
fuentes de la vida,
y
en el mar o en el cielo haya un abismo
que
al cálculo resista,
mientras
la humanidad siempre avanzando
no
sepa a do camina,
mientras
haya un misterio para el hombre,
¡habrá
poesía!
Mientras
se sienta que se ríe el alma,
sin
que los labios rían;
mientras
se llore, sin que el llanto acuda
a
nublar la pupila;
mientras
el corazón y la cabeza
batallando
prosigan,
mientras
haya esperanzas y recuerdos,
¡habrá
poesía!
Mientras
haya unos ojos que reflejen
los
ojos que los miran,
mientras
responda el labio suspirando
al
labio que suspira,
mientras
sentirse puedan en un beso
dos
almas confundidas,
mientras
exista una mujer hermosa,
¡habrá
poesía!
***
Asomaba
a sus ojos una lágrima
y
a mi labio una frase de perdón;
habló
el orgullo y se enjugo su llanto
y
la frase en mis labios expiró.
Yo
voy por un camino: ella, por otro;
pero
al pensar en nuestro mutuo amor,
yo
digo aún, ¿por qué callé aquel día?
Y
ella dirá, ,¿por qué no lloré yo?
***
Mi
vida es un erial,
flor
que toco se deshoja;
que
en mi camino fatal
alguien
va sembrando el mal
para
que yo lo recoja.
***
Si
al mecer las azules campanillas
de
tu balcón
crees
que suspirando pasa el viento
murmurador,
sabe
que oculto entre las verdes hojas
suspiro
yo.
Si
al resonar confuso a tus espaldas
vago
rumor,
crees
que por tu nombre te ha llamado
lejana
voz,
sabe
que entre las sombras que te cercan
te
llamo yo.
Si
se turba medroso en la alta noche
tu
corazón,
al
sentir en tus labios un aliento
abrasador,
sabe
que, aunque invisible, al lado tuyo
respiro
yo.
***
Dices
que tienes corazón, y sólo
lo
dices porque sientes sus latidos;
eso
no es corazón..., es una máquina
que
al compás que se mueve hace ruido.
***
Al
ver mis horas de fiebre
e
insomnio lentas pasar,
a
la orilla de mi lecho,
¡quién
se sentará?
Cuando
la trémula mano
tienda
próximo a expirar
buscando
una mano amiga,
¿quién
la estrechará?
Cuando
la muerte vidrie
de
mis ojos el cristal,
mis
párpados aún abiertos,
¿quién
los cerrará?
Cuando
la campana suene
(si
suena en mi funeral),
una
oración al oírla,
¿quién
murmurará?
Cuando
mis pálidos restos
oprima
la tierra ya,
sobre
la olvidada fosa.
¿Quién
vendar a llorar?
¿Quién
en fin al otro día,
cuando
el sol vuelva a brillar,
de
que pasé por el mundo,
¿quién
se acordará?
***
Los
invisibles átomos del aire
en
derredor palpitan y se inflaman,
el
cielo se deshace en rayos de oro,
la
tierra se estremece alborozada.
Oigo
flotando en olas de armonías
rumor
de besos y batir de alas;
mis
párpados se cierran... ¿Qué sucede?
¿Dime...?
¡Silencio! ¡Es el amor que pasa!
***
Llegó
la noche y no encontré un asilo,
¡y
tuve sed...!, mis lágrimas bebí;
¡y
tuve hambre! ¡Los hinchados ojos
cerré
para morir!
¿Estaba
en un desierto? Aunque a mi oído
de
las turbas llegaba el ronco hervir,
yo
era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba
desierto...
para mí!
***
Fingiendo
realidades
con
sombra vana,
delante
del Deseo
va
la Esperanza.
Y
sus mentiras
como
el Fénix renacen
de
sus cenizas.
***
Al
brillar un relámpago nacemos
y
aún dura su fulgor cuando morimos;
tan
corto es el vivir.
La
Gloria y el Amor tras que corremos
sombras
de un sueño son que perseguimos;
despertar
es morir.
***
Hoy
la tierra y los cielos me sonríen,
hoy
llega al fondo de mi alma el sol,
hoy
la he visto..., la he visto y me ha mirado....
¡hoy
creo en Dios!
***
-Yo
soy ardiente, yo soy morena,
yo
soy el símbolo de la pasión,
de
ansia de goces mi alma está llena.
¿A
mí me buscas?
-No
es a ti; no.
-Mi
frente es pálida, mis trenzas de oro,
puedo
brindarte dichas sin fin.
Yo
de ternura guardo un tesoro.
¿A
mí me llamas?
-No;
no es a ti.
-Yo
soy un sueño, un imposible,
vano
fantasma de niebla y luz;
soy
incorpórea, soy intangible:
No
puedo amarte.
-¡Oh,
ven; ven tú!
***
Cuando
sobre el pecho inclinas
la
melancólica frente
una
azucena tronchada
me
pareces.
Porque
al darte la pureza
de
que es símbolo celeste,
como
a ella te hizo Dios
de
oro y nieve.
***
La
bocca mi bacció tutto tremante
Sobre
la falda tenía
el
libro abierto,
en
mi mejilla tocaban
sus
rizos negros:
no
veíamos las letras
ninguno,
creo,
y,
sin embargo, guardábamos
hondo
silencio.
¿Cuánto
duró? Ni aun entonces
pude
saberlo.
Sólo
se que no se oía
más
que el aliento,
que
apresurado escapaba
del
labio seco.
Sólo
sé que nos volvimos
los
dos a un tiempo
y
nuestros ojos se hallaron
y
sonó un beso.
(...)
Creación
de Dante era el libro,
era
su Infierno.
Cuando
a él bajamos los ojos
yo
dije trémulo:
¿Comprendes
ya que un poema
cabe
en un verso?
Y
ella respondió encendida:
¡Ya
lo comprendo!
***
Si
de nuestros agravios en un libro
se
escribiese la historia
y
se borrase en nuestras almas cuanto
se
borrase en sus hojas;
te
quiero tanto aún; dejó en mi pecho
tu
amor huellas tan hondas,
que
sólo con que tú borrases una
¡las
borraba yo todas!
***
Una
mujer me ha envenenado el alma,
otra
mujer me ha envenenado el cuerpo;
ninguna
de las dos vino a buscarme,
yo
de ninguna de las dos me quejo.
Como
el mundo es redondo, el mundo rueda.
Si
mañana, rodando, este veneno
envenena
a su vez, ¿por qué acusarme?
¿Puedo
dar más de lo que a mí me dieron?
***
Primero
es un albor trémulo y vago,
raya
de inquieta luz que corta el mar;
luego
chispea y crece y se difunde
en
gigante explosión de claridad.
La
brilladora lumbre es la alegría;
la
temerosa sombra es el pesar:
¡Ay!,
en la oscura noche de mi alma,
¿cuándo
amanecerá?
***
Como
la brisa que la sangre orea
sobre
el oscuro campo de batalla,
cargada
de perfumes y armonías
en
el silencio de la noche vaga.
Símbolo
del dolor y la ternura,
del
bardo inglés en el horrible drama
la
dulce Ofelia, la razón perdida,
cogiendo
flores y cantando pasa.
***
Cuando
entre la sombra oscura
perdida
una voz murmura
turbando
su triste calma,
si
en el fondo de mi alma
la
oigo dulce resonar,
dime:
¿es que el viento en sus giros
se
queja, o que tus suspiros
me
hablan de amor al pasar?
Cuando
el sol en mi ventana
rojo
brilla a la mañana
y
mi amor tu sombra evoca,
si
en mi boca de otra boca
sentir
creo la impresión,
dime:
¿es que ciego deliro,
o
que un beso en un suspiro
me
envía tu corazón?
Y
en el luminoso día
y
en la alta noche sombría,
si
en todo cuanto rodea
al
alma que te desea
te
creo sentir y ver,
dime:
¿es que toco y respiro
soñando,
o que en un suspiro
me
das tu aliento a beber?
***
¡Cuántas
veces al pie de las musgosas
paredes
que la guardan
oí
la esquila que al mediar la noche
a
los maitines llama!
¡Cuántas
veces trazo mi silueta
la
luna plateada,
junto
a la del ciprés que de su huerto
se
asoma por las tapias!
Cuando
en sombras la iglesia se envolvía,
de
su ojiva calada,
¡cuántas
veces temblar sobre los vidrios
vi
el fulgor de la lámpara!
Aunque
el viento en los ángulos oscuros
de
la torre silbara,
del
coro entre las voces percibía
su
voz vibrante y clara.
En
las noches de invierno, si un medroso
por
la desierta plaza
se
atrevía a cruzar, al divisarme,
el
paso aceleraba.
Y
no faltó una vieja que en el torno
dijese
a la mañana
que
de algún sacristán muerto en pecado
era
yo el alma.
A
oscuras conocía los rincones
del
atrio y la portada;
de
mis pies las ortigas que allí crecen
las
huellas tal vez guardan.
Los
búhos, que espantados me seguían
con
sus ojos de llamas,
llegaron
a mirarme con el tiempo
como
a un buen camarada.
A
mi lado sin miedo los reptiles
se
movían a rastras;
¡hasta
los mudos santos de granito
creo
que me saludaban!
***
Cendal
flotante de leve bruma,
rizada
cinta de blanca espuma,
rumor
sonoro
de
arpa de oro,
beso
del aura, onda de luz,
eso
eres tú.
Tú,
sombra aérea, que cuantas veces
voy
a tocarte te desvaneces.
Como
la llama, como el sonido,
como
la niebla, como el gemido
del
lago azul.
En
mar sin playas onda sonante,
en
el vacío cometa errante,
largo
lamento
del
ronco viento,
ansia
perpetua de algo mejor,
eso
soy yo.
¡Yo,
que a tus ojos en mi agonía
los
ojos vuelvo de noche y día;
yo,
que incansable corro y demente
tras
una sombra, tras la hija ardiente
de
una visión!
***
No
sé lo que he soñado
en
la noche pasada.
Triste,
muy triste debió ser el sueño
pues
despierto, la angustia me duraba.
Noté
al incorporarme
húmeda
la almohada
y
por primera vez sentí, al notarlo,
de
un amargo placer henchirse el alma.
Triste
cosa es el sueño
que
llanto nos arranca,
mas
tengo en mi tristeza una alegría...
¡Sé
que aún me quedan lágrimas!
***
Espíritu
sin nombre,
indefinible
esencia,
yo
vivo con la vida
sin
formas de la idea.
Yo
nado en el vacío,
del
sol tiemblo en la hoguera,
palpito
entre las sombras
y
floto con las nieblas.
Yo
soy el fleco de oro
de
la lejana estrella,
yo
soy de la alta luna
la
luz tibia y serena.
Yo
soy la ardiente nube
que
en el ocaso ondea,
yo
soy del astro errante
la
luminosa estela.
Yo
soy nieve en las cumbres,
soy
fuego en las arenas,
azul
onda en los mares
y
espuma en las riberas.
En
el laúd soy nota,
perfume
en la violeta,
fugaz
llama en las tumbas
y
en las ruinas yedra.
Yo
atrueno en el torrente
y
silbo en la centella
y
ciego en el relámpago
y
rujo en la tormenta.
Yo
río en los alcores,
susurro
en la alta yerba,
suspiro
en la onda pura
y
lloro en la hoja seca.
Yo
ondulo con los átomos
del
humo que se eleva
y
al cielo lento sube
en
espiral inmensa.
Yo
en los dorados hilos
que
los insectos cuelgan
me
mezco entre los árboles
en
la ardorosa siesta.
Yo
corro tras las ninfas
que
en la corriente fresca
del
cristalino arroyo
desnudas
juguetean.
Yo
en bosques de corales
que
alfombran blancas perlas,
persigo
en el océano
las
náyades ligeras.
Yo
en las cavernas cóncavas
do
el sol nunca penetra,
mezclándome
a los gnomos
contemplo
sus riquezas.
Yo
busco de los siglos
las
ya borradas huellas
y
sé de esos imperios
de
que ni el nombre queda.
Yo
sigo en raudo vértigo
los
mundos que voltean,
y
mi pupila abarca
la
creación entera.
Yo
sé de esas regiones
a
do un rumor no llega,
y
donde informes astros
de
vida un soplo esperan.
Yo
soy sobre el abismo
el
puente que atraviesa,
yo
soy la ignota escala
que
el cielo une a la tierra.
Yo
soy el invisible
anillo
que sujeta
el
mundo de la forma
al
mundo de la idea.
Yo
en fin soy ese espíritu,
desconocida
esencia,
perfume
misterioso
de
que es vaso el poeta.
***
Despierta
tiemblo al mirarte,
dormida
me atrevo a verte;
por
eso, alma de mi alma,
yo
velo mientras tú duermes.
Despierta
ríes y al reír tus labios
inquietos
me parecen
relámpagos
de grana que serpean
sobre
un cielo de nieve.
Dormida,
los extremos de tu boca
pliega
sonrisa leve,
suave
como el rastro luminoso
que
deja un sol que muere.
¡Duerme!
Despierta
miras y al mirar, tus ojos
húmedos
resplandecen,
como
la onda azul en cuya cresta
chispeando
el sol hiere.
Al
través de tus párpados dormida,
tranquilo
fulgor vierten,
cual
derrama de luz templado rayo
lámpara
transparente.
¡Duerme!
Despierta
hablas y al hablar, vibrantes
tus
palabras parecen
lluvia
de perlas que en dorada copa
se
derrama a torrentes.
Dormida
en el murmullo de tu aliento
acompasado
y tenue
escucho
yo un poema que mi alma
enamorada
entiende.
¡Duerme!
Sobre
el corazón la mano
me
he puesto porque no suene
su
latido y de la noche
turbe
la calma solemne.
De
tu balcón las persianas
cerré
ya porque no entre
el
resplandor enojoso
de
la aurora y te despierte.
¡Duerme!
***
Como
guarda el avaro su tesoro,
guardaba
mi dolor;
le
quería probar que hay algo eterno
a
la que eterno me juró su amor.
Mas
hoy le llamo en vano y oigo al tiempo
que
le acabo, decir:
¡ah,
barro miserable, eternamente
no
podrás ni aun sufrir!
***
Cruza
callada y son sus movimientos
silenciosa
armonía;
suenan
sus pasos y al sonar recuerdan
del
himno alado la cadencia rítmica.
Los
ojos entreabre, aquellos ojos
tan
claros como el día,
y
la tierra y el cielo, cuanto abarcan,
arden
con nueva luz en sus pupilas.
Ríe,
y su carcajada tiene notas
del
agua fugitiva;
llora,
y es cada lágrima un poema
de
ternura infinita.
Ella
tiene la luz, tiene el perfume,
el
color y la línea,
la
forma engendradora de deseos,
la
expresión, fuente eterna de poesía.
¿Qué
es estúpida? ¡Bah! Mientras callando
guarde
oscuro el enigma,
siempre
valdrá lo que yo creo que calla
más
que lo que cualquiera otra me diga.
***
Su
mano entre mis manos,
sus
ojos en mis ojos,
la
amorosa cabeza
apoyada
en mi hombro,
Dios
sabe cuántas veces
con
paso perezoso
hemos
vagado juntos
bajo
los altos olmos
que
de su casa prestan
misterio
y sombra al pórtico.
Y
ayer..., un año apenas,
pasado
como un soplo,
con
qué exquisita gracia,
con
que admirable aplomo,
me
dijo al presentarnos
un
amigo oficioso:
«Creo
que en alguna parte
he
visto a usted» ¡Ah, bobos,
que
sois de los salones
comadres
de buen tono
y
andabais allí a caza
de
galantes embrollos;
qué
historia habéis perdido,
qué
manjar tan sabroso
para
ser devorado
sotto
voce en un corro
detrás
del abanico
de
plumas y de oro!
(...)
¡Discreta
y casta luna,
copudos
y altos olmos,
paredes
de su casa,
umbrales
de su pórtico,
callad
y que el secreto
no
salga de vosotros!
Callad;
que por mi parte
yo
lo he olvidado todo:
y
ella..., ella, no hay mascara
semejante
a su rostro.
***
¿De
dónde vengo...? El más horrible y áspero
de
los senderos busca,
las
huellas de unos pies ensangrentados
sobre
la roca dura,
los
despojos de un alma hecha jirones
en
las zarzas agudas,
te
dirán el camino
que
conduce a mi cuna.
¿Adónde
voy? El más sombrío y triste
de
los páramos cruza,
valle
de eternas nieves y de eternas
melancólicas
brumas.
En
donde esté una piedra solitaria
sin
inscripción alguna,
donde
habite el olvido,
allí
estará mi tumba.
***
Como
enjambre de abejas irritadas,
de
un oscuro rincón de la memoria
salen
a perseguirme los recuerdos
de
las pasadas horas.
Yo
los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil!
Me
rodean, me acosan,
y
unos tras otros a clavarme vienen
el
agudo aguijón que el alma encona.
***
Es
cuestión de palabras y no obstante
ni
tú ni yo jamas,
después
de lo pasado, convendremos
en
quién la culpa está.
¡Lástima
que el Amor un diccionario
no
tenga donde hallar
cuando
el orgullo es simplemente orgullo
y
cuando es dignidad!
***
De
lo poco de vida que me resta
diera
con gusto los mejores años,
por
saber lo que a otros
de
mí has hablado.
Y
esta vida mortal y de la eterna
lo
que me toque, si me toca algo,
por
saber lo que a solas
de
mí has pensado.
***
Cerraron
sus ojos
que
aún tenía abiertos,
taparon
su cara
con
un blanco lienzo,
y
unos sollozando,
otros
en silencio,
de
la triste alcoba
todos
se salieron.
La
luz que en un vaso
ardía
en el suelo,
al
muro arrojaba
la
sombra del lecho,
y
entre aquella sombra
veíase
a intérvalos
dibujarse
rígida
la
forma del cuerpo.
Despertaba
el día
y
a su albor primero
con
sus mil ruidos
despertaba
el pueblo.
Ante
aquel contraste
de
vida y misterio,
de
luz y tinieblas,
yo
pensé un momento:
¡Dios
mío, qué solos
se
quedan los muertos!
De
la casa, en hombros,
lleváronla
al templo,
y
en una capilla
dejaron
el féretro.
Allí
rodearon
sus
pálidos restos
de
amarillas velas
y
de paños negros.
Al
dar de las Ánimas
el
toque postrero,
acabó
una vieja
sus
últimos rezos,
cruzó
la ancha nave,
las
puertas gimieron
y
el santo recinto
quedóse
desierto.
De
un reloj se oía
compasado
el péndulo
y
de algunos cirios
el
chisporroteo.
Tan
medroso y triste,
tan
oscuro y yerto
todo
se encontraba
que
pensé un momento:
¡Dios
mío, qué solos
se
quedan los muertos!
De
la alta campana
la
lengua de hierro
le
dio volteando
su
adiós lastimero.
El
luto en las ropas,
amigos
y deudos
cruzaron
en fila
formando
el cortejo.
Del
último asilo,
oscuro
y estrecho,
abrió
la piqueta
el
nicho a un extremo;
allí
la acostaron,
tapiáronle
luego,
y
con un saludo
despidióse
el duelo.
La
piqueta al hombro
el
sepulturero,
cantando
entre dientes,
se
perdió a lo lejos.
La
noche se entraba,
el
sol se había puesto:
perdido
en las sombras
yo
pensé un momento:
¡Dios
mío, que solos
se
quedan los muertos!
En
las largas noches
del
helado invierno,
cuando
las maderas
crujir
hace el viento
y
azota los vidrios
el
fuerte aguacero,
de
la pobre niña
a
veces me acuerdo.
Allí
cae la lluvia
con
un son eterno;
allí
la combate
el
soplo del cierzo.
Del
húmedo muro
tendida
en el hueco,
¡acaso
de frío
se
hielan los huesos...!
(...)
¿Vuelve
el polvo al polvo?
¿Vuela
el alma al cielo?
¿Todo
es, sin espíritu,
podredumbre
y cieno?
No
sé; pero hay algo
que
explicar no puedo,
algo
que repugna
aunque
es fuerza hacerlo
a
dejar tan tristes,
tan
solos los muertos.
***
Te
vi un punto y flotando ante mis ojos
la
imagen de tus ojos se quedó,
como
la mancha oscura orlada en fuego
que
flota y ciega si se mira al sol.
Y
dondequiera que la vista clavo
torno
a ver tus pupilas llamear;
y
no te encuentro a ti, no es tu mirada,
unos
ojos, los tuyos, nada más.
De
mi alcoba en el ángulo los miro
desasidos
fantásticos lucir:
cuando
duermo los siento que se ciernen
de
par en par abiertos sobre mí.
Yo
sé que hay fuegos fatuos que en la noche
llevan
al caminante a perecer:
yo
me siento arrastrado por tus ojos,
pero
adonde me arrastran no lo sé.
***
Pasaba
arrolladora en su hermosura
y
el paso le dejé;
ni
aun a mirarla me volví, y, no obstante,
algo
a mi oído murmuró: «ésa es».
¿Quién
reunió la tarde a la mañana?
Lo
ignoro; sólo sé
que
en una breve noche de verano
se
unieron los crepúsculos, y... «fue».
***
En
la imponente nave
del
templo bizantino,
vi
la gótica tumba a la indecisa
luz
que temblaba en los pintados vidrios.
Las
manos sobre el pecho,
y
en las manos un libro,
una
mujer hermosa reposaba
sobre
la urna del cincel prodigio.
Del
cuerpo abandonado
al
dulce peso hundido,
cual
si de blanda pluma y raso fuera
se
plegaba su lecho de granito.
De
la sonrisa última
el
resplandor divino
guardaba
el rostro, como el cielo guarda
del
sol que muere el rayo fugitivo.
Del
cabezal de piedra
sentados
en el filo,
dos
ángeles, el dedo sobre el labio,
imponían
silencio en el recinto.
No
parecía muerta;
de
los arcos macizos
parecía
dormir en la penumbra
y
que en sueños veía el paraíso.
Me
acerqué de la nave
al
ángulo sombrío,
con
el callado paso que se llega
junto
a la cuna donde duerme un niño.
La
contemplé un momento
y
aquel resplandor tibio,
aquel
lecho de piedra que ofrecía
próximo
al muro otro lugar vacío,
en
el alma avivaron
la
sed de lo infinito,
el
ansia de esa vida de la muerte,
para
la que un instante son los siglos...
(...)
Cansado
del combate
en
que luchando vivo,
alguna
vez me acuerdo con envidia
de
aquel rincón oscuro y escondido.
De
aquella muda y pálida
mujer
me acuerdo y digo:
¡Oh,
qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué
sueño el del sepulcro tan tranquilo!
***
¿A
qué me lo decís? Lo sé: es mudable,
es
altanera y vana y caprichosa:
antes
que el sentimiento de su alma
brotara
el agua de la estéril roca.
Sé
que en su corazón, nido de sierpes,
no
hay una fibra que al amor responda;
que
es una estatua inanimada...; pero...
¡es
tan hermosa!
***
No
dormía; vagaba en ese limbo
en
que cambian de forma los objetos,
misteriosos
espacios que separan
la
vigilia del sueño.
Las
ideas que en ronda silenciosa
daban
vueltas en torno a mi cerebro,
poco
a poco en su danza se movían
con
un compás más lento.
De
la luz que entra al alma por los ojos
los
párpados velaban el reflejo;
pero
otra luz el mundo de visiones
alumbraba
por dentro.
En
este punto resonó en mi oído
un
rumor semejante al que en el templo
vaga
confuso al terminar los fieles
con
un amén sus rezos.
Y
oí como una voz delgada y triste
que
por mi nombre me llamo a lo lejos,
y
sentí olor de cirios apagados,
de
humedad y de incienso.
(...)
Pasó
la noche y del olvido en brazos
caí
cual piedra en su profundo seno.
No
obstante al despertar exclamé: « ¡Alguien
que
yo quería ha muerto!»
***
Me
ha herido recatándose en las sombras,
sellando
con un beso su traición.
Los
brazos me echó al cuello y por la espalda
me
partió a sangre fría el corazón.
Y
ella impávida sigue su camino,
feliz,
risueña, impávida, ¿y por qué?
Porque
no brota sangre de la herida...
Porque
el muerto esta en pie.
***
¡No
me admiró tu olvido! Aunque de un día
me
admiró tu cariño mucho más,
porque
lo que hay en mí que vale algo,
eso...,
ni lo pudistes sospechar.
***
Porque
son, niña, tus ojos
verdes
como el mar te quejas;
verdes
los tienen las náyades,
verdes
los tuvo Minerva,
y
verdes son las pupilas
de
las hurís del Profeta.
El
verde es gala y ornato
del
bosque en la primavera.
Entre
sus siete colores
brillante
el iris lo ostenta.
Las
esmeraldas son verdes,
verde
el color del que espera
y
las ondas del océano
y
el laurel de los poetas.
Es
tu mejilla temprana
rosa
de escarcha cubierta,
en
que el carmín de los pétalos
se
ve al través de las perlas.
Y
sin embargo,
sé
que te quejas,
porque
tus ojos
crees
que la afean:
pues
no lo creas.
Que
parecen tus pupilas,
húmedas,
verdes e inquietas,
tempranas
hojas de almendro
que
al soplo del aire tiemblan.
Es
tu boca de rubíes
purpúrea
granada abierta
que
en el estío convida
a
apagar la sed con ella.
Y
sin embargo,
sé
que te quejas
porque
tus ojos
crees
que la afean:
pues
no lo creas.
Que
parecen, si enojada
tus
pupilas centellean,
las
olas del mar que rompen
en
las cantábricas peñas.
Es
tu frente que corona
crespo
el oro en ancha trenza,
nevada
cumbre en que el día
su
postrera luz refleja.
Y
sin embargo,
sé
que te quejas
porque
tus ojos
crees
que la afean:
pues
no lo creas.
Que,
entre las rubias pestañas,
junto
a las sienes, semejan
broches
de esmeralda y oro
que
un blanco armiño sujetan.
Porque
son, niña, tus ojos
verdes
como el mar te quejas;
quizás
si negros o azules
se
tornasen lo sintieras.
GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
LEYENDAS
LA CREACIÓN
POEMA INDIO
I
Los
aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el
rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo,
que derraman sobre las flores un rocío de perlas.
Sobre
la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera
aguarda su víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas,
que lo esconden a los ojos del viajero.
En
las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un
pabellón al cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el
sueño a la muerte.
El
amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y
ternura; el hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede
compararse a una larga cadena con eslabones de hierro y de oro.
II
El
mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus
habitantes.
No
busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de nuestros
mayores, ni en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras galas de la
poesía, se acumulan disparates sobre disparates acerca de su origen.
Oíd
la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso brahmín, después
de pasar tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación de sí mismo, y con
los índices levantados hacia el firmamento.
III
Brahma
es el punto de la circunferencia; de él parte y a él converge todo. No tuvo
principio ni tendrá fin.
Cuando
no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su alrededor como una
niebla confusa, pues absorto en la contemplación de sí mismo, aún no la había
fecundado con sus deseos.
Como
todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos de una de sus
cuatro caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a
verse, porque él lo ocupaba todo, y todo era él.
La
mujer hermosa, cuando pule el acero y contempla su imagen, se deleita en sí
misma; pero al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si no los
encuentra, se aburre.
Brahma
no es vano como la mujer, porque es perfecto. Figuraos si se aburriría de
hallarse solo, solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de ojos para
verse.
IV
Brahma
deseó por primera vez, y su deseo, fecundando la creadora Maya que lo envolvía,
hizo brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos
microscópicos y encendidos que nadan en el rayo de sol que penetra por entre la
copa de los árboles.
Aquel
polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres destinados
a entonar himnos de gloria a su criador.
Los
gandharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus alas de mil
colores, sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron a Brahma la
primera sonrisa, y de ella brotó el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las
tortugas y los elefantes que los sostienen, y su santuario en la cúspide.
V
Los
chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e incorregibles,
comienzan por hacer gracia, una hora después aturden, y concluyen por fastidiar.
Una cosa muy parecida debió de acontecerle a Brahma, cuando apeándose del
gigantesco cisne, que como un corcel de nieve lo paseaba por el ciclo, dejó
aquella turbamulta de gandharvas en los círculos inferiores, y se retiró al
fondo de su santuario.
Allí,
donde no llega ni un eco perdido, ni se percibe el rumor más leve, donde reina
el augusto silencio de la soledad, y su profunda calma convida a las
meditaciones, Brahma, buscando una distracción con que matar su eterno
fastidio, después de cerrar la puerta con dos vueltas de llave, entregose a la
alquimia.
VI
Los
sabios de la tierra qué pasan su vida encorvados sobre antiguos pergaminos, que
se rodean de mil objetos misteriosos y conocen las extrañas propiedades de las
piedras preciosas, los metales y las palabras cabalísticas, hacen por medio de
esta ciencia transformaciones increíbles. El carbón lo convierten en diamante,
la arcilla en oro, descomponen el agua y el aire, analizan la llama, y arrancan
al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.
Si
todo esto consigue un mortal miserable con el reflejo de su saber, figuraos por
un instante lo que haría Brahma, que es el principio de toda ciencia.
VII
De
un golpe creó los cuatro elementos, y creó también a sus guardianes. Agni, que
es el espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en el huracán; Varuna,
que se le vuelve en los abismos del Océano; y Prithivi, que conoce todas las
cavernas subterráneas de los mundos, y vive en el seno de la creación.
Después
encerró en redomas transparentes y de una materia nunca vista gérmenes de cosas
inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades, virtudes, principios
de dolor y de gozo de muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió
en especies, y lo clasificó con diligencia exquisita poniéndole un rótulo
escrito a cada una de las redomas.
VIII
La
turba de rapaces que ensordecía en tanto con sus voces y sus ruidosos juegos
los círculos inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su señor. -¿Dónde
estará? -exclamaban los unos-. ¿Qué hará? -decían entre sí los otros-; y no
eran parte a disminuir el afán de los curiosos las columnas de negro humo que
veían salir en espirales inmensas del laboratorio de Brahma, ni los globos de
fuego que desde el mismo punto se lanzaba volteando al vacío, y allí giraban
como en una ronda luminosa y magnífica.
IX
La
imaginación de los muchachos es un corcel, y la curiosidad la espuela que lo
aguijonea y lo arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por
ella los microscópicos cantores, comenzaron a trepar por las piernas de los
elefantes que sustentan los círculos del ciclo, y de uno en otro se encaramaron
hasta el misterioso recinto, dónde Brahma permanecía aún, absorto en sus
especulaciones científicas.
Una
vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la puerta, y uno
por el ojo de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de los mal
unidos tableros, penetraron con la mirada en el inmenso laboratorio, objeto de
su curiosidad.
El
espectáculo que se ofreció a sus ojos, no pudo menos de sorprenderles.
X
Allí
había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas
hechuras y colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de
lunas yacían confundidos con hombres a medio modelar, proyectos de animales
monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros, libros en folio e instrumentos
extraños. Las paredes estaban llenas de figuras geométricas, signos
cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento, en una gigantesca
marmita colocada sobre una lumbre inextinguible, hervían, con un ruido sordo,
mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia combinación habían de resultar
las creaciones perfectas.
XI
Brahma,
a quien apenas bastaban sus ocho brazos y sus diez y seis manos para tapar y
destapar vasijas agitar líquidos y remover mixturas, tomaba algunas veces un
gran canuto, a manera de cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas de
jabón valiéndose de las cañas del trigo seco, lo sumergía en el licor, se
inclinaba después sobre los abismos del cielo, y soplaba en la una punta,
apareciendo en la otra un globo candente que al lanzarse comenzaba a girar
sobre sí mismo y al compás de los otros que ya flotaban en el espacio.
XII
Inclinado
sobre el abismo sin fondo, el creador los seguía con una mirada satisfecha, y
aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados de seres felices y hermosísimos
sobre toda ponderación, que son esos astros que, semejantes a los soles, vemos
aún en las noches serenas, entonaban un himno de alegría a su Dios, girando
sobre sus ejes de diamante y oro con una cadencia majestuosa y solemne.
Los
pequeñuelos gandharvas, sin atreverse ni aun a respirar, se miraban espantados
entre sí, llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo grandioso.
XIII
Cansose
Brahma de hacer experimentos, y abandonando el laboratorio, no sin haberle
echado, al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a montar sobre
su cisne con el objeto de tomar aire. Pero ¡cuál no sería su preocupación
cuando él, que todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que, abstraído en sus
ideas, había echado la llave en falso! No le pasó lo mismo a la inquieta turba
de rapaces, que, notando el descuido, le siguieron a larga distancia con la
vista, y cuando se creyeron solos, uno empuja poquito a poco la puerta, éste
asoma la cabeza, aquél adelanta un pie, e invaden todos, por fin, el
laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él como en su casa.
XIV
Pintar
la escena que entonces se verificó en aquel recinto sería imposible.
Primeramente
examinaron todos los objetos con el mayor asombro, luego se atrevieron a
tocarlos, y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza. Echaron
pergaminos en la lumbre para que sirvieran de pasto a las llamas: destaparon
las redomas, no sin quebrar algunas; removieron las vasijas, derramando su
contenido, y después de oler, probar y revolverlo todo, los unos se colgaban de
los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes de las bóvedas para
secarse; los otros se subían por las osamentas de los gigantescos animales,
cuyas formas no habían agradado al Señor. Y arrancaron las hojas de los libros
para hacer mitras de papel, y se coloraron los compases entre las piernas, a
guisa de caballo, y rompieron las varas de virtudes misteriosas, alanceándose
con ellas.
Por
último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como lo habían
visto hacer
. XV
Aquí
comenzó el gran bullicio, la confusión y las carcajadas. La marmita estaba
candente. Llegó el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una columna de humo.
Luego vino otro, arrojó sobre aquél un elixir misterioso que contenía una
redoma, con la que llegó casi sin aliento hasta el borde del receptáculo; tan
grande era la vasija y tan rapazuelo su conductor. A cada nuevo ingrediente que
arrojaban en la marmita, se elevaban en su fondo llamaradas azules y rojas, que
saludaba la alegre muchedumbre con gritos de júbilo y risotadas interminables.
XVI
Allí
mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, el dolor y la
alegría, la fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo, los gérmenes
del hielo destinados a mundos hechos de manera que el frío causase una fruición
deleitosa en sus habitadores, y los del calor compuestos para globos cuyos
seres se habían de gozar en las llamas; y revolvieron los principios de la
divinidad, el espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango,
confundiendo en un mismo brebaje la impotencia y los deseos, la grandeza y la
pequeñez, la vida y la muerte.
Aquellos
elementos tan contrarios rabiaban al verse juntos en el fondo de la marmita.
XVII
Hecha
la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, le cortó las
barbas con los dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a inclinarse
sobre el abismo sin fondo, y sopló, y apareció un mundo. Un mundo deforme,
raquítico, oscuro, aplastado por los polos, que volteaba de medio ganchete, con
montañas de nieve y arenales encendidos, con fuego en las entrañas y océanos en
la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa, con aspiraciones de Dios
y flaquezas de barro. El principio de muerte, destruyendo cuanto existe, y el
principio de vida con conatos de eternidad, reconstruyéndolo con sus mismos
despojos; un mundo disparatado, absurdo, inconcebible; nuestro mundo, en fin.
Los
chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan
grotesco, lo saludaron con una inmensa carcajada, que resonó en los ocho
círculos del Edén.
XVIII
Brahma,
al escuchar aquel ruido, volvió en sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo.
La indignación llameó en sus pupilas; su airado acento atronó el cielo y
amedrantó a la turba de muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés;
y ya tenía levantada la mano sobre aquella deforme creación para destruirla; ya
el solo amago había producido en ella esa gran catástrofe que aún recordamos
con el nombre del diluvio, ruando uno de los gandharvas, el más travieso, pero
el más mono, se arrojó a sus plantas diciendo entre sollozos: -¡Señor, Señor,
no nos rompas nuestro juguete!
XIX
Brahma
es grave, porque es Dios, y, sin embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo al
oír estas palabras para no dejar reventar la risa que le retozaba en los ojos.
Al cabo, reponiéndose, exclamó: -Id, turba desalmada e incorregible, marchaos
donde no os vea más, con vuestra deforme criatura. Ese mundo no debe, no puede
existir, porque en él hasta los átomos pelean con los átomos; pero marchad, os
respeto; mi esperanza es que en poder vuestro no durará mucho.
Dijo
Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose descompasadamente y
arrojando gritos descomunales, se lanzaron en pos de nuestro globo, y éste le
da por aquí, el otro le hurga por allá... Desde entonces ruedan con él por el
ciclo, para asombro de los otros mundos y desesperación de sus habitantes.
Por
fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá, así. Nada hay más delicado ni más
temible que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete no puede durar
mucho.
MAESE PÉREZ EL
ORGANISTA
En
Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la
Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.
Como
era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia,
ansioso de asistir a un prodigio.
Nada
menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar
que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.
Al
salir de la Misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de
burla:
-¿En
qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
-¡Toma!
-me contestó la vieja-, en que ese no es el suyo.
-¿No
es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
-Se
cayó a pedazos de puro viejo, hace una porción de años.
-¿Y
el alma del organista?
-No
ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora les sustituye.
Si
a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta, después de
leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso
portento hasta nuestros días.
I
-¿Veis
ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre
su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este
momento de su litera para dar la mano a esa otra señora que, después de dejar
la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese
es el Marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que
antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio a la hija
de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es
un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que
asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado
en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega
frente al retablo.
¿Reparasteis,
al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?
A
no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle
de Culebras... Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo
le abre paso y le saluda.
Toda
Sevilla le conoce por su colosal fortuna. El sólo tiene más ducados de oro en
sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus
galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran
Turco...
Mirad,
mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros.
¡Hola, hola! También está el flamencote, a quien se dice que no han echado ya
el guante los señores de la cruz verde, merced a su influjo con los magnates de
Madrid... Éste, no viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese
Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede asegurar
que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pero
Botero... ¡Ay vecina! Malo... malo... presumo que vamos a tener jarana; yo me
refugio en la iglesia; pues por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los
cintarazos que los Paternóster. -Mirad, Mirad; las gentes del duque de Alcalá
doblan. la esquina de la Plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se
me figura que he columbrado a las del de Medinasidonia. ¿No os lo dije?
Ya
se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... los
grupos se disuelven... los ministriles, a quienes en- estas ocasiones apalean
amigos y enemigos, se retiran... hasta el señor asistente, con su vara y todo,
se refugia en el atrio... y luego dicen que hay justicia.
Para
los pobres...
Vamos,
vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran
Poder nos asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!, aquí... antes
que cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando
lo dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el
señor obispo.
La
Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento,
lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!...
¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!...
Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le
conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera
por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques.
Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado
para besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus
familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media
hora se encuentran en una calle oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme
Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en algunas
ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad, que si se
buscaran... y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían,
poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas, en las cuales los que
verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su
servidumbre.
Pero
vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se ponga de bote en bote... que
algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de
trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto
el convento tan favorecido como ahora?... De las otras comunidades, puedo decir
que le han hecho a Maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene
de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por
llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que
abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois
nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no
otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida
entera en velar por la inocencia de la una: y componer los registros del
otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada, él se da tal maña en
arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como le conoce de tal
modo, que a tientas... porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es
ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan
que cuánto daría por ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis, porque
tengo esperanzas. -¿Esperanzas de ver? -Sí, y muy pronto -añade sonriéndose
como un ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida,
pronto veré a Dios...
¡Pobrecito!
Y sí lo verá... porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan
pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de
convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la
Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma
profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya,
dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego,
el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, a la muerte de su
padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que
se las llevaran a la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre
toca bien, siempre, pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él
tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando
levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al
mundo Nuestro Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces de ángeles...
En
fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo
todo lo demás florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un
humilde convento para escucharle: y no se crea que sólo la gente sabida y a la
que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el
populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando
villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las
zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan
como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y cuando
alzan... cuando alzan no se siente una mosca... de todos los ojos caen
lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra
cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la
música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va a
comenzar la Misa, vamos adentro...
Para
todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para
nosotros.
Esto
diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina, atravesó el
atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se
internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.
II
La
iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se
desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos
joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que
tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas,
vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio.
Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de
oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en
la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los
bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los
caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana,
parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del
contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un
rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de
júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al
mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor
bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la
bendición al pueblo.
Era
la hora de que comenzase la Misa.
Transcurrieron,
sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud
comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban
entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a
uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.
-Maese
Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la
Misa de media noche.
Ésta
fue la respuesta del familiar.
La
noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto
desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que
comenzó a notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y
los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas
olas de la multitud.
En
aquel momento, un hombre mal trazado, seco huesudo y bisojo por añadidura, se
adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.
-Maese
Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré
el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el primer organista del mundo,
ni a su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.
El
arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los
fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso,
enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de
disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.
-¡Maese
Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A
estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la
cara.
Maese
Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un
sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los
preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a
detenerle en el lecho.
-No
-había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin
visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero,
lo mando; vamos a la iglesia.
Sus
deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna,
y comenzó la Misa.
En
aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó
el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que
el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus
dedos la Sagrada Forma y comienza a elevarla.
Una
nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la
iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso
sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las
cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y
prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese
arrebatado sus últimos ecos.
A
este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al
cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta
convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era
la voz de los ángeles que atravesando los espacios, llegaba al mundo.
Después
comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de
serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no
obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía
flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos, como un jirón de niebla sobre
las olas del mar.
Luego
fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba.
Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó
una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote
inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa
azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los ojos de los
fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió,
se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos
ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían
en sus angostos ajimeces.
De
cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un
tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que
las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles,
la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento
del Salvador.
La
multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima,
en todos los espíritus un profundo recogimiento.
El
sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en
ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y
le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.
El
órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz
que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de
pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de
mujer.
El
órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó
mudo.
La
multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su
éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
-¿Qué
ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y
todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto
comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento
propios de la iglesia.
-¿Qué
ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que precedido de los
ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con
muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el
arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué
hay?
-Que
maese Pérez acaba de morir.
En
efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera,
llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas
de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija,
arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.
III
-Buenas
noches, mi señora doña Baltasara, ¿también usarced viene esta noche a la Misa
del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia;
pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de
decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre
el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí
sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece...,
pues, en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es
seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!...
A muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... ya me
entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos
parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia, y de la iglesia a nuestra
casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que yo,
así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme
siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades.... Pues, sí, señor;
parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está
echando pestes de los otros organistas; perdulariote, que más parece jifero de
la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Noche-Buena en
lugar de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo
y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun
su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el
convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas,
cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse
las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del
difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano
en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se
atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la
culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así
va el mundo... y digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera diría que
nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los
mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma
multitud en el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a
morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es
verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al
intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a
comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no hay más que
oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús,
qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje!
Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va a comenzar la
Misa...; vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos
días.
Esto
diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus ex abruptos
de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre un camino
entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.
Ya
se había dado principio a la ceremonia.
El
templo estaba tan brillante como el año anterior.
El
nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban
las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna,
donde tocaba unos tras otros los registros del órgano, con una gravedad tan
afectada como ridícula.
Entre
la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y
confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no
tardaría mucho en dejarse sentir.
-Es
un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos.
-Es
un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que
una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían los otros.
Y
mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su
pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a
más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al
extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan notable
contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese
Pérez.
Al
fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después
de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus
manos... Las campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de
cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.
Una
estruendoso algarabía llegó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó
su primer acorde.
Zampoñas,
gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus
discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos
segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.
El
segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los
tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.
Cantos
celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos
que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una
melodía lejana, que suenan a intervalos traídas en las ráfagas del viento;
rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la
lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como
una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los
rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota
música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían
remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos... todo lo
expresaban las cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa
poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.
Cuando
el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue
tanta y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente, temiendo, no sin
razón, que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para
que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde
el prelado le esperaba.
-Ya
veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia; vengo desde mi
palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca
quiso excusarme el viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?
-El
año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el
oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.
-¿Y
por qué? -interrumpió el prelado.
-Porque...
-añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la
palidez de su rostro- porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que
se quiere.
El
arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de
los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles
vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en
distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de
la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de
persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe,
prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.
-¿Qué
quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este
genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos
y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de
escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia,
y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los
oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarle al rostro, que según
dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera
viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como
ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus
primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y
parecía un ángel... no que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como sí
le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos mi
señora doña Baltasara, creame usarced, y creame con todas veras... yo sospecho
que aquí hay busilis...
Comentando
las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y
desaparecían.
Creemos
inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.
IV
Había
transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de
maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de
la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y
alguna que otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta
vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un
rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban
tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.
-Ya
lo veis -decía la superiora-, vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en
el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el
órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad...
Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué
tenéis?
-Tengo...
miedo -exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.
-¡Miedo!
¿De qué?
-No
sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que
teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción
pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese...
Vine al coro... sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj
de la catedral sonaba en aquel momento una hora... no sé cuál... Pero las
campanas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando todo el
tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un
siglo.
La
iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una
estrella perdida en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de la
lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo
contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi...
le vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en silencio y vuelto de espaldas
hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano,
mientras tocaba con la otra sus registros... y el órgano sonaba; pero sonaba de
una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado
dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y
reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y
el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía
recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.
El
horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío
glacial y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre
aquel había vuelto la cara y me había mirado.., digo mal, no me había mirado,
porque era ciego... ¡Era mi padre!
¡Bah!,
hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las
imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría al arcángel San
Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos
espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San
Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna
del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles...
Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a
inspirar a su hija en esta ceremonía solemne, para el objeto de tan especial
devoción.
La
priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la Comunidad. La hija de
maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en
el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.
Comenzó
la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la
consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano
un grito de la hija de maese Pérez.
La
superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
¡Miradle!
¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de
donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al
barandal de la tribuna.
Todo
el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante,
el órgano seguía sonando... sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo
en sus raptos de místico alborozo.
-¡No
os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!...
¡Aquí hay busilis! Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo?
Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra
cosa... El señor arzobispo está hecho y con razón una furia... Haber dejado de
asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... y ¿para qué?,
para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el
dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa... -Si lo
decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay busilis, y
el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.
LOS OJOS VERDES
Hace
mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.
Hoy,
que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera
cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo
creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si
en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales
ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se
resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De
todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender
en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.
I
-Herido
va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las
zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus
piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... en cuarenta
años de montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por San Saturio, patrón de
Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas
trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro
en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la
salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las
cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el
latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva
furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto
que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a
propósito para cortarle el paso a la res.
Pero
todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas
jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como una saeta,
las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una
trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!...
¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que había de
marcharse.
Y
la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron
refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En
aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de
Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué
haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro
en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves
que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el
rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees
acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
-Señor
-murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible!
¿Y por qué?
-Porque
esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos; la fuente
de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar
su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes;
¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad
horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un
tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡Pieza
perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el
ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único
que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo
ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí... las piernas le
faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te
revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la
fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,
¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes
de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo
y jinete partieron como un huracán.
Íñigo
los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los
ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.
El
montero exclamó al final:
-Señores,
vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo
por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías.
Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a
pasar el capellán con su hisopo.
II
-Tenéis
la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que
yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en
pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus
hechizos.
Ya
no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras
trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas
las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en
ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y
fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza.
¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras
Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de
su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después
de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre
la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no
hubiera escuchado una sola de sus palabras:
Íñigo,
tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has
vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones
de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso
una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una
mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí
-dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí
poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi
corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a
desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí
existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El
montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto
al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste,
después de coordinar sus ideas prosiguió así:
-Desde
el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la fuente de los
Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición
hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.
Tú
no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña,
y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las
plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse
brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen
entre los céspedes, y susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que
zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un
cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan
sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con
suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible.
Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor
cuando me he sentado sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las
aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya
inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
Todo
es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos
lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas
hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parecen
que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un
hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando
al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue
nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme
al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día
en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo
una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.
Tal
vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de
esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen
esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada
que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una
persona con unos ojos como aquellos.
En
su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por
último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; la
he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré
sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y
flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos
eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las
pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí; porque los
ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de
un color imposible; unos ojos...
-¡Verdes!
-exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en
su asiento.
Fernando
le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le
preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La
conoces?
-¡Oh
no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al
prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu,
trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color.
Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de
los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el
delito de haber encenagado sus ondas.
-¡Por
lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí
-prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las
lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor
que os ha visto nacer.
-¿Sabes
tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi
padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan atesorar
todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos
ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo
Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los
párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con
acento sombrío: -¡Cúmplase la voluntad del cielo!
III
-¿Quién
eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu
busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que
conducen tu litera. Rompe una vez el misterioso velo en que te envuelves como
en una noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.
El
sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos
por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla,
elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las
rocas de su margen.
Sobre
una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de
las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de
Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano
arrancarle el secreto de su existencia.
Ella
era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos
caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo
de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban
sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando
el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar
algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente,
como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No
me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé
crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me
amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O
un demonio... ¿Y si lo fuese?
El
joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se
dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado
por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de amor:
-Si
lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi destino
amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando
-dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-: yo te amo más
aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro.
No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti,
que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas;
incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con
sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le
premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo,
como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras
ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica
hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba más y más al
borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves,
ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que
se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y
yo... yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus
horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago
flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las ondas nos llaman
con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de
amor; ven... ven...
La
noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del
lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban
en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas
infectas... Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como
un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo donde
estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...
Fernando
dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y flexibles que
se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de
nieve... y vaciló... y perdió pie, y calló al agua con un rumor sordo y
lúgubre.
Las
aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos
de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.
LA AJORCA DE ORO
I
Ella
era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa
hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin
embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a
algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
Él
la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con
ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se
asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la
expiación de una culpa.
Ella
era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.
Él,
supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.
Ella
se llamaba María Antúnez.
Él,
Pedro Alfonso de Orellana.
Los
dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
La
tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no
dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo,
en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi
cosecha para caracterizarlos mejor.
II
Él
la encontró un día llorando y le preguntó:
-¿Porqué
lloras?
Ella
se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro
entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil
árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó a
decirle: -¿Por qué lloras?
El
Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se
asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de
la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua
interrumpía el alto silencio.
María
exclamó: -No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré
contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de
mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por
nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos
incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aún
concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase,
acaso te arrancaría una carcajada.
Cuando
estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus
preguntas.
La
hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda
y entrecortada:
-Tú
lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto
que lo deseas.
Ayer
estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada
en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego;
las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la
iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.
Yo
rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente
levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se
fijaron desde luego en la imagen; digo mal, en la imagen no: se fijaron en un
objeto que hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder
explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto
era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que
descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible!
Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar,
reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera
prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas,
volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como
una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo y
su increíble inquietud...
Salí
del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me
acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento...
Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía
cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que
llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen
que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me
miraba y se reía mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme, mostrándome la
joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una
noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás
acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece
de un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero
con la misma idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo,
diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y
qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?
Pedro,
con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza,
que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:
-¿Qué
Virgen tiene esa presea?
-¡La
del Sagrario! -murmuró María.
-¡La
del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-: ¡la del Sagrario de la
Catedral!... Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma,
espantada en una idea.
¡Ah!
¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-;
¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo
entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la
condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo... yo
que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
-¡Nunca!
-murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!
Y
siguió llorando.
Pedro
fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y
pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador
entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.
III
¡La
catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que al
entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se
guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de
seres imaginarios y reales.
Figuraos
un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las
tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde lucha y se
pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos
un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como
sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea
remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores,
sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de
su inspiración y de sus artes.
En
su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un santo
horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las
mezquinas pasiones de la tierra.
La
consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el
ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.
Pero
si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera
hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una
impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su
pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus
gradas de alfombra y sus pilares de tapices.
Entonces,
cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando
flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los
órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos
más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se
comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él, y lo anima
con su soplo y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
El
mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en
la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.
La
fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya
ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces
de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían
rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de
entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se
apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino
deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad
de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era
Pedro.
¿Qué
había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por
obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror?
Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su
criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el
sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La
catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.
No
obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos:
chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso
ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe;
pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado
mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se
arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Pedro
hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera
grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los
reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada,
parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por
una eternidad.
-¡Adelante!
-murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían
clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror:
el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por
un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con
una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las
naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y
oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el
templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
¡Adelante!
-volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por
ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de
formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente
aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una
lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto
horror.
Sin
embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante
concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que
hasta entonces había sentido.
Tornó
empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un
movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un
santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya
la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza
sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso
abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes
de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los
capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y
gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas
de rumores temerosos y extraños.
Al
fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus
labios.
La
catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no
vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la
iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.
Santos,
monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se
rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en
presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol
que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras
que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los
doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un inmenso
cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes,
horrorosos.
Ya
no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una
nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito
desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando
al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar,
tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó
con una estridente carcajada:
-¡Suya,
suya!
El
infeliz estaba loco.
RECOPILADO
POR:
LIC.
PERCY P. QUISPE MEDINA