Hacía
cuatro años que Manolo había salido de Lima, su ciudad natal. Pasó primero un
año en Roma, luego, otro en Madrid, un tercero en París y finalmente había
regresado a Roma. ¿Por qué? Le gustaban esas hermosas artistas en las películas
italianas, pero desde que llegó no ha ido al cine. Una tía vino a radicarse
hace años, pero nunca la ha visitado y ya perdió la dirección. Le gustaban esas
revistas italianas con muchas fotografías en colores; o porque cuando abandonó
Roma la primera vez, hacía calor como para quedarse sentado en un Café, y le
daba tanta flojera tomar el tren. No sabía explicarlo. No hubiera podido
explicarlo, pero en todo caso, no tenía importancia.
Cuando
salió del Perú, Manolo tenía dieciocho años y sabía tocar un poco la guitarra.
Ahora al cabo de casi cuatro años en Europa, continuaba tocando un poco la
guitarra. De vez en cuando escribía unas líneas a casa, pero ninguno de sus
amigos había vuelto a saber de él; ni siquiera aquel que cantó y lloró el día
de su despedida.
El rostro
de Manolo era triste y sombrío como un malecón en invierno. Manolo no bailaba
en las fiestas: era demasiado alto. No hacía deportes: era demasiado flaco, y
sus largas piernas estaban mejor bajo gruesos pantalones de franela. Alguien le
dijo que tenía manos de artista, y desde entonces las llevaba ocultas en los
bolsillos. Le quedaba mal reírse: la alegre curva que formaban sus labios no
encajaba en aquel rostro sombrío. Las mujeres, hasta lo veinte años, lo
encontraban bastante ridículo; las de más de veinte, decían que era un hombre
interesante. A sus amigos les gustaba palmearle el hombro. Entre el criollismo
limeño, hubiera pasado por un cojudote.
Yo
acababa de llegar a Roma cuando lo conocí, y fue por la misma razón por la que
todos los peruanos se conocen en el extranjero: porque son peruanos. No
recuerdo el nombre de la persona que me lo presentó, pero aún tengo la
impresión de que trataba de deshacerse de mí llevándome a aquel Café,
llevándome donde Manolo.
—Un
peruano —le dijo. Y agregó—; Los dejo; tengo mucho que hacer —desapareció.
Manolo
permaneció inmóvil, y tuve que inclinarme por encima de la mesa para alcanzar
su mano.
—Encantado.
—Mucho
gusto —dijo, sin invitarme a tomar asiento, pero alzó el brazo al mozo, y le
pidió otro café. Me senté, y permanecimos en silencio hasta que nos atendieron.
—¿Y el
Perú? —preguntó, mientras el mozo dejaba mi taza de café sobre la mesa.
—Nada
—respondí—. Acabo de salir de allá y no sé nada. A ver si ahora que estoy lejos
empiezo a enterarme de algo.
—Como
todo el mundo —dijo Manolo, bostezando.
Nos
quedamos callados durante una media hora, y bebimos el café cuando ya estaba
frío. Extrajo un paquete de cigarrillos de un bolsillo de su saco, colocó uno
entre sus labios, e hizo volar otro por encima de la mesa: lo emparé. «Muchas
gracias; mi primer cigarrillo italiano.» Cada uno encendió un fósforo, y yo
acercaba mi mano hasta su cigarrillo, pero él ya lo estaba encendiendo. No me
miró; ni siquiera dijo «gracias»; dio una pitada, se dejó caer sobre el
espaldar de la silla, mantuvo el cigarrillo entre los labios, cerró los ojos, y
ocultó las manos en los bolsillos de su pantalón. Pero yo quería hablar.
—¿Viene
siempre a este café?
—Siempre
—respondió, pero ese siempre podía significar todos los días, de vez en cuando,
o sabe Dios qué.
—Se está
bien aquí —me atreví a decir. Manolo abrió los ojos y miró alrededor suyo.
—Es un
buen café —dijo—. Buen servicio y buena ubicación. Si te sientas en esta mesa
mejor todavía: pasan mujeres muy bonitas por esta calle, y de aquí las ves
desde todos los ángulos.
—O sea,
de frente, de perfil, y de culo —aclaré. Manolo sonrió y eso me dio ánimos para
preguntarle—: ¿Y te has enamorado alguna vez?
—Tres
veces —respondió Manolo, sorprendido—. Las tres en el Perú, aunque la primera
no cuenta: tenía diez años y me enamoré de una monja que era mi profesora. Casi
me mato por ella —se quedó pensativo.
—¿Y te
gustan las italianas?
—Mucho
—respondió—, pero cuando estoy sentado aquí sólo me gusta verlas pasar.
—¿Nada te
movería de tu asiento?
—En este
momento mi guitarra —dijo Manolo, poniéndose de pie y dejando caer dos monedas
sobre la mesa.
—Deja
—exclamé, mientras me paraba e introducía la mano en el bolsillo: buscaba mi
dinero.
Manolo
señaló el precio del café en una lista colgada en la pared, volvió la mirada
hacia la mesa, y con dedo larguísimo golpeó una vez cada moneda. Sentí lo
ridículo e inútil de mi ademán, una situación muy incómoda, realmente no podía
soportar su mirada, y estábamos de pie, frente a frente, y continuaba mirándome
como si quisiera averiguar qué clase de tipo era yo.
—¿Tocas
la guitarra? —escuché mi voz.
—Un poco
—dijo, como si no quisiera hablar más de eso.
Abandonamos
el café, y caminamos unos doscientos metros hasta llegar a una esquina.
—Soy un
pésimo guía para turistas —dijo—. Si vas por esta calle, me parece que
encontrarás algo que vale la pena ver, y creo que hasta un museo. Soy un pésimo
guía —repitió.
—Soy un
mal turista, Manolo. Además, no me molesta andar medio perdido.
—Podemos
vernos mañana, en el café —dijo.
—¿A las
cinco de la tarde?
—Bien
—dijo, estrechándome la mano al despedirse. Iba a decirle «encantado», pero
avanzaba ya en la dirección contraria.
Al día
siguiente, me apresuré en llegar puntual a nuestra cita. Entré al café minutos
antes de las cinco de la tarde, y encontré a Manolo, las manos en los
bolsillos, sentado en la misma mesa del día anterior. Tenía una copa de vino
delante suyo, y el cenicero lleno de colillas indicaba que hacía bastante rato
que había llegado. Me senté.
—¿Qué tal
si tomamos vino, en vez de café? —preguntó.
—Formidable.
—Mozo
—llamó—. Mozo, un litro de vino rojo.
—Sí,
señor.
—Rojo
—repitió con energía—. ¿Te gustan las artistas italianas? —sonreía.
—Me
encantan. ¿Qué te parece si vamos un día a Cinecittá?
—Eso de
ir hasta allá —dijo Manolo, y su entusiasmo se vino abajo fuerte y pesadamente
como un tablón.
—Tienes
razón —dije—. Ya pasará alguna por aquí.
—Se está
bien en este café —dijo, mirando alrededor suyo—. Tiene que pasar alguna.
—Y la
guitarra, ¿qué tal?
—Como
siempre: bien al comienzo, luego me da hambre, y después de la comida me da
sueño. Cojo nuevamente la guitarra... La guitarra es mi somnífero.
Trajeron
el vino, y llené ambas copas, pues Manolo, pensativo, no parecía haber notado
la presencia del mozo. «Salud», dije, y bebí un sorbo mientras él alargaba
lentamente el brazo para coger su copa. Era un hermoso día de sol, y ese vino,
ahí, sobre la mesa, daba ganas de fumar y de hablar de cosas sin importancia.
—No está
mal —dijo Manolo. Miraba su copa y la acariciaba con los dedos.
—Me gusta
—afirmé—. ¡Salud!
—Salud
—dijo; bebió un trago, tac, la copa sobre la mesa, cerró los ojos, y la mano
nuevamente al bolsillo.
Estuvimos
largo rato bebiendo en silencio. Era cierto lo que me había dicho: por esa
calle pasaban mujeres muy hermosas, pero él no parecía prestarles mayor
atención. Sólo de rato en rato, abría los ojos como si quisiera comprobar que
yo seguía ahí: bebía un trago, me miraba, luego a la botella, volvía a
mirarme...
—Me gusta
mucho el vino, Manolo. Terminemos esta botella; la próxima la invito yo.
—Bien
—dijo, sonriente, y llenó nuevamente ambas copas.
Aún no
habíamos terminado la primera botella, pero el mozo pasó a nuestro lado, y
aprovechamos la oportunidad para pedir otra.
—Y tú,
¿qué tal ayer? —preguntó Manolo.
—Nada
mal. Caminé durante un par de horas, y sin saberlo llegué a un cine en que
daban una película peruana.
—¿Peruana?
—exclamó Manolo sorprendido.
—Peruana.
Para mí también fue una sorpresa.
—Y ¿qué
tal? ¿De qué trataba?
—Llegué
muy tarde y estaba cansado —dije, excusándome—. Me gustaría volver... Creo que
era la historia de dos indios.
—¡Dos
indios! —exclamó Manolo, echando la cabeza hacia atrás—. Eso me recuerda
algo... Pero, ¿a qué demonios? Dos indios —repitió, cerrando los ojos y
manteniéndolos así durante algunos minutos.
Vaciamos
nuestras copas. Habíamos terminado la primera botella, y estábamos bebiendo ya
de la segunda. Hacía calor. Yo, al menos, tenía mucha sed.
—Tengo
que recordar lo de los indios.
—Ya
vendrá; cuando menos lo pienses.
—¡Nunca
puedo acordarme de las cosas! Y cuando bebo es todavía peor. Es el trago: me
hace perder la memoria, y mañana no recordaré lo que estoy diciendo ahora.
¡Tengo una memoria campeona!
Manolo
parecía obsesionado con algo, y hacía un gran esfuerzo por recordar. Bebíamos.
La segunda botella se terminaría pronto, y la tercera vendría con la puesta del
sol y los cigarrillos, con los indios de Manolo, y con mi interés por saber
algo más sobre él.
—¡Salud!
—No pidas
otra —dijo Manolo—. Sale muy caro. Vamos al mostrador; allá los tragos son más
baratos.
Nos
acercamos al mostrador y pedimos más vino. A mi lado, Manolo permanecía inmóvil
y con la mirada fija en el suelo. No lograba verle la cara, pero sabía que
continuaba esforzándose por recordar.
—¡Siempre
me olvido de las cosas! —sus dientes rechinaron, y sus manos, muy finas,
parecían querer hundir el mostrador; tal era la fuerza con que las apoyaba.
—Manolo,
pero...
—Siempre
ha sido así; siempre será así, hasta que me quede sin pasado.
—Ya
vendrá...
—¿Vendrá?
Si sintieras lo que es no poder recordar algo; es mil veces peor que tener una
palabra en la punta de la lengua; es como si tuvieras toda una parte de tu vida
en la punta de la lengua, ¡o sabe Dios dónde! ¡Salud!
Estuvo
largo rato sin hablarme. Miré hacia un lado, vi la puerta del baño, y sentí
ganas de orinar. «Ya vengo, Manolo.» En el baño no había literatura obscena:
olía a pintura fresca, y me consolaba pensando que hubiera sido la misma que en
cualquier otro baño del mundo: «Los hombres cuando quieren ser groseros son
como esos perros que se paran en dos patas; como todos los demás perros». Pensé
nuevamente en Manolo, y salí del baño para volver a su lado. Todas las mesas
del café estaban ocupadas, y me pareció extraño oír hablar en italiano. «Estoy
en Roma», me dije. «Estoy borracho.» Caminé hasta el mostrador, adoptando un
aire tal de dignidad y de sobriedad, que todo el mundo quedó convencido de que
era un extranjero borracho.
—Aquí me
tienes, Manolo.
Volteó a
mirarme y noté que tenía los ojos llenos de lágrimas. «Le está dando la
llorona. Me fregué.» Puso la mano sobre mi hombro. «Toca un poco la guitarra.»
Me estaba mirando.
—Sólo he
amado una vez en mi vida...
—¡Uy!,
compadre. A usted sí que el trago le malogra la cabeza.
Ayer me
contaste que te has enamorado dos veces; dos, si descontamos a la monjita.
—No se
trata de eso... Esta muchacha no quiso, o no pudo quererme.
—¿Cómo
fue lo de la monja? Eso de intentar matarse por una monja debe ser para cagarse
de risa.
—¡No
jodas!
—Está
bien, Manolo. Estaba bromeando; creí que así todo sería mejor.
También
yo empezaba a entristecer. Sería tal vez que me sentía culpable por haberlo
hecho beber tanto, o que lo estaba recordando ayer, hace unas horas, tan
indiferente, como oculto en su silla, y escondiendo las manos en los bolsillos
entre cada trago. Ya no se acordaba de sus manos, una sobre mi hombro con los
dedos tan largos cada vez que la miraba de reojo, y la otra, flaca, larga,
desnuda sobre el mostrador, los dedos nerviosos, y se comía las uñas. Puse la
mano sobre su hombro.
—¿Qué
pasó con esa muchacha? ¿Te dejó plantado?
—Eso no
es lo peor —dijo Manolo—. Ni siquiera se trata de eso. Lo peor es haber
olvidado... No sé cómo empezar... Hubo un día que fue perfecto, ¿comprendes? Un
momento. Un instante... No sé cómo explicarte... No me gustan los museos, pero
ella llegó a París y yo la llevaba todas las tardes a visitar museos...
—¿Fue en
París? —pregunté tratando de apresurar las cosas.
—Sí —dijo
Manolo—. Fue en París —mantenía su mano apoyada en mi hombro—. La guitarra...
No es verdad... No la tengo... La...
—Vendiste,
para seguir invitándola. ¡Salud!
—Salud.
Era linda. Si la vieras. Tenía un perfil maravilloso. La hubieras visto... Se
reía a carcajadas y decía que yo estaba loco. Yo bebía mucho... Era la única
manera... Dicen que soy un poco callado, tímido... Se reía a carcajadas y yo le
pedí que se casara conmigo. Hubieras visto lo seria que se puso...
Se
golpeaba la frente con el puño como golpeamos un radio a ver si suena. Ya no
nos mirábamos; no volteábamos nunca para no vernos. Todo aquello era muy serio.
Sentía el peso de su mano sobre mi hombro, y también yo mantenía mi mano sobre
su hombro. Todo aquello tenía algo de ceremonia.
—Es como
lo de los indios —dijo Manolo—. Jamás podré acordarme.
—¿Acordarte
de qué, Manolo?
—Los
recuerdos se me escapan como un gato que no se deja acariciar.
—Poco a
poco, Manolo.
—Un día
—continuó—, ella me pidió que la llevara a Montmartre; ella misma me pidió que
la llevara... Me hubieras visto; ¡ay caray! La hubieras visto... Morena... Sus
ojazos negros... Su nombre se me atraca en la garganta; cuando lo pronuncio se
me hace un nudo, y todo se detiene en mí. Es muy extraño; es como si todo lo
que me rodea se alejara de mí...
—En
Montmartre —dije, como si lo estuviera llamando.
—Yo
estaba feliz. Nunca me he reído tanto. Ella me decía que parecía un payaso, y
yo la hacía reír a carcajadas, y le decía que sí, que era el bufón de la reina,
y que ella era una reina. Y ella se paraba así, y se ponía la mano aquí, y se
reía a carcajadas. Entramos en un café. Vino y limonada. Vino para mí.
Hablábamos. Ella tenía un novio. Había venido a pasear, pero iba a regresar
donde el novio. Cuando hablábamos de amor, hablábamos solamente del mío, de mi
amor... Amaba la forma de sus labios dibujada en el borde de su vaso. Empezaba
a amar tan sólo aquellas cosas que podían servirme de recuerdo. Ahora que
pienso, todo eso era bien triste... La música. Conocíamos todas las canciones,
y empezábamos a estar de acuerdo en casi todo lo que decíamos... Estaba
contenta. Muy contenta. No quería irse. El perfil. Su perfil. Yo estaba mirando
su perfil... Lo recuerdo. Lo veo... De eso me acuerdo. Hasta ahí. Hasta ese
instante. Y ella empezó a hablar: «Eres un hombre...». ¿Qué más...? ¿Qué
más...?
—Comprendo,
Manolo. Comprendo. Te gustan tus recuerdos y por eso te gusta pasar las horas
sentado en un café. Si tu recuerdo está allí, presente, todo va bien. Pero si
los recuerdos empiezan a faltar, y si no hay nada más...
—¡Exacto!
—exclamó Manolo—. Es el caso de esas palabras. Me he olvidado de esas palabras,
y son inolvidables porque creo que me dijo... ¡No, no sé!
—¿Y lo de
los indios?
Manolo me
miró fijamente y sonrió. La ceremonia había terminado, y bajamos nuestros
brazos. Aún había vino en las copas, y terminarlo fue cosa de segundos.
Podríamos haber estado más borrachos.
—Paguemos
—dijo Manolo—. En mi casa tengo más vino, y puedes quedarte a dormir, si
quieres.
—Formidable.
Sonreíamos
al pagar la cuenta. Sonreíamos también mientras nos tambaleábamos hasta la
puerta del café. Creo que eran las once de la noche cuando salimos.
Creo que
fue una caminata de borrachos. Orinamos una o dos veces en el trayecto, y me
parece haber dicho «ningún peruano mea solo», y que a Manolo le hizo mucha gracia.
Después de eso, ya estábamos en su cuarto. No encendimos la luz. Nos dejamos
caer, él en una cama, y yo sobre un colchón que había en el suelo.
—Una
botella para ti, y otra para este hombre —dijo Manolo.
—Gracias.
Abrir las
botellas fue toda una odisea. Nuevamente fumábamos, bebíamos, y yo empecé a
sentir sueño, pero no quería dormirme.
—La
historia de la monja, Manolo —dije—. Debe ser muy graciosa.
—También
un día me costó trabajo acordarme de eso. Es un recuerdo de cuando era chico;
tenía diez años y estaba en un colegio de monjas. Había una que me traía loco.
Un día me castigó y era para pegarse un tiro. Quise vengarme, y rompí un
florero que estaba siempre sobre una mesa, en la clase, pero nunca falta un
hijo de puta que viene a decirte que la madre lo guardaba como recuerdo de no
sé quién. Me metieron el dedo; me dijeron que la monja había llorado, y me
entró tal desesperación, que me trepé al techo del colegio. Te juro que quería
arrojarme.
—¿Y?
—Nada:
era la hora de tomar el ómnibus para regresar a casa, y bajé corriendo para no
perderlo. A esa edad lo único que uno sabe es que no se va a morir nunca.
—Y que no
debe perder el ómnibus —agregué, riéndome.
—¡El
ómnibus! —exclamó Manolo—. Espérate... Eso me recuerda... ¡Los indios! Los dos
indios. ¡Espérate...! Lentamente... Desde el comienzo. Déjame pensar...
Sentía
que el sueño me vencía. El sueño y el vino y los cigarrillos. Encendí otro
cigarrillo, y empecé a llevar la cuenta de las pitadas para no dormirme.
—El
ómnibus del colegio me llevaba hasta mi casa —dijo Manolo—. Llegaba siempre a
la hora del té... Sí, ya voy recordando... Sí, ahora voy a acordarme de todo...
Había una construcción junto a mi casa... Pero, ¿los dos indios...? No, no eran
albañiles... Espérate... No eran albañiles... Recuerdo hasta los nombres de los
albañiles... Sí: el Peta; Guardacaballo; Blanquillo, que era hincha de la «U»;
el maestro Honores, era buena gente, pero con él no se podía bromear... Los dos
indios... No. No trabajaban en la construcción... ¡Ya! ¡Ya me acuerdo! ¡Claro!
Eran amigos del guardián, que también era serrano. Sí. ¡Ya me acuerdo! Pasaban
el día encerrados, y cuando salían, era para que los albañiles los batieran:
«Chutos», «serruchos», les decían. Pobres indios...
Me quemé
el dedo con el cigarrillo. Estaba casi dormido. «Basta de fumar», me dije.
Sobre su cama, Manolo continuaba armando su recuerdo como un rompecabezas.
—Tomaba
el té a la carrera —las palabras de Manolo parecían venir de lejos—. Escondía
varios panes con mantequilla en mi bolsillo, y corría donde los indios. Ahora
lo sé todo. Recuerdo que los encontraba siempre sentados en el suelo, y con la
espalda apoyada en la pared. Era un cuarto oscuro, muy oscuro, y ellos sonreían
al verme entrar. Yo les daba panes, y ellos me regalaban cancha. Me gusta la
cancha con cebiche. Los indios... Los indios... Hablábamos. Qué diferentes eran
a los indios de los libros del colegio; hasta me hicieron desconfiar. Éstos no
tenían gloria, ni imperio, ni catorce incas. Tenían la ropa vieja y sucia, unas
uñas que parecían de cemento, y unas manos que parecían de madera. Tenían,
también, aquel cuarto sin luz y a medio construir. Allí podían vivir hasta que
estuviera listo para ser habitado. Me tenían a mí: diez años, y los bolsillos
llenos de panes con mantequilla. Al principio eran mis héroes; luego, mis
amigos, pero con el tiempo, empezaron a parecerme dos niños. Esos indios que
podían ser mis padres. Sentados siempre allí, escuchándome. Cualquier cosa que
les contara era una novedad para ellos. Recuerdo que a las siete de la noche,
regresaba a mi casa. Nos dábamos la mano. Tenían manos de madera. «Hasta
mañana.» Así, durante meses, hasta que los dejé de ver. Yo partí. Mis padres
decidieron mudarse de casa. ¿Qué significaría para ellos que yo me fuera? Estoy
seguro de que les prometí volver, pero me fui a vivir muy lejos y no los vi
más. Mis dos indios... En mi recuerdo se han quedado, allí, sentados en un
cuarto oscuro, esperándome... Voy a...
Eran las
once de la mañana cuando me desperté. Manolo dormía profundamente, y junto a su
cama, en el suelo, estaba su botella de vino casi vacía. «Sabe Dios hasta qué
hora se habrá quedado con su recuerdo», pensé. Mi botella, en cambio, estaba
prácticamente llena, y había puchos y cenizas dentro y fuera del cenicero. «Me
siento demasiado mal, Manolo. Hoy no puedo ocuparme de ti.» Me dolía la cabeza,
me ardía la garganta, y sentía la boca áspera y pastosa. Todo era un desastre
en aquel pequeño y desordenado cuarto de hotel. «He fumado demasiado. Tengo que
dejar de fumar.» Cogí un cigarrillo, lo encendí, ¡qué alivio! El humo, el sabor
a tabaco, ese olor: era un poco la noche anterior, el malsano bienestar de la
noche anterior, y ya podía pararme. Manolo no me sintió partir.
Pasaron
tres días sin que lo viera. No estaba en el café; no estaba tampoco en su
hotel. Lo buscaba por todas partes. «Lo habrá ligado un lomito italiano», me
decía riéndome al imaginarlo en tales circunstancias. Finalmente apareció:
regresaba a mi hotel una tarde, y encontré a Manolo parado en la puerta. Me esperaba
impaciente.
—Te he
estado buscando.
—Yo
también, Manolo; por todas partes.
—Regreso
al Perú —dijo, sonriente, y optimista. La sonrisa y el optimismo le quedaban
muy mal.
—Cómo, ¿y
las italianas?
—Déjate
de cojudeces, y dime cuánto vale un pasaje de regreso, en avión.
—Ni idea.
Ni la menor idea.
—Cómo,
¡pero si tú acabas de viajar!
—Gratis.
—¿Gratis?
—Tengo
una tía que es querida del gerente de una compañía de aviación.
—Guárdate
tus secretos.
—¿Por
qué, Manolo? —dije, cogiéndole el brazo, y mirándolo a la cara—. ¿Por qué? Es
una manera de tomar la vida: yo quería mucho a mi tía. Sin embargo, crecí para
darme cuenta que era poco menos que una puta. No lo callo. Por el contrario, lo
repito cada vez que puedo, y cada vez me da menos pena. Yo creo que ni me
importa. A eso le llamo yo exorcismo.
—Y
sacarle el pasaje gratis se llama inmundicia —agregó Manolo.
—Se llama
el colmo del exorcismo —dije, con tono burlón.
Lo estoy viendo; realmente es como si lo
estuviera viendo; allí está sentado, en el amplio comedor veraniego, de
espaldas a ese mar donde había rayas, tal vez tiburones. Yo estaba sentado al
frente suyo, en la misma mesa, y, sin embargo, me parece que lo estuviera
observando desde la puerta de ese comedor, de donde ya todos se habían
marchado, ya sólo quedábamos él y yo, habíamos llegado los últimos, habíamos
alcanzado con las justas el almuerzo. Esta vez me había traído; lo habían
mandado sólo por el fin de semana. Paracas no estaba tan lejos: estaría de
regreso a tiempo para el colegio, el lunes. Mi madre no había podido venir; por
eso me había traído. Me llevaba siempre a sus viajes cuando ella no podía
acompañarlo, y cuando podía volver a tiempo para el colegio. Yo escuchaba
cuando le decía a mamá que era una pena que no pudiera venir, la compañía le
pagaba la estadía, le pagaba hotel de lujo para dos personas. "Lo
llevaré", decía, refiriéndose a mí. Creo que yo le gustaba para esos
viajes.
Y a mí, ¡cómo me gustaban esos viajes! Esta
vez era a Paracas. Yo no conocía Paracas, y cuando mi padre empezó a arreglar
la maleta, el viernes por la noche, ya sabía que no dormiría muy bien esa
noche, y que me despertaría antes de sonar el despertador.
Partirnos ese sábado muy temprano, pero
tuvimos que perder mucho tiempo en la oficina, antes de entrar en la carretera
al sur. Parece que mi padre tenía todavía cosas que ver allí, tal vez recibir
las últimas instrucciones de su jefe. No sé; yo me quedé esperándolo afuera, en
el auto, y empecé a temer que llegaríamos mucho más tarde de lo que habíamos
calculado.
Una vez en la carretera, eran otras mis
preocupaciones. Mi padre manejaba, como siempre, despacísimo; más despacio de
lo que mamá le había pedido que manejara. Uno tras otro, los automóviles nos
iban dejando atrás, y yo no miraba a mi padre para que no se fuera a dar cuenta
de que eso me fastidiaba un poco, en realidad me avergonzaba bastante. Pero
nada había que hacer, y el viejo Pontiac, ya muy viejo el pobre, avanzaba
lentísimo, anchísimo, negro e inmenso, balanceándose como una lancha sobre la
carretera recién asfaltada.
A eso de la mitad del camino, mi padre
decidió encender la radio. Yo no sé qué le pasó; bueno, siempre sucedía lo
mismo, pero sólo probó una estación, estaba tocando una guaracha, y apagó
inmediatamente sin hacer ningún comentario. Me hubiera gustado escuchar un poco
de música, pero no le dije nada. Creo que por eso le gustaba llevarme en sus
viajes; yo no era un muchachillo preguntón; me gustaba ser dócil; estaba
consciente de mi docilidad. Pero eso sí, era muy observador.
Y por eso lo miraba de reojo, y ahora lo
estoy viendo manejar. Lo veo jalarse un poquito el pantalón desde las rodillas,
dejando aparecer las medias blancas impecables, mejores que las mías, porque yo
todavía soy un niño; blancas e impecables porque estamos yendo a Paracas, hotel
de lujo, lugar de veraneo, mucha plata y todas esas cosas. Su saco es el mismo
de todos los viajes fuera de Lima, gris, muy claro, sport; es norteamericano y
le va a durar toda la vida. El pantalón es gris, un poco más oscuro que el
saco, y la camisa es la camisa vieja más nueva del mundo; a mí nunca me va
durar una camisa como le duran a mi padre.
Y la boina; la boina es vasca; él dice que
es vasca de pura cepa. Es para los viajes; para el aire, para la calvicie.
Porque mi padre es calvo, calvísimo, y ahora que lo estoy viendo ya no es un
hombre alto. Ya aprendí que mi padre no es un hombre alto, sino más bien bajo.
Es bajo y muy flaco. Bajo, calvo y flaco, pero yo entonces tal vez no lo veía
aún así, ahora ya sé que sólo es el hombre más bueno de la tierra, dócil como
yo, en realidad se muere de miedo de sus jefes; esos jefes que lo quieren tanto
porque hace siete millones de años que no llega tarde ni se enferma ni falta a
la oficina; esos jefes que yo he visto cómo le dan palmazos en la espalda y se
pasan la vida felicitándolo en la puerta de la iglesia los domingos; pero a mí
hasta ahora no me saludan, y mi padre se pasa la vida diciéndole a mi madre, en
la puerta de la iglesia los domingos, que las mujeres de sus jefes son
distraídas o no la han visto, porque a mi madre tampoco la saludan, aunque a
él, a mi padre, no se olvidaron de mandarle sus saludos y felicitaciones cuando
cumplió un millón de años más sin enfermarse ni llegar tarde a la oficina, la
vez aquella en que trajo esas fotos en que, estoy seguro, un jefe acababa de
palmearle la espalda, y otro estaba a punto de palmeársela; y esa otra foto en
que ya los jefes se habían marchado del cocktail, pero habían asistido, te
decía mi padre, y volvía a mostrarte la primera fotografía.
Pero todo esto es ahora en que lo estoy
viendo, no entonces en que lo estaba mirando mientras llegábamos a Paracas en
el Pontiac. Yo me había olvidado un poco del Pontiac, pero las paredes blancas
del hotel me hicieron verlo negro, ya muy viejo el pobre, y tan ancho.
"Adónde va a caber esta mole", me preguntaba, y estoy seguro de que
mi padre se moría de miedo al ver esos carrazos, no lo digo por grandes, sino
por la pinta. Si les daba un topetón, entonces habría que ver de quién era ese
carrazo, porque mi padre era muy señor, y entonces aparecería el dueño,
veraneando en Paracas con sus amigos, y tal vez conocía a los jefes de mi
padre, había oído hablar de él "no ha pasado nada, Juanito" (así se
llamaba, se llama mi padre), y lo iban a llenar de palmazos en la espalda,
luego vendrían los aperitivos, y a mí no me iban a saludar, pero yo actuaría de
acuerdo a las circunstancias y de tal manera que mi padre no se diera cuenta de
que no me habían saludado. Era mejor que mi madre no hubiera venido.
Pero no pasó nada. Encontramos un sitio
anchísimo para el Pontiac negro, y al bajar, así sí que lo vi viejísimo. Ya
estábamos en el hotel de Paracas, hotel de lujo y todo lo demás. Un muchacho
vino hasta el carro por la maleta. Fue la primera persona que saludamos. Nos
llevó a la recepción y allí mi padre firmó los papeles de reglamento, y luego
preguntó si todavía podíamos "almorzar algo" (recuerdo que así dijo).
El hombre de la recepción, muy distinguido, mucho más alto que mi padre, le
respondió afirmativamente: "Claro que sí señor. El muchacho lo va a
acompañar hasta su "bungalow", para que usted pueda lavarse las
manos, si lo desea. Tiene usted tiempo, señor; el comedor cierra dentro de unos
minutos, y su ‘bungalow’ no está muy alejado." No sé si mi papá, pero yo
todo eso de ‘bungalow’ lo entendí muy bien, porque estudio en colegio inglés y
eso no lo debo olvidar en mi vida y cada vez que mi papá estalla, cada mil
años, luego nos invita al cine, grita que hace siete millones de años que
trabaja enfermo y sin llegar tarde para darle a sus hijos lo mejor, lo mismo
que a los hijos de sus jefes.
El muchacho que nos llevó hasta el
"bungalow" no se sonrió mucho cuando mi padre le dio la propina, pero
ya yo sabía que cuando se viaja con dinero de la compañía no se puede andar
derrochando, si no, pobres jefes, nunca ganarían un céntimo y la compañía
quebraría en la mente respetuosa de mi padre, que se estaba lavando las manos
mientras yo abría la maleta y sacaba alborotado mi ropa de baño. Fue entonces que
me enteré, él me lo dijo, que nada de acercarme al mar, que estaba plagado de
rayas, hasta había tiburones. Corrí a lavarme las manos, por eso de que dentro
de unos minutos cierran el comedor, y dejé mi ropa de baño tirada sobre la
cama. Cerramos la puerta del "bungalow" y fuimos avanzando hacia el
comedor. Mi padre también, aunque menos, creo que era observador; me señaló la
piscina, tal vez por eso de la ropa de baño. Era hermoso Paracas; tenía de
desierto, de oasis, de balneario; arena, palmeras, flores, veredas y caminos
por donde chicas que yo no me atrevía a mirar, pocas ya, las últimas, las más
atrasadas, se iban perezosas a dormir esa siesta de quien ya se acostumbró al
hotel de lujo. Tímidos y curiosos, mi padre y yo entramos al comedor.
Y es allí, sentado de espaldas al mar, a
las rayas y a los tiburones, es allí donde lo estoy viendo, como si yo
estuviera en la puerta del comedor, y es que en realidad yo también me estoy
viendo sentado allí, en la misma mesa, cara a cara a mi padre y esperando al mozo
ese, que a duras penas contestó a nuestro saludo, que había ido a traer el menú
(mi padre pidió la carta y él dijo que iba por el menú) y que según papá
debería habernos cambiado de mantel, pero era mejor no decir nada porque, a
pesar de que ése era un hotel de lujo, habíamos llegado con las justas para
almorzar. Yo casi vuelvo a saludar al mozo cuando regresó y le entregó el menú
a mi padre que entró en dificultades y pidió, finalmente, corvina a la no sé
cuántos, porque el mozo ya llevaba horas esperando. Se largó con el pedido y mi
padre, sonriéndome, puso la carta sobre la mesa, de tal manera que yo podía
leer los nombres de algunos platos, un montón de nombres franceses en realidad,
y entonces pensé, aliviándome, que algo terrible hubiera podido pasar, como
aquella vez en ese restaurante de tipo moderno, con un menú que parecía para
norteamericanos, cuando mi padre me pasó la carta para que yo pidiera, y empezó
a contarle al mozo que él no sabía inglés, pero que a su hijo lo estaba
educando en colegio inglés, a sus otros hijos también, costara lo que costara,
y el mozo no le prestaba ninguna atención, y movía la pierna porque ya se
quería largar.
Fue entonces que mi padre estuvo realmente
triunfal. Mientras el mozo venía con las corvinas a la no sé cuántos, mi padre
empezó a hablar de darnos un lujo, de que el ambiente lo pedía, y de que la
compañía no iba a quebrar si él pedía una botellita de vino blanco para
acompañar esas corvinas. Decía que esa noche a las siete era la reunión con
esos agricultores, y que le comprarían los tractores que le habían encargado
vender; él nunca le había fallado a la compañía. En ésas estaba cuando el mozo
apareció complicándose la vida en cargar los platos de la manera más difícil,
eso parecía un circo, y mi padre lo miraba como si fuera a aplaudir, pero
gracias a Dios reaccionó y tomó una actitud bastante forzada, aunque digna,
cuando el mozo jugaba a casi tiramos los platos por la cara, en realidad era
que los estaba poniendo elegantemente sobre la mesa y que nosotros no estábamos
acostumbrados a tanta cosa. "Un blanco no sé cuántos", dijo mi padre.
Yo casi lo abrazo por esa palabra en francés que acababa de pronunciar, esa
marca de vino, ni siquiera había pedido la carta para consultar, no, nada de
eso; lo había pedido así no más, triunfal, conocedor, y el mozo no tuvo más
remedio que tomar nota y largarse a buscar.
Todo marchaba perfecto. Nos habían traído
el vino y ahora recuerdo ese momento de feliz equilibrio: mi padre sentado de
espaldas al mar, no era que el comedor estuviera al borde del mar, pero el muro
que sostenía esos ventanales me impedía ver la piscina y la playa, y ahora lo
que estoy viendo es la cabeza, la cara de mi padre, sus hombros, el mar allá
atrás, azul en ese día de sol, las palmeras por aquí y por allá, la mano
delgada y fina de mi padre sobre la botella fresca de vino, sirviéndome media
copa, llenando su copa, "bebe despacio, hijo", ya algo quemado por el
sol, listo a acceder, extrañando a mi madre, buenísimo, y yo ahí, casi chorreándome
con el jugo ese que bañaba la corvina, hasta que vi a Jimmy. Me chorreé cuando
lo vi. Nunca sabré por qué me dio miedo verlo. Pronto lo supe.
Me sonreía desde la puerta del comedor, y
yo lo saludé, mirando luego a mi padre para explicarle quién era, que estaba en
mi clase, etc.; pero mi padre, al escuchar su apellido, volteó a mirarlo
sonriente, me dijo que lo llamara, y mientras cruzaba el comedor, que conocía a
su padre, amigo de sus jefes, uno de los directores de la compañía, muchas
tierras en esa región...
—Jimmy, papá. —Y se dieron la mano.
—Siéntate, muchacho —dijo mi padre, y ahora
recién me saludó a mí.
Era muy bello; Jimmy era de una belleza
extraordinaria: rubio, el pelo en anillos de oro, los ojos azules achinados, y
esa piel bronceada, bronceada todo el año, invierno y verano, tal vez porque
venía siempre a Paracas. No bien se había sentado, noté algo que me pareció
extraño: el mismo mozo que nos odiaba a mi padre y a mí, se acercaba ahora
sonriente, servicial, humilde, y saludaba a Jimmy con todo respeto; pero éste,
a duras penas le contestó con una mueca. Y el mozo no se iba, seguía ahí,
parado, esperando órdenes, buscándolas, yo casi le pido a Jimmy que lo mandara
matarse. De los cuatro que estábamos ahí, Jimmy era el único sereno.
Y ahí empezó la cosa. Estoy viendo a mi
padre ofrecerle a Jimmy un poquito de vino en una copa. Ahí empezó mi terror.
—No, gracias —dijo Jimmy—. Tomé vino con el
almuerzo. —Y sin mirar al mozo, le pidió un whisky.
Miré a mi padre: los ojos fijos en el
plato, sonreía y se atragantaba un bocado de corvina que podía tener millones
de espinas. Mi padre no impidió que Jimmy pidiera ese whisky, y ahí venía el
mozo casi bailando con el vaso en una bandeja de plata, había que verlo
sonreírse al hijo de puta. Y luego Jimmy sacó un paquete de Chesterfield, lo
puso sobre la mesa, encendió uno, y sopló todo el humo sobre la calva de mi
padre, claro que no lo hizo por mal, lo hizo simplemente, y luego continuó
bellísimo, sonriente, mirando hacia el mar, pero mi padre ni yo queríamos ya postres.
—¿Desde cuándo fumas? —le preguntó mi
padre, con voz temblorosa.
—No sé; no me acuerdo —dijo Jimmy,
ofreciéndome un cigarrillo.
—No, no, Jimmy; no...
—Fuma no más, hijito; no desprecies a tu
amigo.
Estoy viendo a mi padre decir esas
palabras, y luego recoger una servilleta que no se le había caído, casi recoge
el pie del mozo que seguía ahí parado. Jimmy y yo fumábamos, mientras mi padre
nos contaba que a él nunca le había atraído eso de fumar, y luego de una
afección a los bronquios que tuvo no sé cuándo, pero Jimmy empezó a hablar de
automóviles, mientras yo observaba la ropa que llevaba puesta, parecía toda de
seda, y la camisa de mi padre empezó a envejecer lastimosamente, ni su saco
norteamericano le iba a durar toda la vida.
—¿Tú manejas, Jimmy? —preguntó mi padre.
—Hace tiempo. Ahora estoy en el carro de mi
hermana; el otro día estrellé mi carro, pero ya le va a llegar otro a mi papá.
En la hacienda tenemos varios carros.
Y yo muerto de miedo, pensando en el
Pontiac; tal vez Jimmy se iba a enterar que ése era el de mi padre, se iba a
burlar tal vez, lo iba a ver más viejo, más ancho, más feo que yo. "¿Para
qué vinimos aquí?" Estaba recordando la compra del Pontiac, a mi padre
convenciendo a mamá, "un pequeño sacrificio", y luego también los
sábados por la tarde, cuando lo lavábamos, asunto de familia, todos los
hermanos con latas de agua, mi padre con la manguera, mi madre en el balcón,
nosotros locos por subir, por coger el timón, y mi padre autoritario:
"Cuando sean grandes, cuando tengan brevete", y luego, sentimental:
"Me ha costado años de esfuerzo".
—¿Tienes brevete, Jimmy?
—No; no importa; aquí todos me conocen.
Y entonces fue que mi padre le preguntó que
cuántos años tenía y fingió creerle cuando dijo que dieciséis, y yo también,
casi le digo que era un mentiroso, pero para qué, todo el mundo sabía que Jimmy
estaba en mi clase y que yo no había cumplido aún los catorce años.
—Manolo se va conmigo —dijo Jimmy; vamos a
pasear en el carro de mi hermana.
Y mi padre cedió una vez más, nuevamente sonrió,
y le encargó a Jimmy saludar a su padre.
—Son casi las cuatro —dijo—, voy a
descansar un poco, porque a las siete tengo una reunión de negocios. —Se
despidió de Jimmy, y se marchó sin decirme a qué hora debía regresar, yo casi
le digo que no se preocupara, que no nos íbamos a estrellar.
Jimmy no me preguntó cuál era mi carro. No
tuve por qué decirle que el Pontiac ese negro, el único que había ahí, era el
carro de mi padre. Ahora sí se lo diría y luego, cuando se riera
sarcásticamente le escupiría en la cara, aunque todos esos mozos que lo habían
saludado mientras salíamos, todos esos que a mí no me hacían caso, se me
vinieran encima a matarme por haber ensuciado esa maravillosa cara de monedita
de oro, esas manos de primera enamorada que estaban abriendo la puerta de un
carro de jefe de mi padre.
A un millón de kilómetros por hora,
estuvimos en Pisco, y allí Jimmy casi atropella a una mujer en la Plaza de Armas; a no sé
cuántos millones de kilómetros por hora, con una cuarta velocidad especial,
estuvimos en una de sus haciendas, y allí Jimmy tomó una Coca-Cola, le pellizcó
la nalga a una prima y no me presentó a sus hermanas; a no sé cuántos miles de
millones de kilómetros por hora, estuvimos camino de Ica, y por allí Jimmy me
mostró el lugar en que había estrellado su carro, carro de mierda ese, dijo, no
servía para nada.
Eran las nueve de la noche cuando
regresamos a Paracas. No sé cómo, pero Jimmy me llevó hasta una salita en que
estaba mi padre bebiendo con un montón de hombres. Ahí estaba sentado, la cara
satisfecha, ya yo sabía que haría muy bien su trabajo. Todos esos hombres
conocían a Jimmy; eran agricultores de por ahí, y acababan de comprar los
tractores de la compañía. Algunos le tocaban el pelo a Jimmy y otros se
dedicaban al whisky que mi padre estaba invitando en nombre de la compañía. En
ese momento mi padre empezó a contar un chiste, pero Jimmy lo interrumpió para
decirle que me invitaba a comer. "Bien, bien; dijo mi padre. Vayan
nomás."
Y esa noche bebí los primeros whiskies de
mi vida, la primera copa llena de vino de mi vida, en una mesa impecable, con
un mozo que bailaba sonriente y constante alrededor de nosotros. Todo el mundo
andaba elegantísimo en ese comedor lleno de luces y de carcajadas de mujeres
muy bonitas, hombres grandes y colorados que deslizaban sus manos sobre los
anillos de oro de Jimmy, cuando pasaban hacia sus mesas. Fue entonces que me
pareció escuchar el final del chiste que había estado contando mi padre, le
puse cara de malo, y como que lo encerré en su salita con esos burdos
agricultores que venían a comprar su primer tractor. Luego, esto sí que es
extraño, me deslicé hasta muy adentro en el mar, y desde allí empecé a verme
navegando en un comedor en fiesta, mientras un mozo me servía arrodillado una copa
de champagne, bajo la mirada achinada y azul de Jimmy.
Yo no le entendía muy bien al principio; en
realidad no sabía de qué estaba hablando, ni qué quería decir con todo eso de
la ropa interior. Todavía lo estaba viendo firmar la cuenta; garabatear su nombre
sobre una cifra monstruosa y luego invitarme a pasear por la playa.
"Vamos", me había dicho, y yo lo estaba siguiendo a lo largo del
malecón oscuro, sin entender muy bien todo eso de la ropa interior. Pero Jimmy
insistía, volvía a preguntarme qué calzoncillos usaba yo, y añadía que los
suyos eran así y asá hasta que nos sentamos en esas escaleras que daban a la
arena y al mar. Las olas reventaban muy cerca y Jimmy estaba ahora hablando de
órganos genitales, órganos genitales masculinos solamente, y yo, sentado a su
lado, escuchándolo sin saber qué responder, tratando de ver las rayas y los
tiburones de que hablaba mi padre, y de pronto corriendo hacia ellos porque
Jimmy acababa de ponerme una mano sobre la pierna. "¿Cómo la tienes,
Manolo?" dijo, y salí disparado.
Estoy viendo a Jimmy alejarse
tranquilamente; regresar hacia la luz del comedor y desaparecer al cabo de unos
instantes. Desde el borde del mar, con los pies húmedos, miraba hacia el hotel
lleno de luces y hacia la hilera de "bungalows", entre los cuales
estaba el mío. Pensé en regresar corriendo, pero luego me convencí de que era
una tontería, de que ya nada pasaría esa noche. Lo terrible sería que Jimmy
continuara por allí, al día siguiente, pero por el momento, nada; sólo volver y
acostarme.
Me acercaba al "bungalow" y
escuché una carcajada extraña. Mi padre estaba con alguien. Un hombre inmenso y
rubio zamaqueaba el brazo de mi padre, lo felicitaba, le decía algo de
eficiencia, y izas! le dio el palmazo en el hombro. "Buenas noches,
Juanito", le dijo. "Buenas noches, don Jaime", y en ese instante
me vio.
—Mírelo; ahí está. ¿Dónde está Jimmy,
Manolo?
—Se fue hace un rato, papá.
—Saluda al padre de Jimmy.
—¿Cómo estás muchacho? O sea que Jimmy se
fue hace rato; bueno, ya aparecerá. Estaba felicitando a tu padre; ojalá tú
salgas a él. Lo he acompañado hasta su "bungalow".
—Don Jaime es muy amable.
—Bueno, Juanito, buenas noches. —Y se
marchó, inmenso.
Cerramos la puerta del "bungalow"
detrás nuestro. Los dos habíamos bebido, él más que yo, y estábamos listos para
la cama. Ahí estaba todavía mi ropa de baño, y mi padre me dijo que mañana por
la mañana podría bañarme. Luego me preguntó que si había pasado un buen día,
que si Jimmy era mi amigo en el colegio, y que si mañana lo iba a ver; y yo a
todo: "Sí, papá, sí papá", hasta que apagó la luz y se metió en la
cama, mientras yo, ya acostado, buscaba un dolor de estómago para quedarme en
cama mañana, y pensé que ya se había dormido. Pero no. Mi padre me dijo, en la
oscuridad, que el nombre de la compañía había quedado muy bien, que él había
hecho un buen trabajo, estaba contento mi padre. Más tarde volvió a hablarme;
me dijo que don Jaime había estado muy amable en acompañarlo hasta la puerta
del "bungalow" y que era todo un señor. Y como dos horas más tarde,
me preguntó: "Manolo, ¿qué quiere decir ‘bungalow’ en castellano?"
Esperaba
impaciente y nervioso la hora de la cita. Encerrado en su dormitorio, contaba
los minutos que faltaban para las dos de la tarde. Por momentos se sentaba sobre
la cama, por momentos se acercaba a la ventana, miraba hacia el jardín de
enfrente. Miraba también hacia ambos lados de la calle, pero Miguel no aparecía
aún. Miguel era el jardinero de muchos jardines en ese barrio. «Un artista»,
pensaba Manolo, mirando hacia el jardín de la casa de enfrente.
«Si no se
atrasa, llegará dentro de un cuarto de hora», pensó. Estaba nuevamente sentado
sobre su cama, y pensaba que aquel negocio sería cosa de unos minutos. Luego, a
Lima. De frente a Lima, y hasta esa tienda, hasta esa vidriera. Aquel saco de
corduroy marrón parecía esperarlo ya demasiado tiempo. Hacía tres semanas que
lo habían puesto en exhibición, y era un riesgo dejar pasar un día más: alguien
podía anticipársele. Manolo sentía que el sastre lo había cortado para él; a su
medida. Ese saco de corduroy marrón era suyo; suyo desde que decidió vender su
bicicleta para obtener dinero. No quería ni un real más (Miguel era su amigo),
pero tampoco podía aceptar un real menos, y temblaba al pensar que Miguel no tardaría
en llegar.
Hacía
años que se conocían. Cuando la familia de Manolo vino a vivir a ese barrio, ya
Miguel se encargaba de muchos jardines. Lo veía trabajar cuando regresaba del
colegio, pero no recordaba bien cómo habían empezado a hablar. Recordaba, eso
sí, cómo le enseñaba a manejar unas viejas tijeras para podar, en cuyas asas de
madera, el uso parecía haber grabado la forma de sus manos. Recordaba, también,
que no le permitía jugar con la máquina para cortar el pasto: «Es muy
peligroso, le decía. Cuando seas más grande.» Miguel le llamaba Manolo. Manolo,
al comienzo, le decía «Maestro», pero luego también empezó a llamarlo por su
nombre.
Jugaban
al fútbol, por las tardes, cuando Manolo regresaba del colegio. Venían,
también, dos mayordomos de casas vecinas, y algunos muchachos del barrio con
sus amigos. Cuando no eran suficientes para un «partidito», jugaban a «ataque y
defensa». La pelota era de Manolo. Jamás formaron un club, ni siquiera pensaron
en ello, pero durante años fueron los mismos los que se reunieron para el
partido. A veces, pasaban por allí grupos de muchachos extraños al barrio, y
entonces era «nosotros contra ustedes». Al comienzo, Manolo tuvo alguna
dificultad para ponerse al día en cuestión lisuras, pero con el tiempo, las
usaba hasta por gusto. Miguel lo escuchaba sonriente: «Tu mamá nos va a echar
la culpa», decía, sin darle mayor importancia al asunto.
Un día,
Manolo regresó del colegio, y como de costumbre, encontró a todo el equipo
esperándolo en la puerta de su casa. «Hoy no puedo jugar les dijo. Voy al cine
con unos amigos.» Lo miraron desconcertados. «No se vayan. Voy a sacar la
pelota. Jueguen ustedes.». Aquel día, Miguel y los demás pelotearon un rato,
hasta que lo vieron partir al cine. Luego, devolvieron el balón, y se marcharon.
Los días
llegaron en que Manolo se reunía a menudo con sus amigos del colegio. Miguel,
por su parte, tenía más jardines que cuidar, y los partidos callejeros eran
menos y menos frecuentes. Rara vez estaba el equipo completo, aunque Miguel no
faltaba nunca cuando había partido. Parecía adivinar los días en que Manolo
podía jugar. Pero un día pasó por el barrio una patota de palomillas de todas
las edades, y el desafío se produjo. Manolo, Miguel y los suyos, tomaron las
cosas como si hasta ese día, y desde que empezaron a jugar, se hubieran estado
entrenando para esa ocasión. Se jugaba fuerte. Demasiado fuerte. Las lisuras
resonaban en las casas vecinas hasta que Manolo rodó por tierra, cogiéndose la
pierna con un gesto terrible de dolor. Alcanzó, sin embargo, a ver cómo Miguel
se abalanzaba furioso contra el que lo había pateado. Luego, todo fue una
gresca, una pelea callejera, que él contemplaba sin poder intervenir. No
olvidaría el rostro de Miguel bañado en sangre, ni olvidaría tampoco cómo la
gente salía de sus casas, mientras los palomillas huían despavoridos. Poco
tiempo después, dejaron de jugar. Manolo salía casi a diario con sus amigos del
colegio, y ya nadie venía a esperarlo. Un día, la pelota amaneció
desinflada, y nadie se encargó de repararla.
Miguel no
venía a verlo. Por ahí decían que tenía demasiado trabajo, y que necesitaba una
bicicleta para desplazarse de un jardín a otro. Manolo lo recordaba siempre, y
a veces, cuando caminaba por el barrio, lo veía regando un jardín o podando
plantas. «Miguel», le decía y éste volteaba sonriente, pero ya nunca lo llamaba
por su nombre: «Trabajando, trabajando», le respondía. Una tarde Manolo escuchó
que le decía: «Trabajando, niño», como si ya no se atreviera a llamarlo Manolo,
como si el «usted» no viniera al caso, y como si se tratara de detenerlo en la
época en que jugaban al fútbol juntos.
«Miguel»,
pensaba Manolo, mientras comprobaba que eran las dos de la tarde. Miraba hacia
el jardín de enfrente, y le parecía ver a Miguel en cuclillas, regando cuidadosamente
una planta. Le parecía verlo vestido siempre con un comando color kaki, con el
cuello abierto, y el rostro color tierra seca. Recordaba sus cabellos, negros,
brillantes y lacios, perfectamente peinados como actor de cine mejicano. Nunca
se puso otra ropa, nunca dejó de tener el cuello abierto, nunca estuvo
despeinado. A veces, cuando hacía calor, dejaba caer el agua fresca de la
manguera sobre su cabeza y sobre la nuca. Inmediatamente después, sacaba un
peine de bolsillo posterior del pantalón, y se peinaba nuevamente sin secarse.
Estaba
mirando hacia el jardín de enfrente, cuando escuchó el timbre. Miró hacia
abajo: Miguel, perfectamente peinado como un actor mejicano, llevaba puesta una
corbata color kaki. «El saco de corduroy», pensó Manolo, y corrió con dirección
a la escalera. «Y si quiere pagarme menos.»
Estaban
en el garaje de la casa y Manolo tenía la bicicleta cogida por el timón,
mientras Miguel, en cuclillas, la examinaba detenidamente. Se habían saludado
dándose la mano, pero desde entonces, habían permanecido en un silencio que
empezaba a ser demasiado largo.
—¿Qué te
parece, Miguel?
—Está
bien, niño.
—Está
recién pintada, y las llantas son nuevas —se atrevió a decir Manolo.
—Está
bien, niño —dijo Miguel, permaneciendo en cuclillas, y sin alzar la cabeza.
Manolo lo
observaba: sus cabellos negros y brillantes estaban perfectamente bien
peinados. Sabía que le sería imposible regatear, y que aceptaría cualquier suma
de dinero, aunque no fuese lo suficiente para el saco de corduroy. Sólo le
interesaba terminar con el asunto lo más rápido posible. Estaba en un aprieto,
pero Miguel no parecía darse cuenta de ello: continuaba examinando
detenidamente la bicicleta.
—Sabes,
niño —dijo—, a mí me va a servir para trabajar.
—Todos
dicen que está como nueva, Miguel.
—Está
bien, niño —asintió. Continuaba en cuclillas, y hablaba sin alzar la mirada—.
¿El precio?
—Doscientos
cincuenta soles —dijo Manolo, con voz temblorosa. «Se la regalaría», pensó pero
sabía que luego sería imposible comprar el saco de corduroy.
Miguel se
incorporó. Nada en su rostro indicaba si estaba o no de acuerdo con el precio.
Permanecía mudo. Miraba, ahora, hacia el techo, y Manolo sentía que eso ya no
podía durar un minuto más.
—Está
bien —dijo Miguel. Introdujo la mano en el bolsillo posterior del pantalón,
sacó una viejísima billetera negra. Al hacerlo, dejó caer su peine sobre el
suelo, y Manolo se agachó instintivamente para recogerlo.
—Gracias
—dijo Miguel, mientras recibía con una mano el peine, y entregaba el dinero con
la otra.—. Gracias niño.
—Ya me
estaba cansando de tanto caminar.
No
encontraban las palabras necesarias para concluir. Era Miguel, ahora, quien
tenía la bicicleta cogida por el timón, mientras Manolo buscaba alguna fórmula
para liquidar el asunto. Fue en ese momento que ambos miraron hacia el mismo
rincón, y que sus ojos coincidieron sobre una vieja pelota de fútbol,
desinflada y polvorienta. Manolo se lanzó sobre la puerta del garaje,
abriéndola para que Miguel saliera por allí. Sus ojos se encontraron un instante,
pero luego, cuando se despidieron, uno miraba a la bicicleta, y el otro hacia
la calle. «Y ahora, a Lima», pensó Manolo, y esa misma tarde compró el saco de
corduroy marrón.
Sábado en
el espejo de su dormitorio. Sábado en su mente, y sábado en su programa para
esa tarde. El espejo le mostraba qué bien le quedaban su saco de corduroy
marrón, su pantalón de franela gris, su camisa color verde oscuro, y su pañuelo
guinda en el cuello (él creía que era de seda). Alguien diría que era demasiado
para sus catorce años, pero no era suficiente para su felicidad.
—¡Manolo!
—llamó su madre—. Tus amigos te esperan en la puerta.
—¡Ya voy!
—gritó, mientras se despedía de Manolo en el espejo. Corrió hasta la escalera,
y bajó velozmente hasta la puerta de calle.
Sus
amigos lo esperaban impacientes. De pronto, la puerta se abrió, y apareció para
ellos Manolo, con su confianza en el saco de corduroy marrón, y su sonrisa de
colegial en sábado.
—Apúrate
—dijo uno de los amigos.
—Kermesse
en el Raimondi —añadió otro.
—Irán
también chicocas del Belén. Apúrate.
Sábado.
(Con las piernas, pero también con la imaginación)
Todo era
un día cualquiera de clases, cuando el hermano Tomás decidió hacer el anuncio:
«El sábado haremos una excursión en bicicleta, a Chaclacayo». Más de treinta
voces lo interrumpieron, gritando: «Rah». «¡Silencio! Aún no he terminado de
hablar: dormiremos en nuestra residencia de Chaclacayo, y el domingo
regresaremos a Lima. Habrá un ómnibus del colegio, para los que prefieran
regresar en él. ¡Silencio! Los que quieran participar, pueden inscribirse hasta
el día jueves.» Era lunes. Lunes por la tarde, y no se hace un anuncio tan
importante en plena clase de geografía. «¡Silencio!, continúo dictando, la
meseta del Collao es... ¡Silencio!»
Era
martes, y alumnos de trece años venían al colegio con el permiso para ir al
paseo, o sin el permiso para ir al paseo. Algunos llegaban muy nerviosos: «Mi
padre dice que si mejoro en inglés, iré. Si no, no». «Eso es chantaje.» El
hermano Tomás se paseaba con la lista en el bolsillo, y la sacaba cada vez que
un alumno se le acercaba para decirle: «Hermano, tengo permiso. Tengo permiso,
hermano».
Miércoles.
«Mañana se cierran las inscripciones.» El amigo con permiso empieza a
inquietarse por el amigo sin permiso. Era uno de esos momentos en que se
escapan los pequeños secretos: «Mi madre dice que ella va a hablar con mi papá,
pero ella también le tiene miedo. Si mi papá está de buen humor... Todo depende
del humor de mi papá». (Es preciso ampliar, e imaginarse toda una educación que
dependa «del humor de papá»). Miércoles por la tarde. El enemigo con permiso
empieza a mirar burlonamente al enemigo sin permiso: «Yo iré. Él no». Y la
mirada burlona y triunfal. Miércoles por la noche: la última oportunidad. Alumnos
de trece años han descubierto el teléfono: sirve para comunicar la angustia, la
alegría, la tristeza, el miedo, la amistad. El colegio en la línea telefónica.
El colegio fuera del colegio. Después del colegio. El colegio en todas partes.
—¿Aló?
—Juan?
—He
mejorado en inglés.
—Irás,
Juan. Iremos juntos. Tu papá dirá que sí. Le diré a mi papá que hable con el
tuyo. Iremos juntos.
—Sí.
Juntos.
—Yo
siempre le hablo a mis padres de ti. Ellos saben que eres mi mejor amigo —un
breve silencio después de estas palabras. Ruborizados, cada uno frente a su
teléfono, Juan y Pepe empezaban a darse cuenta de muchas cosas. ¿Hasta qué
punto esa posible separación los había unido? ¿Por qué esas palabras: «Mi mejor
amigo»? La angustia y el teléfono.
—Mi padre
llegará a las ocho.
—Te
vuelvo a llamar. Chao.
Miércoles,
aún, por la noche. Alegría y permiso. Tristeza porque no tiene permiso.
Angustia. Angustia terrible porque quiere ir, y su padre aún no lo ha decidido.
—¿Aló?
—¿Octavio?
No, Octavio. No me dejan ir.
«Yo
también me quedo. Tengo permiso, pero no iré...», pensó Octavio.
—Si
prefieres mi bicicleta, puedes usarla.
—Usaré la
mía —fue todo lo que se atrevió a decir.
—Chao.
Jueves.
Van a cerrar las inscripciones. Tres nombres más en la lista. Las inscripciones
se han cerrado. Nueve no van. Van veinticinco. El hermano Tomás, ayudado por un
alumno de quinto de media, tendrá a su cargo la excursión. «¡Rah!» El hermano Tomás
es buena gente. Instrucciones: un buen desayuno, al levantarse. Reunión en el
colegio a las ocho de la mañana. Llevar el menor peso posible. Llevar una
cantimplora con jugo de frutas para el camino. Llegaremos a Chaclacayo a la
hora del almuerzo. «¡Rah!»
Jueves:
aún. Ya no se habla de permisos. Todo aquello pertenece al pasado, y son los
preparativos los que cuentan ahora. «Afilar las máquinas.» Alumnos de trece
años consultan y cambian ideas. Piensan y deciden. Se unen formando grupos, y
formando grupos se desunen. «Tengo dos cantimploras: te presto una.» Pero,
también: «Mi bicicleta es mejor que la tuya. Con ésa no llegas ni a la
esquina». Víctor ha traído un mapa del camino. ¡Viva la geografía!
Pero es
jueves aún. Todo está decidido. Las horas duran como días. Jueves separado del
sábado por un inmenso viernes. Un inmenso viernes cargado de horas y minutos.
Cargado de horas y minutos que van a pasar lentos como una procesión. En sus
casas, veinticinco excursionistas, con las manos sucias, dejan caer gotas de
aceite sobre las cadenas de sus bicicletas. Las llantas están bien infladas. El
inflador, en su lugar.
Viernes
en el timbre del reloj despertador: unas sábanas muy arrugadas, saliva en la
almohada, y una parte de la frazada en el suelo, indican que anoche no se ha
dormido tranquilamente. Se busca nuevamente la almohada y su calor, pero se
termina de pie, frente a un lavatorio. Agua fresca y jabón: «Hoy es viernes».
Una mirada en el espejo: «La excursión». El tiempo se detiene, pesadamente.
Viernes
en el colegio. Este viernes se llama vísperas. Imposible dictar clase en esa
clase. El hermano Tomás lo sabe, pero actúa como si no lo supiera. «La
disciplina», piensa, pero comprende y no castiga. Hacia el mediodía, ya nadie
atiende. Nadie presta atención. Los profesores hablan, y sus palabras se las
lleva el viento. El reloj, en la pared de la clase, es una tortura. El reloj,
en la muñeca de algunos alumnos, es una verdadera tortura. Un profesor impone
silencio, pero inmediatamente empiezan a circular papelitos que hablan en
silencio: «Voy a sacarle los guardabarros a mi bicicleta para que pese menos».
Otro papelito: «Ya se los saqué. Queda bestial».
Todo está
listo, pero recién es viernes por la tarde. Imposible dictar clase en esa
clase. El hermano Tomás lo sabe, pero actúa como si no lo supiera. Las horas se
dividen en minutos; los minutos, en segundos. Los segundos se niegan a pasar.
¡Maldito viernes! Esta noche se dormirá con la cantimplora al lado, como los
soldados con sus armas, listos para la campaña. Pero aún estamos en clase.
¡Viernes de mierda! Barullo e inquietud en esa clase. El hermano Tomás se ha contagiado.
El hermano Tomás es buena gente y ha sonreído. ¡Al diablo con los cursos! «Aquí
hay un mapa.» El hermano Tomás sonríe. Habla, ahora del itinerario: «Saldremos
hacia la carretera por este camino...».
Suena el
despertador, y muchos corren desde el baño para apagarlo. ¡Sábado! El desayuno
en la mesa, jugo de frutas en la cantimplora, y la bicicleta esperando. Hoy
todo se hace a la carrera. «Adiós.»
Veinticinco
muchachos de trece años. Veinticinco bicicletas. De hermano, el hermano Tomás
sólo tiene el pantalón negro: camisa sport verde, casaca color marrón, y pelos
en el pecho. El hermano Tomás es joven y fuerte. «Es un hombre.» Veintiséis
bicicletas con la suya. Veintisiete con la de Martínez, alumno del quinto año
de media que también parte. «Ocho de la mañana. ¿Estamos todos? Vamos.»
Cinco
minutos para llegar hasta la avenida Petit Thouars. Por Petit Thouars, desde
Miraflores hasta la prolongación Javier Prado Este. Luego, rumbo a la Panamericana Sur
y hacia el camino que lleva a la
Molina. Por el camino de la Molina, hasta la carretera central, hasta
Chaclacayo. Más de treinta kilómetros, en subida. «Allá vamos.»
Una
semana había pasado desde aquel día. Desde aquel sábado terrible para Manolo...
Aquel sábado en que todo lo abandonó, en que todo lo traicionó. El profesor de
castellano les había pedido que redactaran una composición: «Un paseo a
Chaclacayo», pero él no presentó ese tema. Manolo se esforzaba por pensar en
otra cosa. Imposible: no se olvida en una semana lo que tal vez no se olvidará jamás.
Se veía
en el camino: las bicicletas avanzaban por la avenida Petit Thouars, cuando
notó que le costaba trabajo mantenerse entre los primeros. Empezaba a dejarse
pasar, aunque le parecía que pedaleaba siempre con la misma intensidad.
Llegaron a la prolongación Javier Prado Este, y el hermano Tomás ordenó
detenerse: «Traten de no separarse», dijo. Manolo miraba hacia las casas y
hacia los árboles. No quería pensar. Partieron nuevamente con dirección a la Panamericana Sur.
Pedaleaba. Contaba las fachadas de las casas: «Ésta debe tener unos cuarenta
metros de frente. Ésta es más ancha todavía». Pedaleaba. «Estoy a unos
cincuenta metros de los primeros.» Pero los de atrás eran cada vez menos. «Las
casas.» Le fastidió una voz que decía: «Apúrate, Manolo», mientras lo pasaba.
Sentía la cara hirviendo, y las manos heladas sobre el timón. Lo pasaron
nuevamente. Miró hacia atrás: nadie. Los primeros estarían unos cien metros
adelante. Más de cien metros. Miró hacia el suelo: el cemento de la pista le
parecía demasiado áspero y duro. Presionaba los pedales con fuerza, pero éstos
parecían negarse a bajar. Miró hacia adelante: los primeros empezaban a
desaparecer: «Algunos se han detenido en un semáforo». Pedaleaba con fuerza y
sin fuerza; con fuerza y sin ritmo. «Mi oportunidad.» Se acercaba al grupo que
continuaba detenido en el semáforo. «El hermano Tomás.» Pedaleaba. «Luz verde. ¡Mierda!»
Partieron, pero el hermano Tomás continuaba detenido. Lo estaba esperando.
—¿Qué
pasa, Manolo?
—Nada,
hermano —pero su cara decía lo contrario.
—Creo que
sería mejor que regresaras.
—No,
hermano. Estoy bien —pero el tono de su voz indicaba lo contrario.
—Regresa.
No llegarás nunca.
—Hermano...
—No puedo
detenerme por uno. Tengo que vigilar a los que van delante. Regresa. Vamos, quiero
verte regresar.
Manolo
dio media vuelta a su bicicleta, y empezó a pedalear en la dirección contraria.
Pedaleaba lentamente. «Ya debe haberse alejado. No me verá.» Había tomado una
decisión: llegar a Chaclacayo. «Aunque sea de noche.» Cambió nuevamente de
rumbo. Pedaleaba. «Ya me las arreglaré con el hermano Tomás; también con los de
la clase.» Se sentía bastante mejor, y le parecía que solo estaría más
tranquilo. Además, podría detenerse cuando quisiera. Pedaleaba, y las casas
empezaban a quedarse atrás. Cada vez había menos casas. «Jardines. Terrenos.
Una granja.» El camino empezaba a convertirse en carretera para Manolo.
Carretera con camiones en la carretera. «Interprovinciales.» Pedaleaba, y un
carro lo pasó veloz. «Carreteras.» Pedaleaba. Alzó la mirada: «Estoy solo».
Estaba en
el camino de la Molina.
«Es por aquí.» Lo había recorrido en automóvil. No se perdería. Perderse no era
el problema. «Mis piernas», pero trataba de no pensar. A ambos lados de la
pista, los campos de algodón le parecían demasiado grandes. Miraba también
algunos avisos pintados en ¡os muros que encerraban los cultivos:
«Champagne Poblete». Los leía en voz alta. «¿Cuántos avisos faltarán para
llegar a Chaclacayo?» Pedaleaba. «El Perú es uno de los primeros productores de
algodón en el mundo. Egipto. Geografía.» Nuevamente empezó a contar los avisos:
«Vinos Santa Marta», pero su pie derecho resbaló por un costado del pedal, y
sintió un ardor en el tobillo. Se detuvo, y descendió de la bicicleta: tenía
una pequeña herida en el tobillo, bajo la media. No era nada. Descansó un
momento, montó en la bicicleta, y le costó trabajo empezar nuevamente a
pedalear.
Había
llegado a la carretera Central. Eran las once de la mañana, y tuvo que
descansar. Descendió de la bicicleta, dejándola caer sobre la tierra, y se
sentó sobre una piedra, a un lado del camino. Desde allí veía los automóviles y
camiones pasar en una y otra dirección: subían hacia la sierra, o bajaban hacia
la costa, hacia Lima. Le hubiera gustado conversar con alguien, pero, a su
lado, la bicicleta descansaba inerte. Pensaba en su perro, y en cómo le
hablaba, a veces, cuando estaban solos en el jardín de su casa. Cogió una
piedra que estaba al alcance de su mano, y vio salir de debajo de ella una
araña. Era una araña negra y peluda, y se había detenido a unos cincuenta
centímetros a su derecha. La miraba: «Pica», pensó. Vio, hacia su izquierda,
otra piedra, y decidió cogerla. Estiró el brazo, pero se detuvo. Volteó y miró
a la araña nuevamente: continuaba inmóvil, y Manolo ya no pensaba matarla. Era
preciso seguir adelante, pues se hacía cada vez más tarde, y aún faltaba la
subida hasta Chaclacayo. «La peor parte.» Se puso de pie, y cogió la bicicleta.
Montó, pero antes de empezar a pedalear, volteó una vez más para mirar a la
araña: negra y peluda; la araña desaparecía bajo la piedra en que acababa de
estar sentado. «No la he matado», se dijo, y empezó a pedalear.
Pedaleaba
buscando un letrero que dijera «Vitarte». No recordaba a partir de qué momento
había empezado a hablar solo, pero oír su voz en el camino le parecía gracioso
y extraño. «Ésta es mi voz», se decía, pronunciando lentamente cada sílaba:
«És-ta-es-mi-voz». Se callaba. «¿Es así como los demás la oyen?», se
preguntaba. Un automóvil pasó a su lado, y Manolo pudo ver que alguien le hacía
adiós, desde la ventana posterior. «Nadie que yo conozca. Me hubieran podido
llevar», pensó, pero ése no era un paseo en automóvil, sino un paseo en
bicicleta. «Cobarde», gritó, y se echó a pedalear con más y menos fuerza que nunca.
«Te
prometo que sólo es hasta Vitarte. Te lo juro. En Vitarte se acaba todo.»
Trataba de convencerse; trataba de mentirse, y sacaba fuerzas de su mentira
convirtiéndola en verdad. «Vamos, cuerpo.» Pedaleaba y Vitarte no aparecía
nunca. «Después de Vitarte viene Ñaña. ¡Cállate idiota!» Avanzaba lentamente y
en subida; avanzaba contando cada bache que veía sobre la pista, y ya no alzaba
los ojos para buscar el letrero que dijera «Vitarte». Tampoco miraba a los
automóviles que escuchaba pasar a su lado. «Manolo», decía, de vez en cuando.
«Manolo», pero no escuchaba respuesta alguna. «¡Manolo!», gritó, «¡Manolo!
¡Vitarte!». Era Vitarte. «Ñaña», pensó, y estuvo a punto de caerse al
desmontar.
Descansaba
sentado sobre una piedra, a un lado del camino. De vez en cuando miraba la
bicicleta tirada sobre la tierra. «¿Qué hora será?», se preguntó, pero no miró
su reloj. No le importaba la hora. Llegar era lo único que le importaba,
sentado allí, agotado, sobre una piedra. El tiempo había desaparecido. Miraba
su bicicleta, inerte sobre la tierra, y sentía toda su inmensa fatiga. Volteó a
mirar, y vio, hacia su izquierda, tres o cuatro piedras. Una de ellas estaba al
alcance de su mano. Miró nuevamente hacia ambos lados, hacia la tierra que lo
rodeaba, y una extraña sensación se apoderó de él. Le parecía que ya antes
había estado en ese lugar. Exactamente en ese lugar. Se sentía terriblemente
fatigado, y le parecía que todo alrededor suyo era más grande que él. Escuchó
cómo pronunciaba el nombre de su mejor amigo, aunque sin pensar que ya debería
estar cerca de Chaclacayo. No relacionaba muy bien las cosas, pero continuaba
sintiendo que había estado antes en ese lugar. Cogió un puñado de tierra, lo
miró, y lo dejó caer poco a poco. «Exactamente en este lugar.» A su derecha, al
alcance de su mano, había una piedra. Manolo la levantó para ver qué había
debajo, y luego, al cabo de unos minutos, la dejó caer nuevamente. Tenía que
partir. Era preciso volver a creer que ésta era la última etapa; que Ñaña era
la última etapa. Se puso de pie, y se dio cuenta de hasta qué punto estaban
débiles sus piernas. Cogió la bicicleta, la enderezó, y montó en ella. Ponía el
pie derecho sobre el pedal, cuando algo lo hizo voltear y mirar atrás: «Qué
tonto», pensó, recordando que la araña estaba bajo la piedra que le había
servido de asiento. Empezó a pedalear, a pedalear...
Pedaleaba
buscando un letrero que dijera «Ñaña». Miró hacia atrás, leyó «Vitarte» en un
letrero, y sintió ganas de reírse: de reírse de Manolo. Ya no le dolían las
piernas. Ahora, era peor: ya no estaban con él. Estaban allá, abajo, y hacían
lo que les daba la gana. Eran ellas las que parecían querer reírse por boca de
Manolo. «Cojudas», les gritó, al ver que una de ellas, la izquierda, se
escapaba resbalando por delante del pedal. «¡Van a ver!» Manolo se puso de pie
sobre los pedales, y los hizo descender, uno y otro, con todo el cuerpo, pero
la bicicleta empezó a balancearse peligrosamente, y sus manos no lograban
controlar el timón. «También ellas se me escapan», pensó Manolo, a punto de
perder el equilibrio; a punto de caerse. Se sentó, y empezó a pedalear como si
nada hubiera pasado; como si siempre fuera dueño de sus piernas y de sus manos.
«No descansaré hasta llegar a Ñaña.» Pero Ñaña estaba aún muy lejos, y él parecía
saberlo. «¿Qué hacer?» Se sentía prisionero de unas piernas que no querían llevarlo
a ningún lado. No debía ceder. ¿Qué hacer? Las veía subir y bajar: unas veces
lo hacían presionando los pedales, pero otras resbalaban por los lados como si
se negaran a trabajar. Aquello que pasaba por su mente no llegaba hasta allá
abajo, hasta sus piernas. «¡Manolo!», gritó, y empezó nuevamente a ser el jefe.
Pedaleaba...
Caminaba.
Había decidido caminar un rato, llevando la bicicleta a su lado. Se sentía muy
extraño caminando, pero después de la segunda caída, no le había quedado otra
solución. Desde la caseta de un camión que pasaba lentamente a su lado, un
hombre lo miraba sorprendido. Manolo miró hacia las ruedas del camión, y luego
hacia las de su bicicleta. Leyó la placa del camión que se alejaba lentamente,
y pensó que tardaría aún en desaparecer, pero que llegaría a Ñaña mucho antes
que él. Ya no distinguía los números de la placa. Le costaba trabajo pasar
saliva.
«¡Manolo!»,
gritó. Saltó sobre la bicicleta. Se paró sobre los pedales. Se apoyó sobre el
timón. Cerró los ojos, y se olvidó de todo. El viento soplaba con dirección a
Lima; soplaba llevando consigo esos alaridos furiosos que en la carretera nadie
escucharía: «¡Aaaa! ¡Aaaaaah! ¡Aaaaaaah!».
Estaba
caído ante una reja abierta sobre un campo de algodón. A ambos lados de la
reja, el muro seguía la línea de la carretera. Detrás suyo, la pista, y la
bicicleta al borde de la pista, sobre la tierra. No podía recordar lo que había
sucedido. Buscaba, tan sólo, la oscuridad que podía brindarle su cabeza oculta
entre sus brazos, contra la tierra. Pero no podía quedarse allí. No podía
quedarse así. Trató de arrastrarse, y sintió que la rodilla izquierda le ardía:
estaba herido. Sintió también que la pierna derecha le pesaba: al caer, el
pantalón se le había enganchado en la cadena de la bicicleta. Avanzaba buscando
esconderse detrás del muro, y sentía que arrastraba su herida sobre la tierra,
y que la bicicleta le pesaba en la pierna derecha. Buscaba el muro para esconderse,
y entró en el campo de algodón. Sabía que ya no resistiría más. Imposible
detenerlo. «El muro.» Sus manos tocaron el muro. Había llegado hasta ahí, hasta
ahí. Ahí nadie lo podría ver. Nadie lo vería. Estaba completamente solo. Vomitó
sobre el muro, sobre la tierra y sobre la bicicleta. Vomitó hasta que se puso a
llorar, y sus lágrimas descendían por sus mejillas, goteando sobre sus piernas.
Lloraba detrás del muro, frente a los campos de algodón. No había nadie.
Absolutamente nadie. Estaba allí solo, con su rabia, con su tristeza y con su
verdad recién aprendida. Buscó nuevamente la oscuridad entre sus brazos, el
muro, y la tierra. No podría decir cuánto tiempo había permanecido allí, pero
jamás olvidaría que cuando se levantó, había al frente suyo, al otro lado de la
pista, un letrero verde con letras blancas: «Ñaña».
Estaba
parado frente a la residencia que los padres de su colegio tenían en
Chaclacayo. Oscurecía. No recordaba muy bien cómo había llegado hasta allí, ni
de dónde había sacado las fuerzas. ¿Por qué esta parte del camino le había
parecido más fácil que las otras? Siempre se haría las mismas preguntas, pero
se trataba, ahora, de ingresar a la residencia, de explicar su conducta, y de
no dejar que jamás «nadie sepa...». A través de las ventanas encendidas, podía
ver a sus compañeros moverse de un lado a otro de las habitaciones. Estaban aún
en el tercer piso. «Comerán dentro de un momento», pensó. De pronto, la puerta
que daba al jardín exterior se abrió, y Manolo pudo ver que el hermano Tomás
salía. Estaba solo. Lo vio también coger una manguera y desplazarla hacia el
otro lado del jardín. Tenía que enfrentarse a él. Avanzó llevando la bicicleta
a su lado.
—Hermano
Tomás...
—¿Tú?
—Llegué,
hermano.
—¿Es todo
lo que tienes que decir?
—Hermano...
—Ven.
Sígueme. Estás en una facha horrible. Es preciso que nadie te vea hasta que no
te laves. Por la puerta falsa. Ven.
Manolo
siguió al hermano Tomás hasta una escalera. Subieron en silencio y sin ser
vistos. El hermano llevaba puesta su casaca color marrón, y Manolo empezó a
sentirse confiado. «Llegué», pensaba sonriente.
—Allí hay
un baño. Lávate la cara mientras yo traigo algo para curarte.
—Sí,
hermano —dijo Manolo, encendiendo la luz. Se acercó al lavatorio, y abrió el
caño de agua fría. Parecía otro, con la cara lavada. Se miraba en el espejo:
«No soy el mismo de hace unas horas».
—Listo
—dijo el hermano—. Ven, acércate.
—No es
nada, hermano.
—No es
profunda —dijo el hermano Tomás, mirando la herida—. La lavaremos, primero, con
agua oxigenada. ¿Arde?
—No
—respondió Manolo, cerrando los ojos. Se sentía capaz de soportar cualquier
dolor.
—Listo.
Ahora, esta pomada. Ya está.
—No es
nada, hermano. Yo puedo ponerme el parche.
—Bien.
Pero apúrate. Toma el esparadrapo.
—Gracias.
Manolo
miró su herida por última vez: no era muy grande, pero le ardía bastante.
Pensaba en sus compañeros mientras preparaba el parche. Era preciso que fuera
un señor parche. «Así está bien», se dijo, al comprobar que estaba resultando
demasiado grande para la herida. «No se burlarán de mí», pensó, y lo agrandó
aún más.
Cuando
entró al comedor, sus compañeros empezaban ya a comer. Voltearon a mirarlo
sorprendidos. Manolo, a su vez, miró al hermano Tomás, sentado al extremo de la
mesa. Sus ojos se encontraron, y por un momento sintió temor, pero luego vio
que el hermano sonreía. «No me ha delatado.» Avanzó hasta un lugar libre, y se
sentó. Sus compañeros continuaban mirándolo insistentemente, y le hacían toda
clase de señas, preguntándole qué le había pasado. Manolo respondía con un gesto
de negación, y con una sonrisa en los labios.
—Manolo
—dijo el hermano Tomás—, cuando termines de comer, subes y te acuestas. Debes
estar muy cansado, y es preciso que duermas bien esta noche.
—Sí,
hermano —respondió Manolo. Cambiaron nuevamente una sonrisa.
—¿Qué te
pasó? —preguntó su vecino.
—Nada.
Hubo un accidente, y tuve que ayudar a una mujer herida.
—¿Y la
rodilla? —insistió, mientras Manolo se miraba el parche blanco, a través del
pantalón desgarrado.
—No es
nada —dijo. Conocía a sus compañeros, y sabía que ellos se encargarían del
resto de la historia. Hablarían de ello hasta dormirse. «Mañana también
hablarán, pero menos. El lunes ya lo habrán olvidado.» Conocía a sus
compañeros.
Poco
antes de terminar la comida, Manolo vio que el hermano Tomás le hacía una seña:
«Anda a dormir, antes de que se te tiren encima con sus preguntas». Obedeció
encantado.
Dormía
profundamente. Estaba solo en una habitación, que nadie salvo él ocuparía esa
noche. Había tratado de pensar un poco, antes de dormirse, pero el colchón,
bajo su cuerpo, empezaba a desaparecer, hasta que ya casi no lo sentía. Sus
hombros ya no pesaban sobre nada, y las paredes, alrededor suyo, iban
desapareciendo en la noche negra e invisible del sueño... Miles de bicicletas
se deslizaban fácilmente hacia el sol de Chaclacayo. Se veía feliz al frente de
tantos amigos, de tantas bicicletas, de tanta felicidad. El sol se perdía
detrás de cada árbol, y reaparecía nuevamente detrás de cada árbol. Estaba tan
feliz que le era imposible llevar la cuenta de los amigos que lo seguían. Todos
iban hacia el sol, y él siempre adelante, camino del sol. De pronto, escuchó
una voz: «¡Manolo! ¡Manolo!» Se detuvo. ¿De dónde vendría esa voz? «Continúen.
Continúen», gritaba Manolo, y sus amigos pedaleaban sin darse cuenta de nada.
«Continúen.» Buscaba la voz. «Llegaré de noche, pero también mañana brillará el
sol.» Buscaba la voz entre unas piedras, a los lados del camino. La escuchó
nuevamente, detrás suyo, y volteó: su madre llevaba un prendedor en forma de
araña, y el hermano Tomás sonreía. Estaban parados junto a su bicicleta...
Una
semana había transcurrido, y ya nadie hablaba del paseo. Manolo se esforzaba
por pensar en otra cosa. Imposible: no se olvida en una semana, etcétera.
Mediados de diciembre. El sol se ríe a
carcajadas en los avisos de publicidad.
¡El sol! Durante algunos meses, algunos
sectores de Lima tendrán la suerte de parecerse a Chaclacayo, Santa Inés, Los
Ángeles, y Chosica. Pronto, los ternos de verano recién sacados del ropero
dejarán de oler a humedad. El sol brilla sobre la ciudad, sobre las calles,
sobre las casas. Brilla en todas partes menos en el interior de las viejas
iglesias coloniales. Los grandes almacenes ponen a la venta las últimas
novedades de la moda veraniega. Los almacenes de segunda categoría ponen a la
venta las novedades de la moda del año pasado.
«Pruébate la ropa de baño, amorcito.»
(¡Cuántos matrimonios dependerán de esa prueba!) Amada, la secretaria del
doctor Ascencio, abogado de nota, casado, tres hijos, y automóvil más grande
que el del vecino, ha dejado hoy, por primera vez, la chompita en casa. Ha
entrado a la oficina, y el doctor ha bajado la mirada: es la moda del escote
ecran, un escote que parece un frutero. «Qué linda su Medallita, Amada (el
doctor lo ha oído decir por la calle). Tengo mucho, mucho que dictarle, y tengo
tantos, tantos deseos de echarme una siestecita.» Por las calles, las limeñas
lucen unos brazos de gimnasio. Parece que fueran ellas las que cargaran las andas
en las procesiones, y que lo hicieran diariamente. Te dan la mano, y piensas en
el tejido adiposo. No sabes bien lo que es, pero te suena a piel, a brazo, al
brazo que tienes delante tuyo, y a ese hombro moreno que te decide a invitarla
al cine. El doctor Risque pasa impecablemente vestido de blanco. Dos
comentarios: «Maricón» (un muchacho de dieciocho años), y «exagera. No estamos
en Casablanca» (el ingeniero Torres Pérez, cuarenta y tres años, empleado del
Ministerio de Fomento). Pasa también Félix Arnolfi, escritor, autor de Tres
veranos en Lima, y Amor y calor en la ciudad. Viste de invierno. Pero el sol
brilla en Lima. Brilla a mediados de diciembre, y no cierre usted su persiana,
señora Anunciata, aunque su lugar no esté en la playa, y su moral sea la del
desencanto, la edad y los kilos...
El sol molestaba a los alumnos que estaban
sentados cerca de la ventana.
Acababan de darles el rol de exámenes y la
cosa no era para reírse. Cada dos días, un examen. Matemáticas y química
seguidas. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Jalarse a todo el mundo? Empezaban el
lunes próximo, y la tensión era grande.
Hay cuatro cosas que se pueden hacer frente
a un examen: estudiar, hacer comprimidos, darse por vencido antes del examen, y
hacerse recomendar al jurado.
Los exámenes llegaron. Los primeros tenían
sabor a miedo, y los últimos sabor a Navidad. Manolo aprobó invicto (había
estudiado, había hecho comprimidos, se había dado por vencido antes de cada
examen y un tío lo había recomendado, sin que él se lo pidiera). Repartición de
premios: un alumno de quinto año de secundaria lloró al leer el discurso de
Adiós al colegio, los primeros de cada clase recibieron sus premios, y luego,
terminada la ceremonia, muchos fueron los que destrozaron sus libros y
cuadernos: hay que aprender a desprenderse de las cosas. Manolo estaba libre.
En su casa, una de sus hermanas se había
encargado del Nacimiento. El árbol de Navidad, cada año más pelado (al armarlo,
siempre se rompía un adorno, y nadie lo reponía), y siempre cubierto de
algodón, contrastaba con el calor sofocante del día. Manolo no haría nada hasta
después del Año Nuevo. Permanecería encerrado en su casa, como si quisiera
comprobar que su libertad era verdadera, y que realmente podía disponer del
verano a sus anchas. Nada le gustaba tanto como despertarse diariamente a la
hora de ir al colegio, comprobar que no tenía que levantarse, y volverse a
dormir. Era su pequeño triunfo matinal.
—¡Manolo! —llamó su hermana—. Ven a ver el
Nacimiento. Ya está listo.
—Voy —respondió Manolo, desde su cama.
Bajó en pijama hasta la sala, y se encontró
con la Navidad
en casa. Era veinticuatro de diciembre, y esa noche era Nochebuena. Manolo
sintió un escalofrío, y luego se dio cuenta de que un extraño malestar se
estaba apoderando de él. Recordó que siempre en Navidad le sucedía lo mismo,
pero este año, ese mismo malestar parecía volver con mayor intensidad. Miraba
hacia el Nacimiento, y luego hacia el árbol cubierto de algodón. «Está muy
bonito», dijo.
Dio media vuelta, y subió nuevamente a su
dormitorio.
Hacia el mediodía, Manolo salió a caminar.
Contaba los automóviles que encontraba, las ventanas de las casas, los árboles
en los jardines, y trataba de recordar el nombre de cada planta, de cada flor.
Esos paseos que uno hace para no pensar eran cada día más frecuentes. Algo no
marchaba bien. Se crispó al recordar que una mañana había aparecido en un
mercado, confundido entre placeras y vendedores ambulantes. Aquel día había
caminado mucho, y casi sin darse cuenta. Decidió regresar, pues pronto sería la
hora del almuerzo.
Almorzaban. Había decidido que esa noche
irían juntos a la misa de Gallo, y que luego volverían para cenar. Su padre se
encargaría de comprar el panetón, y su madre de preparar el chocolate. Sus
hermanos prometían estar listos a tiempo para ir a la iglesia y encontrar
asientos, mientras Manolo pensaba que él no había nacido para esas
celebraciones. ¡Y aun faltaba el Año Nuevo! El Año Nuevo y sus cohetones, que
parecían indicarle que su lugar estaba entre los atemorizados perros del barrio.
Mientras almorzaba, iba recordando muchas cosas. Demasiadas. Recordaba el día
en que entró al Estadio Nacional, y se desmayó al escuchar que se había batido
el récord de asistencia. Recordaba también, cómo en los desfiles militares, le
flaqueaban las piernas cuando pasaban delante suyo las bandas de música y los
húsares de Junín. Las retretas, con las marchas que ejecutaba la banda de la Guardia Republicana,
eran como la atracción al vacío. Almorzaban: comer, para que no le dijeran que
comiera, era una de las pequeñas torturas a las que ya se había acostumbrado.
Hacia las tres de la tarde, su padre y sus
hermanos se habían retirado del comedor. Quedaba tan sólo su madre, que leía el
periódico, de espaldas a la ventana que daba al patio. La plenitud de ese día
de verano era insoportable. A través de la ventana, Manolo veía cómo todo
estaba inmóvil en el jardín. Ni siquiera el vuelo de una mosca, de esas moscas
que se estrellan contra los vidrios, venía a interrumpir tanta inmovilidad.
Sobre la mesa, delante de él, una taza de café se enfriaba sin que pudiera
hacer nada por traerla hasta sus labios. En una de las paredes (Manolo
calculaba cuántos metros tendría), el retrato de un antepasado se estaba
burlando de él, y las dos puertas del comedor que llevaban a la otra habitación
eran como la puerta de un calabozo, que da siempre al interior de la prisión.
—Es terrible —dijo su madre, de pronto,
dejando caer el periódico sobre la mesa—. Las tres de la tarde. La plenitud del
día. Es una hora terrible.
—Dura hasta las cinco, más o menos.
—Deberías buscar a tus amigos, Manolo.
—Sabes, mamá, si yo fuera poeta, diría:
«Eran las tres de la tarde en la boca del estómago».
—En los vasos, y en las ventanas.
—Las tres de la tarde en las tres de la
tarde. Hay que moverse.
«Ante todo, no debo sentarme», pensaba
Manolo al pasar del comedor a la sala, y ver cómo los sillones lo invitaban a
darse por vencido. Tenía miedo de esos sillones cuyos brazos parecían querer
tragárselo. Caminó lentamente hacia la escalera, y subió como un hombre que
sube al cadalso. Pasó por delante del dormitorio de su madre, y allí estaba,
tirada sobre la cama, pero él sabía que no dormía, y que tenía los ojos
abiertos, inmensos. Avanzó hasta su dormitorio, y se dejó caer pesadamente
sobre la cama: «La próxima vez que me levante», pensó, «será para ir al
centro».
A través de una de las ventanas del
ómnibus, Manolo veía cómo las ramas de los árboles se movían lentamente.
Disminuía ya la intensidad del sol, y cuando llegara al centro de la ciudad,
empezaría a oscurecer. Durante los últimos meses, sus viajes al centro habían
sido casi una necesidad. Recordaba que, muchas veces, se iba directamente desde
el colegio, sin pasar por su casa, y abandonando a sus amigos que partían a ver
la salida de algún colegio de mujeres. Detestaba esos grupos de muchachos que
hablan de las mujeres como de un producto alimenticio: «Es muy rica. Es un
lomo». Creía ver algo distinto en aquellas colegialas con los dedos manchados
de tinta, y sus uniformes de virtud.
Había visto cómo uno de sus amigos se había
trompeado por una chica que le gustaba, y luego, cuando te dejó de gustar,
hablaba de ella como si fuera una puta. «Son terribles cuando están en grupo»,
pensaba, «y yo no soy un héroe para dedicarme a darles la contra».
El centro de Lima estaba lleno de colegios
de mujeres, pero Manolo tenía sus preferencias. Casi todos los días, se paraba
en la esquina del mismo colegio, y esperaba la salida de las muchachas como un
acusado espera su sentencia. Sentía los latidos de su corazón, y sentía que el
pecho se le oprimía, y que las manos se le helaban. Era más una tortura que un
placer, pero no podía vivir sin ello.
Esperaba esos uniformes azules, esos
cuellos blancos y almidonados, donde para él, se concentraba toda la bondad
humana. Esos zapatos, casi de hombres, eran, sin embargo, tan pequeños, que lo
hacían sentirse muy hombre. Estaba dispuesto a protegerlas a todas, a amarlas a
todas, pero no sabía cómo. Esas colegialas que ocultaban sus cabellos bajo un
gracioso gorro azul, eran dueñas de su destino. Se moría de frío: ya iba a
sonar el timbre. Y cuando sonara, sería como siempre: se quedaría estático,
casi paralizado, perdería la voz, las vería aparecer sin poder hacer nada por
detener todo eso, y luego, en un supremo esfuerzo, se lanzaría entre ellas, con
la mirada fija en la próxima esquina, el cuello tieso, un grito ahogado en la
garganta, y una obsesión: alejarse lo suficiente para no ver más, para no
sentir más, para descansar, casi para morir.
Los pocos días en que no asistía a la
salida de ese colegio, las cosas eran aún peor.
El ómnibus se acercaba al jirón de la Unión, y Manolo, de pie, se
preparaba para bajar. (Le había cedido el asiento a una señora, y la había
odiado: temió, por un momento, que hablara de lo raro que es encontrar un joven
bien educado en estos días, que todos los miraran, etc. Había decidido no
volver a viajar sentado para evitar esos riesgos.) El ómnibus se detuvo, y
Manolo descendió.
Empezaba a oscurecer. Miles de personas
caminaban lentamente por el jirón de la Unión. Se detenían en cada tienda, cada vidriera,
mientras Manolo avanzaba perdido entre esa muchedumbre. Su única preocupación
era que nadie lo rozara al pasar, y que nadie le fuera a dar un codazo. Le
pareció cruzarse con alguien que conocía, pero ya era demasiado tarde para
voltear a saludarlo. «De la que me libré», pensó. «¿Y si me encuentro con
Salas?» Salas era un compañero de colegio. Estaba en un año superior, y nunca
se habían hablado. Prácticamente no se conocían, y sería demasiada coincidencia
que se encontraran entre ese tumulto, pero a Manolo le espantaba la idea.
Avanzaba. Oscurecía cada vez más, y las luces de neón empezaban a brillar en
los avisos luminosos. Quería llegar hasta la Plaza San Martín, para
dar media vuelta y caminar hasta la
Plaza de Armas. Se detuvo a la altura de las Galerías Boza, y
miró hacia su reloj: «Las siete de la noche». Continuó hasta llegar a la Plaza San Martín, y allí
sintió repugnancia al ver que un grupo de hombres miraba groseramente a una
mujer, y luego se reían a carcajadas. Los colectivos y los ómnibus llegaban
repletos de gente. «Las tiendas permanecerán abiertas hasta las nueve de la
noche», pensó.
«La Plaza de Armas.» Dio media vuelta, y se echó a
andar. Una extraña e impresionante palidez en el rostro de la gente era efecto
de los avisos luminosos. «Una tristeza eléctrica», pensaba Manolo, tratando de
definir el sentimiento que se había apoderado de él. La noche caía sobre la
gente, y las luces de neón le daban un aspecto fantasmagórico. Cargados de
paquetes, hombres y mujeres pasaban a su lado, mientras avanzaba hacia la Plaza de Armas, como un
bañista nadando hacia una boya. No sabía si era odio o amor lo que sentía, ni
sabía tampoco si quería continuar esa extraña sumersión, o correr hacia un despoblado.
Sólo sabía que estaba preso, que era el prisionero de todo lo que lo rodeaba.
Una mujer lo rozó al pasar, y estuvo a punto de soltar un grito, pero en ese
instante hubo ante sus ojos una muchacha. Una pálida chiquilla lo había mirado
caminando. Vestía íntegramente de blanco. Manolo se detuvo. Ella sentiría que
la estaba mirando, y él estaba seguro de haberle comunicado algo.
No sabía qué. Sabía que esos ojos tan
negros y tan grandes eran como una voz, y que también le hablan dicho algo. Le
pareció que las luces de neón se estaban apoderando de esa cara. Esa cara se
estaba electrizando, y era preciso sacarla de allí antes de que se muriera. La
muchacha se alejaba, y Manolo la contemplaba calculando que tenía catorce años.
«Pobre de ti, noche, si la tocas», pensó.
Se había detenido al llegar a la puerta de
la iglesia de la Merced.
Veía cómo la gente entraba y salía del templo, y pensaba que
entraban más para descansar que para rezar, tan cargados venían de paquetes.
Serían las ocho de la noche, cuando Manolo, parado ahora de espaldas a la
iglesia, observaba una larga cola de compradores, ante la tienda Monterrey.
Todos llevaban paquetes en las manos, pero todos tenían aún algo más que
comprar. De pronto, distinguió a una mujer que llevaba un balde de playa y una
pequeña lampa de lata. Vestía un horroroso traje floreado, y con la basta
descosida. Era un traje muy viejo, y le quedaba demasiado grande. Le faltaban
varios dientes, y le veía las piernas chuecas, muy chuecas. El balde y la
pequeña lampa de lata estaban mal envueltos en papel de periódico, y él podía
ver que eran de pésima calidad. «Los llevará un domingo, en tranvía, a la playa
más inmunda. Cargada de hijos llorando. Se bañará en fustán», pensó. Esa mujer,
fuera de lugar en esa cola, con la boca sin dientes abierta de fatiga como si
fuera idiota, y chueca, chueca, lo conmovió hasta sentir que sus ojos estaban
bañados en lágrimas. Era preciso marcharse. Largarse. «Yo me largo.» Era
preciso desaparecer. Y, sobre todo, no encontrar a ninguno de sus odiados
conocidos.
Desde su cama, con la habitación a oscuras,
Manolo escuchaba a sus hermanas conversar mientras se preparaban para la misa
de Gallo, y sentía un ligero temblor en la boca del estómago. Su único deseo
era que todo aquello comenzara pronto para que terminara de una vez por todas.
Se incorporó al escuchar la voz de su padre que los llamaba para partir.
«Voy», respondió al oír su nombre, y bajó
lentamente las escaleras. Partieron.
Conocía a casi todos los que estaban en la
iglesia. Eran los mismos de los domingos, los mismos de siempre. Familias
enteras ocupaban las bancas, y el calor era muy fuerte. Manolo, parado entre
sus padres y hermanos, buscaba con la mirada a alguien a quien cederle el
asiento. Tendría que hacerlo, pues iglesia se iba llenando de gente, y quería
salir de eso lo antes posible. Vio que una amiga de su madre se acercaba, y le
dejó su lugar, a pesar de que aún quedaban espacios libres en otras bancas.
Estaba recostado contra una columna de
mármol, y desde allí paseaba la mirada por toda la iglesia. Muchos de los
asistentes, bronceados por el sol, habían empezado a ir a la playa. Las
muchachas le impresionaban con sus pañuelos de seda en la cabeza. Esos pañuelos
de seda, que ocultando una parte del rostro, hacen resaltar los ojos, lo
impresionaban al punto de encontrarse con las manos pegadas a la columna;
fuertemente apoyadas, como si quisiera hacerla retroceder.
«Sansón», pensó.
Había detenido la mirada en el pálido
rostro de una muchacha que llevaba un pañuelo de seda en la cabeza, y cuyos
ojos resaltaban de una manera extraña.
Miraban hacia el altar con tal intensidad,
que parecían estar viendo a Dios. La contemplaba. Imposible dejar de
contemplarla. Manolo empezaba a sentir que todo alrededor suyo iba
desapareciendo, y que en la iglesia sólo quedaba aquel rostro tan desconocido y
lejano. Temía que ella lo descubriera mirándola, y no poder continuar con ese
placer. ¿Placer? «Debe hacer calor en la iglesia», pensó, mientras comprobaba
que sus manos estaban más frías que el mármol de la columna.
La música del órgano resonaba por toda la
iglesia, y Manolo sentía como si algo fuera a estallar. «Los ojos. Es peor que
bonita.» En las bancas, los hombres caían sobre sus rodillas, como si esa
música que venía desde el fondo del templo, los golpeara sobre los hombros,
haciéndolos caer prosternados ante un Dios recién descubierto y obligatorio.
Esa música parecía que iba a derrumbar las paredes, hasta que, de pronto, un
profundo y negro silencio se apoderó del templo, y era como si hubieran matado
al organista. «Tan negros y tan brillantes.» Un sacerdote subió al púlpito, y
anunció que Jesús había nacido, y el órgano resonó nuevamente sobre los hombros
de los fieles, y Manolo sintió que se moría de amor, y la gente ya quería salir
para desearse «feliz Navidad».
Terminada la ceremonia, si alguien le
hubiera dicho que se había desmayado, él lo hubiera creído. Salían. El mundo
andaba muy bien aquella noche en la puerta de la iglesia, mientras Manolo no
encontraba a la muchacha que parecía haber visto a Dios.
Al llegar a su casa, sin pensarlo, Manolo
se dirigió a un pequeño baño que había en el primer piso. Cerró la puerta, y se
dio cuenta de que no era necesario que estuviera allí. Se miró en el espejo,
sobre el lavatorio, y recordó que tenía que besar a sus padres y hermanos: era
la costumbre, antes de la cena. ¡Feliz Navidad con besos y abrazos! Trató de
orinar. Inútil. Desde el comedor, su madre lo estaba llamando. Abrió la puerta,
y encontró a su perro que lo miraba como si quisiera enterarse de lo que estaba
pasando. Se agachó para acariciarlo, y avanzó hasta llegar al comedor. Al
entrar, continuaba siempre agachado y acariciando al perro que caminaba a su
lado. Avanzaba hacia los zapatos blancos de una de sus hermanas, hasta que,
torpemente, se lanzó sobre ella para abrazarla. No logró besarla. «Feliz
Navidad», iba repitiendo mientras cumplía con las reglas del juego. Los
regalos.
Cenaban. «Esos besos y abrazos que uno
tiene que dar...», pensaba. «Ésos cariños.» Daría la vida por cada uno de sus
hermanos. «Pero uno no da la vida en un día establecido...» Recordaba aquel
cumpleaños de su hermana preferida: se había marchado a la casa de un amigo
para no tener que saludarla, pero luego había sentido remordimientos, y la
había llamado por teléfono: «Qué loco soy».
Cenaban. El chocolate estaba demasiado
caliente, y con tanto sueño era difícil encontrar algo de qué hablar mientras
se enfriaba. «No es el mejor panetón del mundo, pero es el único que quedaba»,
comentó su padre. Manolo sentía que su madre lo estaba mirando, y no se atrevía
a levantar los ojos de la mesa. A lo lejos, se escuchaban los estallidos de los
cohetes, y pensaba que su perro debía estar aterrorizado. Bebían el chocolate.
«Tengo que ir a ver al perro. Debe estar muerto de miedo.» En ese momento, uno
de sus hermanos bostezó, y se disculpó diciendo que se había levantado muy
temprano esa mañana. Permanecían en silencio, y Manolo esperaba que llegara el
momento de ir a ver a su perro. De pronto, uno de sus hermanos se puso de pie:
«Creo que me voy a acostar», dijo dirigiéndose lentamente hacia la puerta del
comedor. Desapareció. Los demás siguieron el ejemplo.
En el patio, Manolo acariciaba a su perro.
Había algo en la atmósfera que lo hacía sentirse nuevamente como en la iglesia.
Le parecía que tenía algo que decir. Algo que decirle a alguna persona que no
conocía; a muchas personas que no conocía. Escuchaba el estallido de los
cohetes, y sentía deseos de salir a caminar.
Hacia las tres de la madrugada, Manolo
continuaba su extraño paseo. Hacia las cuatro de la madrugada, un hombre quedó
sorprendido, al cruzarse con un muchacho de unos quince años, que caminaba con
el rostro bañado en lágrimas.
(Páginas de un diario)
El
«Country Club» es uno de los hoteles más elegantes de Lima, y dicen que tiene
más de cien habitaciones. Está situado en San Isidro, barrio residencial, a
unos veinte minutos en automóvil del centro de Lima, y rodeado de hermosos
jardines. Durante el verano, mucha gente viene a bañarse en las piscinas del
club, y a jugar tenis. Para los muchachos en vacaciones escolares o
universitarias, es un entretenido centro de reunión.
3 de enero
Esta
mañana he ido al «Country» por primera vez en estas vacaciones. Encontré, como
siempre, a muchos amigos. Todos fuman, y me parece que Enrique fuma demasiado.
Enrique me ha presentado a su enamorada. Es muy bonita, pero cuando me mira
parece que se burlara de mí. Se besan todo el tiempo, y es muy incómodo estar
con ellos. Yo sé que a Enrique le gusta estar conmigo, pero si siguen así, no
voy a poder acercarme. Enrique no hace más que fumar y besar a Carmen. Carlos
también tiene enamorada, pero creo que lo hace por pasar el verano bien
acompañado. No es ni bonita, ni inteligente. Es fea. Los demás no tenemos enamorada.
Este verano empieza bien. Hay muchas chicas nuevas, y algunas mocosas del año
pasado se han puesto muy bonitas. Veremos. Regresaré como siempre a almorzar a
mi casa...
11 de enero
Hoy he
visto a la chica más maravillosa del mundo. Es la primera vez que viene a la
piscina, y nadie la conoce. Llegó cuando ya iban a cerrar la puerta. Sólo vino
a recoger a un chiquillo que debe ser su hermano. Me ha encantado. ¿Qué puedo
hacer? No me atreví a seguirla. ¿Quién será? Todo sucedió tan rápido que no
tuve tiempo para nada. Me puse demasiado nervioso. Hacía rato que estaba
sentado en esa banca, sin saber que ella estaba detrás de mí. No sé cómo se me
ocurrió voltear. Se ha dado cuenta de que la he mirado mucho, pero no nos hemos
atrevido a mirarnos al mismo tiempo. Si no regresa, estoy perdido. Tengo que ir
a la piscina todos los días por la mañana y por la tarde. Tengo que...
15 de enero
Parece
que seguirá viniendo todos los días. Nadie la conoce, y tengo miedo de pedirle
ayuda a Carlos o a Enrique. Serían capaces de tomarlo a la broma...
16 de enero
La he
seguido. No se ha dado cuenta de que la he seguido. Vive cerca de mi casa. No
me explico cómo no la he visto antes. Tal vez sea nueva por aquí...¡Qué miedo
me dio seguirla! Ya sé donde vive. Tengo que conocerla. Mañana...
20 de enero
¡Se llama
Cecilia!
No sé qué
pensar de Piltrafa. Todos dicen que es un ladrón, que es maricón, y que es un
hipócrita. No sé qué pensar, porque, a mí me ha hecho el más grande favor que
se me podía hacer. Me la ha presentado. Y, sin embargo, tengo ganas de matarlo.
Me cobró un sol. Yo hubiera pagado mil. Fue la forma en que me la presentó, lo
que me da ganas de matarlo. Me traicionó. Le dijo que yo le había pagado un sol
para que me la presentara. Ella se rió, y yo no sabía qué cara poner. Se ha
dado cuenta de que me gusta. La quiero mucho, pero me molesta que lo sepa desde
ahora. Mis amigos dicen que eso me ayudará. No sé...
30 de enero
¡La
adoro! La veo todos los días. Viene a la piscina por las mañanas y por las
tardes. Tenemos nuestra banca, como Enrique y Carlos. Los mocosos son una
pesadilla. Nos miran y se ríen de nosotros. Ella tiene miedo de que su hermano
nos vea.
Se la he
presentado a Carlos y a Enrique. Dicen que es muy bonita, pero no me gusta
cuando Carlos dice que tiene muy buenos brazos. Lo dice en broma, pero no me
gusta. Carmen, la enamorada de Enrique, me ha prometido hacerme el bajo. Ella
es mayor y entiende de esas cosas. ¡Qué complicado es todo! Ahora me dicen que
disimule; que no la deje entender que estoy templado. ¡Qué difícil! Además ella
ya lo sabe. Mañana voy a decirle para acompañarla hasta su casa...
31 de enero
Hoy la
acompañé hasta su casa. Nadie sabe cuánto la quiero.
Salieron.
Habían estado toda la mañana sentados en su banca, y por la tarde se habían bañado
juntos. Ahora, él la acompañaba hasta su casa por primera vez. Cecilia se moría
de miedo de que su hermano le acusara a su mamá. Manolo también tenía miedo.
«Ese mocoso es una pesadilla», pensaba, pero al mismo tiempo se sentía feliz de
acompañarla. ¡Cuánto la quería mientras caminaba a su lado! La veía con su
traje blanco y sus zapatos blancos, y eso de que fuera hija de austríacos le
parecía la cosa más exótica del mundo. La adoraba mientras la miraba de perfil
y comprobaba que su nariz era muy respingada, y que tenía las manos muy blancas
y limpias. Adoraba el movimiento de sus pies al caminar. «Es linda. Debe ser
buenísima. Parece un pato.» Y desde entonces la llamó «pato», y a ella no le
molestaba porque le gustaban los patos, y le gustaban las bromas. La adoraba
cuando se reía, y se le arrugaba la nariz: «es tan linda». Al llegar a una
esquina, Cecilia le señaló su casa, y le dijo que era mejor que se despidieran
allí. Manolo le confesó que ya conocía la casa, y que la había seguido un día.
Ella sonrió, y le dijo que mañana también iría a la piscina.
7 de febrero
La
acompañó todos los días hasta la puerta de su casa. Su mamá nos ha visto, pero
se hace la que no se da cuenta, y no se molesta. Creo que es buena gente.
¡Cecilia no sabe cuánto la quiero! Es tan difícil decir todo lo que uno siente.
Hoy, por ejemplo, cuando regresábamos de la piscina, ella me dijo que sus
padres la habían amenazado con ponerla interna porque sus notas no habían sido
muy buenas. Me di cuenta de que eso la preocupaba mucho. Hubiera querido
abrazarla. Hubiera querido decirle que si la mandaban interna, yo iría a verla
todos los días por la ventana del colegio (no sé cómo, porque yo también estoy
interno). Quise decirle tantas cosas, y sólo me atreví a decir que no se preocupara,
que todos los padres dicen lo mismo. Es terrible lo poco que uno dice, y lo
mucho que siente. La quiero tanto...
10 de febrero
Podría
morirme. Ayer Cecilia no vino a la piscina porque una compañera de clase la
había invitado. La extrañé mucho. Carlos y Enrique se burlaban. Hoy la he visto
nuevamente. ¡Qué maravilloso fue verla entrar! Parecía un pato. Ya todos mis
amigos la llaman «pato», y yo le he regalado una figura de un pato que hizo uno
de mis hermanos. Pero Cecilia me ha contado algo terrible. Ayer, en casa de su
amiga, estuvo con César. César es el don Juan de mi colegio. Es el mayor de
todo el colegio y un matón. No puedo tolerarlo. Me parece que me voy a volver
loco encerrado aquí, en mi cuarto. ¿Cómo hacer para que no regrese donde esa
amiga? Tengo que hablar con Carmen. No debo escribir más. Esto no es de hombre.
Pero podría morirme...
12 de febrero
Hoy
Cecilia y yo casi nos hemos muerto de vergüenza. Estábamos regresando a su
casa. No sé por qué me sentía tan decidido. Me parecía que de un momento a otro
me iba a declarar. ¡Si no hubiera sido por esos malditos perros! Casi nos hemos
muerto de vergüenza. Estaba uno montado sobre el otro. Yo los vi desde que
entramos a esa calle, pero no sabía qué hacer. Quería regresar, pero cómo le
explicaba a Cecilia. No podía pensar, y cuando traté de hablar ya ella estaba
más colorada que yo. Los perros seguían. Estaban cachando... No pudimos hablar
hasta que llegamos a su casa. Pero «no hay mal que por bien no venga», porque
Cecilia me presentó a su mamá, y con lo confundido que estaba casi no me
importó. Creo que la señora...
15 de febrero
Y ahora
tengo que invitar a Cecilia al cine. Mis amigos están preparando todo. En el
cine, tengo que pasarle el brazo un rato después de que empiece la película. Si
no protesta, debo tratar de acariciarle el hombro. En la fila de atrás estarán
Enrique con Carmen y Carlos con Vicky. Ellos se encargarán de darme valor. Pepe
y el Chino se sentarán, uno a cada lado nuestro, y hacia la mitad de la
película cambiarán de asiento, alegando no ver bien. Así podré actuar sin que
los vecinos me molesten. Ellos llegarán antes que yo, para coger asiento. Todo
esto me parece imposible. Si Cecilia se da cuenta podría molestarse. Hasta
cuándo durará todo esto. Sería tan fácil que la llamara por teléfono en este
instante y le dijera cuánto la quiero. ¡Qué manera de complicarme la vida! Si
todo terminara en el cine; pero no: por la noche, iremos al Parque Salazar, y
allí tengo que declararme.
16 de febrero
¡Estoy
feliz! Estoy muy nervioso. Cecilia ha aceptado mi invitación. Iremos todos al
cine «Orrantia». Sus padres la llevarán, y yo debo esperarla en la puerta a las
tres y media de la tarde. Mis amigos entrarán un rato antes para coger los
asientos. Dice Cecilia que después irá a tomar el té a casa de una amiga, en
Miraflores, y que luego irán al Parque Salazar juntas. Creo que la primera
parte ha salido bien. Estoy muy nervioso, pero estoy contento.
17 de febrero
Soy el
hombre más feliz de la tierra. Cecilia. ¡Cecilia! No puedo escribir. No podré
dormir. ¡No importa!
No se
hizo esperar. A las tres y media, en punto, Manolo la vio descender del
automóvil de sus padres, en la puerta del cine. ¡Qué linda! ¡Qué bien le
quedaba aquel traje verde! Era la primera vez que la veía con tacón alto. Más
alta, más bonita, más graciosa. Parecía un pato en una revista en colores para
niños.
—Cecilia.
—Hola,
Manolo. ¿Y tus amigos?
—Nos
esperan adentro. Están guardándonos sitio. Ya tengo las entradas.
—Gracias.
Manolo
sabía dónde estaban sus amigos. Avanzó hacia ellos, y esperó de pie, mientras
Cecilia los saludaba. Se sentía incapaz de hacer lo que tenía que hacer, pues
temía que ella se diera cuenta que todo aquello estaba planeado. Sin embargo,
Cecilia muy tranquila y sonriente, parecía ignorar lo que estaba pasando. Se
sentaron.
—No se
vayan —le decía Manolo al Chino, que estaba a su izquierda. Pero el Chino no le
hacía caso—. No te vayas, Pepe.
—No te
muñequees, Manolo —dijo Pepe, en voz baja, para que Cecilia no lo escuchara.
Las luces
se apagaron, y empezó la función. Manolo sentía que alguien golpeaba su butaca
por detrás: «Es Carlos.» Cecilia miraba tranquilamente hacia el ecran, y no
parecía darse cuenta de nada. Estaban pasando un corto de dibujos animados.
Faltaba aún el noticiario, y luego el intermedio. Manolo no sabía cómo se
llamaba la película que iban a ver. Había enmudecido.
Durante
el intermedio, Cecilia volteó a conversar con Carmen y Vicky, sentadas ambas en
la fila de atrás. Manolo, por su parte, conversaba con Carlos y Enrique. Le
parecía que todo eso era un complot contra Cecilia, y se ponía muy nervioso al
pensar que podía descubrirlo. Miró a Carmen, y ella le guiñó el ojo como si
quisiera decirle que las cosas marchaban bien. Cecilia, muy tranquila, parecía
no darse cuenta de lo que estaba pasando. De vez en cuando miraba a Manolo y
sonreía. Las luces se apagaron por segunda vez, y Manolo se cogió fuertemente
de los brazos de su asiento.
No podía
voltear a mirarla. Sentía que el cuello se le había endurecido, y le era
imposible apartar la mirada del ecran. Era una película de guerra y ante sus
ojos volaban casas, puentes y tanques. Había una bulla infernal, y, sin
embargo, todo aquello parecía muy lejano. No lograba comprender muy bien lo que
estaba ocurriendo, y por más que trataba de concentrarse, le era casi imposible
seguir el hilo de la acción. Recordó que Pepe y el Chino se iban a marchar
pronto, y sintió verdadero terror. Cecilia se iba a dar cuenta. Se iba a
molestar. Todo se iba a arruinar. En el ecran, un soldado y una mujer se besaban
cinematográficamente en una habitación a oscuras.
—No veo
nada —dijo Pepe—. Voy a cambiarme de asiento.
—Yo
también —agregó el Chino, pidiendo permiso para salir.
«Se tiene
que haber dado cuenta. Debe estar furiosa», pensó Manolo, atreviéndose a mirarla
de reojo: sonriente, Cecilia miraba al soldado, que continuaba besando a la
mujer en el ecran. «Parece que no se ha dado cuenta», pensó mientras sentía que
sus amigos, atrás, empezaban nuevamente a golpear su butaca. «Tengo que
mirarla». Pero en ese instante estalló una bomba en el ecran y Manolo se
crispó. «Tengo que mirarla». Volteó: en la oscuridad, Cecilia era la mujer más
hermosa del mundo. «No pateen, desgraciados.» Pero sus amigos continuaban.
Continuaron hasta que vieron que el brazo derecho de Manolo se alzaba
lentamente. Lenta y temblorosamente. «¿Por qué no patean ahora?» se preguntaba
suplicante. Se le había paralizado el brazo. No podía hacerlo descender. Se le
había quedado así, vertical, como el asta de una bandera. Alguien pateó su butaca
por detrás, y el brazo empezó a descender torpemente, y sin dirección. Manolo
lo sintió resbalar por la parte posterior del asiento que ocupaba Cecilia,
hasta posarse sobre algo suave y blando: «La pierna de Vicky», se dijo,
aterrorizado. Pero en ese instante, sintió que alguien lo levantaba y lo
colocaba sobre el hombro de Cecilia. La miró sonriente, la mirada fija en el
ecran, Cecilia parecía no haberse dado cuenta de todo lo que había ocurrido.
La moda:
formidable solución para nuestra falta de originalidad. El Parque Salazar
estaba tan de moda en esos días, que no faltaban quienes hablaban de él como
del «parquecito». Hacía años que muchachos y muchachas de todas las edades
venían sábados y domingos en busca de su futuro amor, de su actual amor, o de su
antiguo amor. Lo importante era venir, y si uno vivía en el centro de Lima y
tenía una novia en Chucuito, la iba a buscar hasta allá, para traerla hasta
Miradores, hasta el «parquecito» Salazar. Incomodidades de la moda: comodidades
para nuestra falta de imaginación. Esta limeñísima institución cobró tal auge
(creo que así diría don Ricardo Palma), que fue preciso que las autoridades
intervinieran. Se decidió ampliar y embellecer el Parque. Lo ampliaron, lo
embellecieron, y los muchachos se fueron a buscar el amor a otra parte.
Manolo no
comprendía muy bien eso de ir al Parque Salazar. Le incomodaba verse rodeado de
gente que hacía exactamente lo mismo que él, pero no le quedaba más remedio que
someterse a las reglas del juego. Y dar vueltas al Parque, con Cecilia, hasta
marearse, era parte del juego. No podía hablarle, y tenía que hablarle antes
que se enfriara todo lo del cine. «Esperaré unos minutos más, y luego le diré
para regresar a casa de su amiga», pensó. Era la mejor solución. Ella no se
opondría, pues, allí la iban a recoger sus padres, y en cuanto a la amiga, lo
único que le interesaba era estar a solas con su enamorado. Tampoco se
opondría. Sus amigos habían decidido dejarlo en paz esa noche. Les había
prometido declararse, y estaba dispuesto a hacerlo.
Caminaban
hacia la quebrada de Armendáriz. Cecilia había aceptado regresar a casa de su
amiga, y pasarían aún dos horas antes de que vinieran a recogerla. Tendrían
tiempo para estar solos y conversar. Manolo sabía que había llegado el momento
de declararse, pero no sabía cómo empezar, y todo era cosa de empezar. Después,
sería fácil.
—Llegamos
—dijo Cecilia.
—Podemos
quedarnos aquí, afuera.
Era una
casa de cualquier estilo, o como muchas en Lima, de todos los estilos, un muro
bastante bajo separaba el jardín exterior de la vereda. Al centro del muro,
entre dos pilares, una pequeña puerta de madera daba acceso al jardín. Manolo y
Cecilia se habían sentado sobre el muro, y permanecían en silencio mientras él
buscaba las palabras apropiadas para declararse, y ella estudiaba su respuesta.
Una extraña idea rondaba la mente de Manolo.
—Cecilia
¿Me permites hacer una locura?
—Todo
depende de lo que sea.
—Di que
sí. Es una tontería.
—Bueno,
pero dime de qué se trata.
—¿Lo
harás?
—Sí, pero
dímelo.
—¿Podrías
subirte un momento sobre este pilar?
—Bueno,
pero estás chiflado.
La amaba
mientras subía al muro, y le parecía que era una muchacha maravillosa porque
había aceptado subir. Desde la vereda, Manolo la contemplaba mientras se
llevaba ambas manos a las rodillas, cubriéndolas con su falda para que no le
viera las piernas.
—Ya,
Manolo. Apúrate. Nos van a ver, y van a pensar que estamos locos.
—Te
quiero, Cecilia. Tienes que ser mi enamorada.
—¿Para
eso me has hecho subirme aquí?
Cecilia
dio un salto, y cayó pesadamente sobre la vereda como una estatua que cae de su
pedestal. Lo miró sonriente, pero luego recordó que debía ponerse muy seria.
.—Cecilia...
—Manolo
—dijo Cecilia, en voz muy baja, y mirando hacia el suelo—. Mis amigas me han
dicho que cuando un muchacho se te declara, debes hacerlo esperar. Dicen que
tienes que asegurarte primero. Pero yo soy distinta. Manolo. No puedo mentir.
Hace tiempo que tú también me gustas y te mentiría si te dijera que... Tú
también me gustas, Manolo...
A las
nueve de la noche, los padres de Cecilia vinieron a recogerla. Manolo la vio
partir, y luego corrió a contarles a sus amigos, por qué esa noche era la noche
más feliz de su vida.
2 de marzo
Nos vemos
todos los días, mañana y tarde, en la piscina. Tenemos nuestra banca, y ahora
tenemos derecho a permanecer largo rato con Carmen y con Enrique, con Carlos y
con Vicky. Hoy le he cogido la mano por primera vez. Sentí que uno de los más
viejos sueños de mi vida se estaba realizando. Sin embargo, después sentí un
inmenso vacío. Era como si hubiera despertado de un sueño. Creo que es mejor
soñar. Me gustaría que las cosas vinieran con más naturalidad. Todavía me falta
besarla. Según Carlos, debo besarla primero disimuladamente, mientras estamos
en nuestra banca. Después tendré que llevarla a pasear por los jardines, entre
los árboles. ¿Hasta cuándo no podré quererla en paz? La adoro. Tenemos nuestra
banca. Tenemos nuestro cine, pero nada es tan importante como la calle y el
muro que tenemos en Miraflores...
6 de marzo
Hoy llevé
a Cecilia por los jardines. Nos escondimos entre unos árboles, y la besé muchas
veces. Nos abrazábamos con mucha fuerza. Ella me dijo que era el primer hombre
que la besaba. Yo seguí los consejos de Enrique, y le dije que ya había besado
a otras chicas antes. Enrique dice que uno nunca debe decirle a una mujer que
es la primera vez que besa, o cualquier otra cosa. Me dio pena mentirle. Hacía
mucho rato que nos estábamos besando, y yo tenía miedo de que alguien viniera.
Cecilia no quería irse. Un jardinero nos descubrió y fue terrible. Nos miraba
sin decir nada, y nosotros no sabíamos qué hacer. Regresamos corriendo hasta la
piscina. Todo esto tiene algo de ridículo. Cecilia se quedó muy asustada, y me
dijo que teníamos que ir a misa juntos y confesarnos...
7 de marzo
Hoy nos
hemos confesado. No sabía qué decirle al padre. Enrique dice que no es pecado,
pero Cecilia tenía cada vez más miedo. A mí me provocaba besarla de nuevo para
ver si era pecado. No me atreví. Gracias a Dios, ella se confesó primero. Yo la
seguí y creo que el padre se dio cuenta de que era su enamorado. Me preguntó si
besaba a mi enamorada antes de que yo dijera nada. Al final de la misa nos vio
salir juntos y se sonrió.
Cecilia
me ha pedido que vayamos a misa juntos todos los domingos. Me parece una buena
idea. Iremos a misa de once, y de esa manera podré verla también los domingos
por la mañana. Además, estaba tan bonita en la iglesia. Se cubre la cabeza con
un pañuelo de seda blanco, y su nariz respingada resalta. Se pone linda cuando
reza, y a mí me gusta mirarla de reojo. Tiene un misal negro, inmenso, y muy
viejo. Dice que se lo regaló una tía que es monja, cuando hizo su primera
comunión. Lo tiene lleno de estampas, y entre las estampas hay una foto mía. Me
ha confesado que le gusta mirarla cuando reza. Cecilia es muy buena...
14 de marzo
No me
gusta tener que escribir esto, pero creo que no me queda más remedio que
hacerlo. Dejar de decir una cosa que es verdad, es casi como mentir. Nunca
dejaré que lean esto. Sólo sé que ahora odio a César más que nunca. Lo odio. Si
Cecilia lo conociera mejor, también lo odiaría.
La estaba
esperando en la puerta del cine «Orrantia» (nuestro cine). Todo marchaba muy
bien hasta que pasó el imbécil de César. Me preguntó si estaba esperando a
Cecilia. Le contesté que sí. Se rió como si se estuviera burlando de mí, y me
preguntó si alguna vez me había imaginado a Cecilia cagando. Luego se largó
muerto de risa. No sé cómo explicar lo que sentí. Esa grosería. La asquerosidad
de ese imbécil. Me parecía ver imágenes. Rechazaba todo lo que se me venía a la
imaginación. Sólo sé que cuando Cecilia llegó, me costaba trabajo mirarla. Le
digo que la adoro, y siento casi un escalofrío. Pero la voy a querer toda mi
vida.
La amaba
porque era un muchacho de quince años, y porque ella era una muchacha de quince
años. Cuando hablaba de Cecilia, Manolo hablaba siempre de su nariz respingada
y de sus ojos negros; de sus pecas que le quedaban tan graciosas y de sus
zapatos blancos. Hablaba de las faldas escocesas de Cecilia, de sus ocurrencias
y de sus bromas. Le cogía la mano, la besaba, pero todo eso tenía para él algo
de lección difícil de aprender. De esas lecciones que hay que repasar, de vez
en cuando, para no olvidarlas. No prestaba mucha atención cuando sus amigos le
decían que Cecilia tenía brazos y bonitas piernas. Su amor era su amor. Él lo
había creado y quería conservarlo como a él le gustaba. Cecilia tenía más de
pato, de ángel, y de colegiala, que de mujer. Cuando le cogía la mano era para
acariciarla. Le hablaba para que ella le contestara, y así poder escuchar su
voz. Cuando la abrazaba, era para protegerla. (Casi nunca la abrazaba de día).
No conocía otra manera de amar. ¿Había, siquiera, otra manera de amar? No
conocía aún el amor de esa madre, que sonriente, sostenía con una mano la
frente del hijo enfermo, y con la otra, la palangana en que rebalsaba el
vómito. Sonreía porque sabía que vomitar lo aliviaría. Manolo no tenía la
culpa. Cecilia era su amor.
18 de marzo
Hoy
castigaron a Cecilia, pero ella es muy viva, y no sé qué pretexto inventó para
ir a casa de una amiga. Yo la recogí allí, y nos escapamos hasta Chaclacayo.
Somos unos bárbaros, pero ya pasó el susto, y creo que ha sido un día
maravilloso. Llegamos a la hora del almuerzo. Comimos anticuchos, choclos, y picarones,
en una chingana. Yo tomé una cerveza, y ella una gaseosa. Por la radio,
escuchamos una serie de canciones de moda. Dice Cecilia que cuando empiece el
colegio, nos van a invitar a muchas fiestas, y que tenemos que escoger nuestra
canción. La chingana estaba llena de camioneros, y a mí me daba vergüenza
cuando decían lisuras, pero Cecilia se reía y no les tenía miedo. Ellos también
se rieron con nosotros. Nos alcanzó la plata con las justas, pero pudimos
guardar lo suficiente para el regreso. Al salir, caminamos hasta Santa Inés. Es
un lugar muy bonito, y el sol hace que todo parezca maravilloso. Nos paseamos
un rato largo, y luego decidimos bajar hasta el río. Allí nos quitamos los
zapatos y las medias, y nos remangamos los pantalones. Nos metimos al río,
hicimos una verdadera batalla de agua. Somos unos locos. Salimos empapados,
pero nos quedamos sentados al borde del río, y nuestra ropa, empezó a secarse.
Cazamos algunos renacuajos, pero nos dio pena, y los devolvimos al río antes de
que se murieran. Debe haber sido en ese momento que la empecé a besar. Estaba
echada de espaldas, sobre la hierba. Sentía su respiración en mi pecho. Cecilia
estaba muy colorada. Hacía un calor bárbaro. Nos besamos hasta que el sol
empezó a irse. Nos quedamos mudos un rato largo. Cecilia fue la primera en
hablar. Me dijo que nuestra ropa ya se había secado.
Era ya de
noche cuando regresamos a Lima. Nadie sabrá nunca cuánto nos queríamos en el
ómnibus. Nos dio mucha risa cuando ella encontró un pedazo de pasto seco entre
sus cabellos. La quiero muchísimo. Volveremos a Chaclacayo y a Santa Inés.
25 de marzo
Detesto
esas tías que vienen de vez en cuando a la casa, y me dicen que he crecido
mucho. Sin embargo, parece que esta vez es verdad. Cecilia y yo hemos crecido.
Hoy tuvimos que ir, ella donde la costurera, y yo donde el sastre, para que le
bajen la basta a nuestros uniformes del colegio. La adoraba mientras me probaba
el uniforme, y me imaginaba lo graciosa que quedaría ella con el suyo. Le he
comprado una insignia de mi colegio, y se la voy a regalar para que la lleve
siempre en su maleta. Estoy seguro de que ella también pensaba en mí mientras
se probaba su uniforme.
11 de abril
Es
nuestro último año de colegio. Vamos a terminar los dos de dieciséis años, pero
yo los cumplo tres meses antes que ella. Estoy nuevamente interno. Es terrible.
No nos han dejado salir el primer fin de semana. Dicen que tenemos que
acostumbrarnos al internado. Recién la veré el sábado. Tengo que hacerme amigo
de uno de los externos para que nos sirva de correo.
Estoy
triste y estoy preocupado. Estaba leyendo unos cuentos de Chejov, y he
encontrado una frase que dice: «Porque en el amor, aquel que más ama, es el más
débil». Me gustaría ver a Cecilia.
América era hija de un matrimonio de
inmigrantes italianos. Una de las muchachas más hermosas de Lima. ¡Qué bien le
queda su uniforme de colegiala! Su uniforme azul marino de colegiala. De
colegiala que ya se cansó de serlo. De colegiala con mentalidad pre-automovilística,
pre-lujosa, y prematrimonial. De colegiala que se aburre en las clases de
literatura, que jamás comprendió las matemáticas, y que piensa sinceramente que
Larra se suicidó por cojudo, y no por romántico. Era su último año de colegio,
y no sabía como ingeniárselas para que su uniforme pareciera traje de
secretaria. Usaba las faldas bastante más cortas que sus compañeras de clase, y
se ponía las blusas de cuando estaba en tercero de media. ¡América! ¡América!
Si no hubieras estado en colegio de monjas, tus profesores te hubieran
comprendido. Pero, ¿para qué?, ¿para quién?, esas piernas tan hermosas debajo
de la carpeta. Refregaba sus manos sobre sus muslos, y se llenaba de
esperanzas. Las refregaba una y otra vez hasta que sonaba el timbre de salida.
Tomaba el ómnibus en la avenida Arequipa, y se bajaba al llegar a la Plaza San Martín.
Cruzaba la Plaza San
Martín y sentía un poco de vergüenza de caminar con el uniforme azul. Pero a
los hombres no les importaba: «Así vestida de azul, la haría bailar», dijo un
bongosero que salía de un night club. América sintió un escalofrío. Pero los
músicos no eran su género, ni tampoco ese flaco con cara de estudiante de
letras, que la veía pasar diariamente, rumbo a la bodega de sus padres, en el
jirón Huancavelica. Pero ese flaco no estaba esperándola hoy día, y a América
le fastidió un poco no verlo.
Hoy no la he visto pasar sin mirarme. Amor
amor amor. Volverás. Vuelve amor vuelve. Con seguridad de amor. Vuelve amor.
Porque no la he visto pasar sin mirarme y voy a pedir un café y no me estoy
muriendo. Vuelve amor sentir amor amar sentir. Antes. Como antes. Luchar por
amar y no culos. Verla pasar amar. No culos. Sentir amor. Me ve. No me mira. Me
ve. Vuelve amor. Café café. Nervios. Nervioso. Ya debe haber pasado. No se había
parado a esperarla, y de acuerdo con su reloj ya debería haber pasado. Las
cosas mejoraban: había sufrido un poco al no verla. Estaba optimista. Quería
amarla como amaba antes; como había amado antes. «Es posible», se decía. «Es
posible», y recordaba que una vez se había desmayado al ver una muchacha
demasiado todo lo bueno para ser verdad. «Es posible.» Desde su mesa, en un
café de las Galerías Boza, Manolo veía a Marta que se acercaba sonriente.
«Marta la fea. Inteligente. Debería quererla. No.» Marta conocía a Manolo;
conocía también a América, y había aceptado presentársela. Pero antes quería
hablarle; aconsejarlo. Hablar al viento.
—Siéntate, Marta.
—Ya debe haber pasado.
—Hace cinco minutos. ¿Un café?
—Bueno, gracias. ¿Y, Manolo?
—¿Mañana?
—Estás loco, Manolo —dijo Marta, con voz
maternal—. No sabes en lo que te metes.
—La quiero, Marta. La quiero mucho.
—No la conoces.
—Pero estoy seguro de lo que digo. No te
rías, pero yo tengo una especie de poder, una cierta intuición. No sé cómo
explicarte, pero cuando veo una cara que me gusta así, adivino todo lo que hay
dentro. Ya sé cómo es América. Me la imagino. La presiento.
—Y te arrojas a una piscina sin agua. Ya lo
has hecho.
—Tú y tus fórmulas.
—Ya lo has hecho.
—Era otra cosa.
—Terco como una mula —dijo Marta—. Te la
voy a presentar. Después de todo, ¿por qué no? Allá tú.
—¡Gracias, Marta! ¡Gracias!
—Pero es preciso que te diga que América es
todo lo contrario de una chica inteligente.
—Uno no quiere a una persona porque es
inteligente —dijo Manolo, desviando la mirada al darse cuenta de que había
metido la pata.
—¿Y con el cuerpazo de América? ¿Tú crees
que eso es amor?
—¡Nada de eso! —exclamó Manolo, fastidiado
al comprobar que su mano no temblaba mientras cogía la taza de café—. Nada de
eso. Sus ojos. Su cara maravillosa.
—Y esa blusita de su hermana menor...
—¡Nada de eso! Como antes.
—¿Como qué antes?
—No podría explicártelo —dijo Manolo—, pero
tú comprendes.
—Me imagino que yo debo comprender todo.
Estas últimas palabras, pronunciadas con
cierta tristeza y resignación, lo dejaron pensativo. Recordaba las veces que
Marta lo había invitado a tomar té a su casa. ¡Cuántas veces le había mandado
entradas para el teatro, o para el cine? ¿Y él? ¿Qué había hecho él por Marta?
Era la primera vez que la invitaba y la invitaba para que le presentara a otra
chica. «Hay dos tipos de mujeres», pensó: «las que uno ama, y las Martas. Las
que lo comprenden todo». La miró: bebía su café en silencio. Una sola palabra
suya, y la hubiera hecho feliz; la hubiera pasado al grupo de las que uno ama.
Pero Manolo había nacido mudo para esas palabras. «Si un día termino con
América, pensó. «América. América. Las piernas de América. No. No. Los ojos de
América.»
—Toda la vida andas sin plata —dijo Marta.
Y anunció—: A América le gustan los muchachos que gastan plata.
—No importa —dijo Manolo—. Vive en
Chaclacayo, y allá no hay en que gastar la plata. Sólo hay que gastar en cine o
en helados, y tan pelado no estoy.
—¿Y qué vas a hacer con lo del automóvil?
—le preguntó, mirándolo fijamente para observar su reacción—. ¿Te vas a comprar
uno? Sin automóvil ni te mirará.
—Gracias por llamarla puta —dijo Manolo,
indignado.
—No la he llamado eso. Ni siquiera lo he
pensado, pero América es una chica alocada, y ya te dije que no es inteligente.
—Confío en mi suerte, y en mi imaginación.
—¿En tu imaginación?
—Ya verás —dijo Manolo, sonriente—. Si
supieras todo lo que se me está ocurriendo.
—Veremos. Veremos.
—Mañana me la presentas. Será cosa de un
minuto. Después, todo corre por mi cuenta.
—Mañana no puedo, Manolo —dijo Marta—.
Tengo cita con el oculista. Parece que además de todo me van a poner anteojos.
—¿Entonces, cuándo? —preguntó Manolo,
fingiendo no haber escuchado las últimas palabras de Marta.
—Pasado mañana. Espérame en la puerta del
cine San Martín.
—Tú te encuentras con ella, y luego yo paso
como quien no quiere la cosa. Me llamas, y ya está.
—No te preocupes —dijo Marta—. Será como tú
quieras. Será fácil retenerla para que puedas conversar un rato con ella.
—Sí. Sí. Tengo que ganar tiempo. Pronto
empezarán los exámenes finales, y ya no vendrá a clases.
—Te pasarás el verano en Chaclacayo.
—¡El verano es mío! —exclamó Manolo,
sonriente—. Eres un genio, Marta.
—Bueno, Manolo. Este genio se va.
—No te vayas —dijo Manolo, satisfecho al
darse cuenta de que la partida de Marta lo apenaba—. Vamos al cine.
—No hay una sola película en Lima que yo no
haya visto —dijo Marta, con voz firme.
Manolo se puso de pie para despedirse de
ella. Había comprendido el mensaje que traían sus últimas palabras, y sabía que
era inútil insistir. Como de costumbre, Marta había «olvidado» su paquete de
cigarrillos para que Manolo lo pudiera coger. No sabía que decirle. Le extendió
la mano.
—Adiós, Manolo. Hasta pasado mañana.
—Adiós, Marta.
—¿Vendrás mañana a verla pasar? —preguntó
Marta.
—Es el último día que pasa sin conocerla
—respondió Manolo—. ¿Tú crees que me voy a negar ese placer?
—Loco.
—Sí, loco —repitió Manolo, en voz baja,
mientras Marta se alejaba. No era su partida lo que lo entristecía, sino el darse
cuenta de que ya no tendría con quién hablar de América. Llamó al mozo del café
y le pagó. Luego, caminó hasta la calle Boza, y se detuvo a contemplar la
vereda por donde diariamente pasaba América hacia la bodega de sus padres. «Sus
caderas. No. No. Sus ojos. Mañana.»
América salía del colegio a las cinco de la
tarde, y él salía de la
Universidad a las cinco de la tarde. Pero ella tenía que
tomar el ómnibus, y en cambio él estaba cerca de la Plaza de San Martín.
Caminaba lentamente y estudiando las reacciones de su cuerpo: «Nada». Se
acercaba a la Plaza San
Martín, y no sentía ningún temblor en las piernas. El pecho no se le oprimía, y
respiraba con gran facilidad. No estaba muñequeado. Encendió un cigarrillo, y
nunca antes estuvo su mano tan firme al llevar el fósforo hacia la boca. Llegó
a la Plaza San
Martín, y se detuvo para contemplar, allá, al frente, el lugar en que la
esperaba todos los días. Vio llegar uno de los ómnibus de la avenida Arequipa,
y no sintió como si se fuera a desmayar. «Todavía es muy temprano», se dijo,
arrojando el cigarrillo, y cruzando la plaza hasta llegar a la esquina de la
calle Boza. Se detuvo. Desde allí la vería bajar del ómnibus, y caminar hacia
él: como siempre. Se examinaba. Le molestaba que América supiera que la miraba.
Hacía tanto tiempo que la miraba, que ya tenía que haberse dado cuenta. «¿Y si
se hace la sobrada? ¿Si Marta no viene mañana? ¿Si me deja plantado? ¿Si cambia
de idea? ¿Si decide no presentármela?» Estas preguntas lo mortificaban. «Te
quiero, América.» Sintió que la quería, y sintió también un ligero temblor en
las piernas. Sin embargo, no sintió que perdía los papeles al ver que América
bajaba del ómnibus, y eso le molestó: perder los papeles era amor para Manolo.
América avanzaba. Distinguía su blusa blanca entre el chalequillo abierto de
uniforme. Sus zapatos marrones de colegiala. Su melena castaña rojiza de
domadora de fieras. Avanzaba. Veía ahora el bulto de sus senos bajo la blusa
blanca. Los botones dorados del uniforme. Se acercaba, y Manolo no le quitaba
los ojos de encima... Linda. Linda. Linda. Te quiero tanto. Te siento. Cerca.
Más cerca. Yo te quiero tanto. Cigarrillo. ¿En qué momento encendido? Sus ojos.
Buenas piernas. Pero sus ojos. La blusa. Marta. ¡Mierda! Mañana mañana ven ven.
La falda con las caderas. Piernas. La quiero. Como antes. Y América estaba a su
lado. Pasaba a su lado, y su blusa se abultaba cada vez más al pasar de perfil,
y ya no estaba allí, y él no volteó para no verle el culo, y porque la quería.
—¡Manolo! —llamó una voz de mujer, desde
atrás. Manolo sintió que se derrumbaba. Le costó trabajo voltear.
—¡Marta! —exclamó, asombrado. Marta estaba
con América.
—¡Qué ha sido de tu vida, Manolo? ¿Qué
haces allí parado?
—Espero a un amigo.
—Ven, acércate —dijo Marta, sonriente—.
Quiero presentarte a una amiga.
—Mucho gusto —dijo Manolo, acercándose y
extendiendo la mano para saludar a América.
Era una mano áspera y caliente, y Manolo no
sabía en que parte del cuerpo había sentido un cosquilleo. América, ahí,
delante suyo, lo miraba sin ruborizarse, y era amplia y hermosa. El uniforme no
le quedaba tan estrecho, pero era como si le quedara muy estrecho. Esa piel
morena, ahí, delante suyo, era como la tierra húmeda, y el hubiera querido
tocarla. Marta sonreía confiada, pero a Manolo le parecía que era una mujer
insignificante y la odiaba. América también sonreía, y Manolo hubiera querido
coger esa cabellera larga; esas crines de muchacha malcriada y sucia que no se
peinaba para fastidiar a los hombres. Y su blusa se inflaba cuando sonreía, y a
Manolo le parecía que sus senos se le acercaban, y era como si los fuera a
emparar.
—Vamos a tomar una Coca-Cola —dijo Marta.
—No puedo —dijo América—. Mis padres me
esperan en la tienda (ella no la llamaba bodega).
—Yo tampoco —dijo Manolo—. Tengo que
esperar a mi amigo (mentía porque quería huir).
—¿Cuándo empiezan tus exámenes, América?
—preguntó Marta tratando de retenerla.
—Dentro de veinte días —respondió—. No sé
cómo voy a hacer. No sé nada de nada.
—En quinto de media no se jalan a nadie
—dijo Manolo.
—¿Tú crees? Ojalá.
—No te preocupes, América —dijo Manolo—. Ya
verás cómo no se jalan a nadie.
—Y después, ¿qué piensas hacer?
—Nada. Descansar.
—¿Te quedas en Chaclacayo?
—Sí. ¿Qué voy a hacer? Es muy aburrido en
verano, pero ¿qué voy a hacer?
—Todo el mundo se va a la playa —dijo
Manolo.
—Yo sólo puedo ir los sábados y domingos.
—¿Y la piscina de Huampaní? —preguntó
Manolo.
—Es el último recurso, aunque a veces
vienen amigos con carro y me llevan a la playa.
—Yo tengo una casa muy bonita en Chaclacayo
—dijo Manolo, ante la mirada de asombro de Marta, que sabía que estaba
mintiendo—. Tiene una piscina muy grande —continuó—. Hace años que no vamos y
está desocupada. Si quieres, te puedo invitar un día a bañarnos.
—Nunca te he visto en Chaclacayo —dijo
América.
—Ya me verás
América se despidió sonriente, y continuó
su camino hacia la bodega de sus padres. Manolo la miraba alejarse, y pensaba
que esa falda no hubiera aguantado otro año de colegio sin reventar. Estaba
contento. Muy contento. Con América todo sería perfecto, porque había perdido
los papeles en el momento en que Marta se la presentó y cuando el perdía los
papeles, eso era amor. La amaba, y América sería como el amor de antes. Todo
volvería.
—Perdóname —dijo Marta—. Piensa que ya saliste
de eso. Yo también ya salí de eso.
—No estaba preparado —dijo Manolo—. ¿Por
qué lo has hecho?
—Quería verte sufrir un poco —respondió
Marta—. Ya que tenía que hacerlo, por lo menos sacar algún provecho de ello. Y
te juro que nunca olvidaré la cara de espanto que pusiste. Era para morirse de
risa.
—Te felicito —dijo Manolo, pero se
arrepintió—: Gracias, Marta. Ahora ya todo es cosa mía.
—Avísame que tal te va —dijo Marta, y se
despidió.
Manolo la veía alejarse. «Si me va bien, no
volverás a saber de mí», pensó, y se dirigió a las Galerías Boza para tomar un
café. Al sentarse, escribió en una servilleta que había sobre la mesa: «El día
20 de noviembre, a las 5.30 de la tarde, Manolo conoció a América, y América
conoció a Manolo. Te amo». No mencionó a Marta para nada.
Los fines que perseguía Manolo al tratar de
conquistar a América eran dos: el primero, muy justo y muy bello: «Amar como
antes»; el segundo, menos vago, menos bello, pero también muy humano: fregar a
Marta. Sobre todo, desde aquel día en que lo encontró por la calle, y le
preguntó si América ya lo había mandado a rodar por no tener automóvil. Los
medios que utilizaba para lograr tales fines eran también dos: su imaginación
de estudiante de letras y la falta de imaginación (léase inteligencia) de
América. Cada vez que América decía una tontería, Manolo se inflaba de piedad,
confundía este sentimiento con el amor que tenía que sentir por ella, y odiaba
a Marta.
Había dejado de verla durante los veinte
días que estuvo en exámenes, durante la Navidad, y el Año Nuevo. La extrañaba. Habían
quedado en verse a comienzos de enero, en Chaclacayo.
Amaba Chaclacayo. Amaba todo lo que
estuviera entre Ñaña y Chosica. Recordaba su niñez, y los años que había vivido
en Chosica. No olvidaría aquellos domingos en que salía a pasear con su padre
por el Parque Central. Caminaban entre la gente, y su padre lo trataba como a
un amigo. Le costaba trabajo reconocerlo sin su corbata, sin su terno, sin su
ropa de oficina, sin su puntualidad, y sin sus órdenes. No era más que un niño,
pero se daba muy bien cuenta de que su padre era otro hombre. Un lunes, le
hubiera dicho: «Anda a comer. Estudia. Haz tus temas». Pero era domingo, y le
preguntaba: «¿Quieres regresar ya? Nos paseamos un rato más». Y él tenía que
adivinar lo que su padre quería, y adivinar lo que su padre quería era muy
fácil, porque siempre estaba de buen humor los domingos; porque era otro
hombre, como un amigo que lo lleva de la mano; y porque estaba vestido de
sport. Llevaría a América a Chosica, le contaría todas esas cosas, y ella sería
un amor como antes, como quince años. Ya vería Marta como América era la que el
creía y él tampoco había cambiado a pesar de haber aprendido tantas cosas. Sólo
le molestaba saber que tendría, que usar algunas tácticas imaginativas para
lograr todo eso. Pero el sol de Chaclacayo, y el sol de Chosica lo ayudarían.
Sí. El sol lo ayudaría como ayuda a los toreros. Este mismo sol que mantenía
vivos sus recuerdos, y que brilla todo el año menos el día en que uno lleva a
un extranjero para mostrarle que a media hora de Lima el sol brilla todo el
ano).
Entre el día tres de enero, en que Manolo
visitó por primera vez a América, en su casa de Chaclacayo, y el día primero de
febrero en que, sorprendido, escuchó que ella le decía: «Mi bolero favorito
(Manolo sintió una pena inmensa) es que te quiero, sabrás que te quiero», entre
esas dos fechas, muchas cosas habían sucedido.
Bajó de un colectivo cerca a la casa de
América, y se introdujo sin ser visto en el baño de un pequeño restaurante.
Rápidamente se vendó una de las manos, y se colgó el brazo en un pañuelo de
seda blanco, como si estuviera fracturado. Luego, se vendó un pie, y extrajo de
un pequeño maletín un zapato, al cual le había cortado la punta para que
asomaran por ella los dedos. Traía también un viejo bastón que había
pertenecido a su abuelo. Salió del baño, bebió una cerveza en el mostrador, y
cojeó entrenándose hasta la casa de América. Hacía mucho calor, y sentía que la
corbata que le había robado a su padre le molestaba. El cuello excesivamente
almidonado de su flamante camisa, le irritaba la piel. Sus labios estaban muy
secos mientras tocaba el timbre, y le temblaba ligeramente la boca del
estómago. «Como antes», pensó y sintió que perdía los papeles, pero era que
América aparecía por una puerta lateral, y que él pensaba que algo en su
atuendo podía delatarlo.
—¡Manolo! ¿Qué te ha pasado?
—Me saqué la mugre.
—¿Cómo así?
—En una carrera de autos con unos amigos.
—¡Te has podido matar!
«¿Y tú, cómo sabes?», pensó Manolo, un poco
sorprendido al ver que las cosas marchaban tan bien. Hubiera querido detener
todo eso, pero ya era muy tarde.
—Pudo haber sido peor —continuó—. Era un
carro sport, y no sé cómo no me destapé el cráneo.
—¿Y el carro?
—Ese sí que murió —respondió Manolo,
pensando: «Nunca nació».
—Y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Nada —dijo con tono indiferente—. Tengo
que esperar que mis padres vuelvan de Europa. Ellos verán si lo arreglan o me
compran otro. «No me creas, América», pensó, y dijo: No quiero arruinarles el
viaje contándoles que he tenido un accidente. De cualquier modo —«allá va el
disparo», pensó—, no podré manejar por un tiempo.
—Pero, ¿tu carro, Manolo?
—Pues nada —dijo, pensando que todo iba muy
bien—. El problema está en conseguir taxis que quieran venir hasta Chaclacayo.
—Usa los colectivos, Manolo. («Te quiero,
América.») No seas tonto.
—Ya veremos. Ya veremos —dijo Manolo,
pensando que todo había salido a pedir de boca—. ¿Y tus exámenes?
—Un ensarte —dijo América, con desgano—. Me
jalaron en tres, pero no pienso ocuparme más de eso.
—Claro. Claro. ¿Para qué te sirve eso?
«¿Para ser igual a Marta?», pensó.
—¿Vamos a bañarnos a Huampaní?
—¡Bestial! —exclamó Manolo. Sentía que se
llenaba de algo que podía ser amor.
—¿Y tus lesiones?
—¡Ah!, verdad. ¡Qué bruto soy...! Es que
cuando no me duelen me olvido de ellas. De todas maneras, te acompaño.
—No. No importa, Manolo —dijo América, en
quien parecía despertarse algo como el instinto maternal—. ¿Vamos al cine? Dan
una buena película. Creo que es una idiotez, pero vale la pena verla. Cuando
mejores, iremos a nadar.
—Claro —dijo Manolo. La amaba.
Durante diez días, Manolo cojeó al lado de
América por todo Chaclacayo. Diariamente venía a visitarla, y diariamente se
disfrazaba para ir a su casa. Sin embargo, tuvo que introducir algunas
variaciones en su programa. Variaciones de orden práctico: tuvo, por ejemplo,
que buscar otro vestuario, pues los propietarios del restaurante en que se
cambiaba, se dieron cuenta de que entraba sano y corriendo, y salía maltrecho y
cojeando. Se cambiaba, ahora, detrás de una casa deshabitada. Y variaciones de
orden sentimental: debido a la credulidad de América. Le partía el alma
engañarla de esa manera. Era increíble que no se hubiera dado cuenta: cojeaba
cuando se acordaba, se quejaba de dolores cuando se acordaba, y un día hasta se
puso a correr para alcanzar a un heladero. No podía tolerar esa situación. A
veces, mientras se ponía las vendas, sentía que era un monstruo. No podía
aceptar que ella sufriera al verlo tan maltrecho, y que todo eso fuera fingido.
¿Y cuando se acordaba de sus dolores? ¿Y cuando la hacía caminar lentamente a
su lado, cogiéndolo del brazo sano? Era un monstruo. «Adoro su ingenuidad», se
dijo un día, pero luego «¿y si lo hace por el automóvil?». «Y si cree que me
van a comprar otro?» Pero no podía ser verdad. Había que ver cómo prefería
quedarse con él, antes que ir a bañarse a la piscina de Huampaní. «Es mi amor»,
se dijo, y desde entonces decidió que tenía que sufrir de verdad, aunque fuera
un poco, y se introducía piedrecillas en los zapatos para ser más digno de la
credulidad de América, y de paso para no olvidarse de cojear.
Durante los días en que vino cubierto de
vendas, Manolo y América vieron todas las películas que se estrenaron en
Chaclacayo. Dos veces se aventuraron hasta Chosica, a pedido de Manolo. Fueron
en colectivo (él se quejó de que no hubiera taxis en esa zona). Y se pasearon
por el Parque Central, y recordaba su niñez. Recordaba cuando su padre se
paseaba con él los domingos vestidos de sport, y qué miedo de que le cayera un
pelotazo de fútbol en la cabeza. Porque no quería ver a su padre trompearse,
porque su padre era muy flaco y muy bien educado, y porque el temía que algunos
de esos mastodontes con zapatos que parecían de madera y estaban llenos de
clavos y cocos, le fuera a pegar a su padre. Y entonces le pedía para ir a
pasear a otro sitio, y su padre le ofrecía un helado, y le decía que no le
contara a su mamá, y le hablaba sin mirarlo. Hubiera querido contarle todas
esas cosas a América, y un día, la primera vez que fueron, trató de hacerlo,
pero ella no le prestó mucha atención. Y cuando América no le prestaba mucha
atención, sentía ganas de quitarse las piedrecillas que llevaba en los zapatos,
y que tanto le molestaban al caminar. Recordaba entonces que un tío suyo, muy
bueno y muy católico, se ponía piedrecillas en los zapatos por amor a Dios, y
pensaba que estaba prostituyendo el catolicismo de su tío, y que si hay
infierno, él se iba a ir al infierno, y que bestial sería condenarse por amor a
América, pero América, a su lado, no se enteraría jamás de esas cosas que Marta
escucharía con tanta atención.
—América —dijo Manolo. Era la segunda vez
que iban a Chosica, y tenía los pies llenos de piedrecillas.
—¿Qué?
—¿Cómo habrá venido a caer este poema en mi
bolsillo?
—A ver...
Bajando el valle de Tarma,
Tu ausencia bajó conmigo.
Y cada vez más los inmensos cerros...
Se detuvo. No quiso seguir leyendo: tres
versos, y ya América estaba mirando la hora en su reloj. Guardó el poema en el
bolsillo izquierdo de su saco, junto a los otros doce que había escrito desde
que la había conocido. Poemas bastante malos. Generalmente empezaban bien, pero
luego era como si se le agotara algo, y necesitaba leer otros poemas para
terminarlos. Casi plagiaba, pero era que América... La invitó a tomar una
Coca-Cola antes de regresar a Chaclacayo. El pidió una cerveza, y durante dos
horas le habló de su automóvil: «Era un bólido. Era rojo. Tenía tapiz de cuero
negro, etc.». Pero no importaba, porque cuando su padre llegara de Europa
seguro que le iba a comprar otro, y «¿qué marca de carro te gustaría que me
comprara, América? ¿Y de qué color te gustaría? ¿Y te gustaría que fuera sport
o simplemente convertible?». Y, en fin, todas esas cosas que iba sacando del
fondo de su tercera cerveza, y como América parecía estar muy entretenida, y
hasta feliz: «¡Imbécil! Marta», pensó.
El día catorce de enero, Manolo llegó ágil
y elegantemente a casa de América. No había olvidado ningún detalle: hacía dos
o tres meses que, por casualidad, había encontrado por la calle a Miguel, un
jardinero que había trabajado años atrás en su barrio. Miguel le contó que
ahora estaba muy bien, pues una familia de millonarios lo había contratado para
que cuidara una inmensa casa que tenían deshabitada en Chaclacayo. Miguel se
encargaba también de cuidar los jardines, y le contó que había una gran
piscina; que a veces, el hijo millonario del millonario venía a bañarse con sus
amigos; y que la piscina estaba siempre llena. «Ya sabes, niño», le dijo, «si
algún día vas por allá...». Y le dio la dirección. Cuando tocó la puerta de
casa de América, Manolo tenía la dirección en el bolsillo. —¡Manolo! —exclamó
América al verlo—. ¡Como nuevo!
—Ayer me quitaron las vendas
definitivamente. Los médicos dicen que ya estoy perfectamente bien. (Había
tenido cuidado de no hablar de heridas, porque le parecía imposible pintarse
cicatrices.)
Y durante más de una semana se bañaron
diariamente en Huampaní. Por las noches, después de despedirse de América,
Manolo iba a visitar a Miguel, quien lo paseaba por toda la inmensa casa
deshabitada. Se la aprendió de memoria. Luego, salían a beber unas cervezas, y
Manolo le contaba que se había templado de una hembrita que no vivía muy lejos.
Una noche en que se emborracharon, se atrevió a contarle sus planes, y le dijo
que tendría que tratarlo como si fuera el hijo del dueño. «Pendejo», replicó
Miguel, sonriente, pero Manolo le explicó que en Huampaní había mucha gente, y
que no podía estar a solas con ella. «Pendejo, niño», repitió Miguel, y Manolo
le dijo que era un malpensado, y que no se trataba de eso. «La quiero mucho,
Miguel», añadió, pensando: «Mucho, como antes, porque la iba a volver a
engañar».
Llegaban a Huampaní.
—Mañana iremos a bañarnos a casa de mis
padres —dijo Manolo—. He traído las llaves.
—Hubiéramos podido ir hoy —replicó América,
mientras se dirigía al vestuario de mujeres.
Manolo la esperaba sentado al borde de la
piscina, y con los pies en el agua. «Traje de baño blanco», se dijo al verla
aparecer. Venía con su atrayente malla blanca, y caminaba como si estuviera
delante del jurado en un concurso de belleza. Avanzaba con su melena... Debería
cortársela aunque sea un poco porque parece, y sus piernas morenas mas tostadas
por el sol con esos muslos. Esos muslos estarían bien en fotografías de
periódicos sensacionalistas. Sufriría si viera en el cuarto de un pajero la
fotografía de América en papel periódico. América se apoyó en su hombro para
agacharse y sentarse a su lado. Vio cómo sus muslos se aplastaban sobre el
borde de la piscina, y cómo el agua le llegaba a las pantorrillas. Vio cómo sus
piernas tenían vellos, pero no muchos, y esos vellos rubios sobre la piel tan
morena, lo hacían sentir algo allá abajo, tan lejos de sus buenos
sentimientos... Qué pena, parece de esas con unos hombres que dan asco en unos
carros amarillos que quieren ser último modelo los domingos de julio en el
Parque Central de Chosica. Justamente cuando no me gusta ir al Parque de
Chosica. Esos hombres vienen de Lima y se ponen camisas amarillas en unos
carros amarillos para venir a cachar a Chosica.
—No me cierra el gorro de baño.
—No te lo pongas.
—Se me va a empapar el pelo.
—El sol te lo seca en un instante.
Había algo entre el sol y sus cabellos, y
él no podía explicarse bien que cosa era... Pero los tigres en los circos son
amarillos como el sol y esa cabellera de domadora de fieras. América le pidió
que le ayudara a ponerse el gorro, y mientras la ayudaba y forcejeaba, pensaba
que sus brazos podían resbalar, y que iba a cogerle los senos que estaban ahí,
junto a su hombro, tan pálido junto al de América... Y por cojudo y andar
fingiendo accidentes de hijo de millonario no he podido ir a mi playa en los
viejos Baños de Barranco, con el funicular y esas cosas de otros tiempos, cerca
a una casa en que hay poetas. Esos Baños tan viejos con sus terrazas de madera
tan tristes. Pero América no quedaría bien en esa playa de antigüedades porque
aquí está con su malla blanca y las cosas sexys son de ahora o tal vez, eso no,
acabo de descubrirlas. No porque la quiero. América. No voy a mirarle más los
vellos, quiero tocarlos, son medio rubios. Me gustan sobre sus piernas, sus
pantorrillas, sus muslos morenos.
«Al agua», gritó América, resbalándose por
el borde de la piscina. Manolo la siguió. Nadaba detrás de ella como un pez
detrás de otro en una pecera, y a veces, sus manos la tocaban al bracear, y
entonces perdía el ritmo, y se detenía para volver a empezar. América se cogió
al borde, al llegar a uno de los extremos de la piscina. Manolo, a su lado,
respiraba fuertemente, y veía como sus senos se formaban y se deformaban, pero
era el agua que se estaba moviendo.
—Ya no tengo frío —dijo América.
—Yo tampoco —dijo Manolo, pero continuaba
temblando, y le era difícil respirar.
—Estas muy blanco, Manolo.
—Es uno de mis primeros baños en este
verano.
—Yo tampoco me he bañado muchas veces.
Siempre soy morena. ¿Te gustan las mujeres morenas?
—Sí —respondió Manolo, volteando la cara
para no mirarla—. ¿Vamos a bucear?
Buceaban. Le ardían los ojos, pero insistía
en mantenerlos abiertos bajo el agua, porque así podía mirarla muy bien y sin
que ella se diera cuenta. Salían a la superficie, tomaban aire, y volvían a
sumergirse. Ella se cogió de sus pies para que la jalara y la hiciera avanzar
pero Manolo giró en ese momento y se encontró con la cara de América frente a
la suya. La tomó por la cintura. Ella se cogió de sus brazos, y Manolo sentía
el roce de sus piernas mientras volvían a la superficie en busca de aire. «Voy
a descansar», dijo América, y se alejó nadando hasta llegar a la escalerilla.
Manolo la siguió. Desde el agua, la veía subir y observaba que hermosas eran
sus piernas por atrás y como la malla mojada se le pegaba al cuerpo, y era como
si estuviera desnuda allí, encima suyo. No salió. Desde el borde de la piscina,
ella lo veía pensativo, cogido de la escalerilla... No me explico cómo ese tipo
que me esperaba todos los días en la Plaza San Martín, y felizmente que ya acabó el
colegio, ni tampoco me importan los exámenes en que me han jalado, ni me dio
vergüenza cuando me preguntó que tal me fue en los exámenes. Allá abajo tan
flaco no me explico pero parece inteligente y sabe decir las cosas, pero tendré
que darle ánimos y todo lo que dice cuando habla del accidente me gusta, ese
carro fue muy bonito rojo no me importa por que allá abajo tan flaco tan pálido
me hace sentir segura. Pero mis amigas qué van a pensar tengo buen cuerpo y con
mi cara esperan algo mejor porque los hombres me dicen tantos piropos, tantas
cochinadas, más piropos que a otras y cuando fui a Lima con Mariana tan rubia
tan bonita me dijeron más piropos te gané Mariana, pero el enamorado de Mariana
es muy buen mozo pero Manolo se viste mejor, si paso un mal rato en una fiesta
el carro mis amigas se acostumbrarán a que mi enamorado no es tan buen mozo. Me
gusta mucho, me gusta más que otros enamorados no le he dicho he tenido, y algo
pasa en mi cuerpo algo como ahora está allá abajo y siento raro en mi cuerpo,
fue gracioso cuando me tocó la cintura mejor todavía que cuando Raúl me
apretaba tanto.
—¿Quieres sentarte en esa banca? —preguntó
Manolo, que subía la escalerilla.
—Sí —respondió América—. Ya no quiero
bañarme más.
—Ven. Vamos antes que alguien la coja.
—Me molesta tanta gente. A partir de mañana
tenemos que ir a tu casa.
—Sí. Allá todo será mejor.
—¿Qué tal es la piscina?
—Es muy grande, y el agua esta más limpia
que ésta.
—¿Nadie se baña nunca?
—Me imagino que el jardinero se debe pegar
su baño, de vez en cuando.
—¿Y para que la tienen llena?
—A veces, se me ocurría venir con mis
amigos —dijo Manolo.
—Que tales jaranas las que debes haber
armado ahí —dijo América, tratando de insinuar muchas cosas.
—No creas —respondió Manolo, con tono
indiferente. Estaba jugando su rol.
—¡A mí con cuentos! —exclamó América,
sonriente.
—América —dijo Manolo, con voz suplicante—.
América...
—¿Qué cosa? Dime, ¿qué cosa?
—Nada. Nada... Estaba pensando... «Te
quiero mucho. A pesar de...»
—¿Qué cosa?, Manolo.
—Nada. Nada. Creo que ya esta bien de
piscina por hoy. Regresemos a tu casa.
—Vamos a cambiarnos.
Estaba listo. Cuando América salió del
vestuario con sus pantalones pescador a rayas blancas y rojas, Manolo recordó
que ella le había contado que aún no había ido a Lima a hacer sus compras por
ese verano. Los pantalones le estaban muy apretados, y ahora, al caminar por
las calles de Chaclacayo, todo el mundo voltearía a mirarle el rabo: «¿Y por
qué no?», se preguntaba Manolo. «Lista», dijo América y caminaron juntos hasta
su casa.
Nadie los molestaba. Sus padres estaban en
la tienda (Manolo había aprendido a llamarla así), y la abuela, allá arriba,
demasiado vieja para bajar las escaleras. Entraron a la sala. El sacó unos
discos. Ella puso los boleros. La miró. Ella le dijo para bailar. El se
disculpó diciendo que debido al accidente... Ella insistió. Cedió. Bailaban.
Ella empezó a respirar fuertemente. El empezó a mirarle los vellos rubios sobre
sus antebrazos morenos, y a recordar... Ella cerró los ojos. El le pegó la
cara. Ella le apretó la mano. Terminó ese disco. Ella le dijo que su bolero
favorito era Sabrás que te quiero. Le dijo que se lo iba a regalar, y se sentó.
Ella lo notó triste, y se sentó a su lado. Tuvo un gesto de desesperación. Ella
le preguntó si hacía mucho calor, y abrió la ventana. Le cogió la mano. Ella le
puso la boca para que la besara. La iba a besar. Ella lo besó muy bien.
«Es inmensa. El agua esta cristalina», dijo
América, parada frente a la piscina, en casa de Manolo. «No está mal», agregó
Manolo, cogiéndola de la mano, y diciéndole que la quería mucho, y que le iba a
explicar muchas cosas. Estaba dispuesto a contarle todo lo que Marta le había
dicho sobre ella. Estaba dispuesto a decirle que entre ellos todo iba a ser
perfecto, y que él creía aún en tantas cosas que según la gente pasan con la
edad. Estaba decidido a explicarle que con ella todo iba a ser como antes,
aunque le parecía difícil encontrar las palabras para explicar cómo era ese
«antes». «Vamos a ponernos la ropa de baño», dijo América. Manolo le señaló la
puerta por donde tenía que entrar para cambiarse. El se cambió en el dormitorio
de Miguel. «El tiempo pasa, niño», le dijo Miguel. «Está como cuete.»
Habían extendido sus toallas sobre el
césped que rodeaba la piscina, América se había echado sobre la toalla de
Manolo, y Manolo sobre la de América. Permanecían en silencio, cogidos de la
mano, mientras el sol les quemaba la cara, y Manolo se imaginaba que los ojos
negros e inmensos de América lagrimeaban también como los suyos. Volteó a
mirarla: gotas de sudor resbalaban por su cuello, y sintió ganas de beberlas.
Morena, América resistía el sol sobre la cara, sobre los ojos, y continuaba
mirando hacia arriba como si nada la molestara. Había recogido ligeramente las
piernas, y Manolo las miraba pensando que eran más voluminosas que las suyas.
Le hubiera gustado besarle los pies. Le acariciaba el antebrazo, y sentía sus
vellos en las yemas de los dedos. La malla blanca subía y bajaba sobre sus
senos y sobre su vientre, obedeciendo el ritmo de su respiración. Hubiera
querido poner su mano; encima, que subiera y bajara, pero era mejor no
aventurarse. En ese momento, América se puso de lado apoyándose en uno de sus
brazos. Estaba a centímetros de su cuerpo, y le apretaba fuertemente la mano.
Con la punta del pie, le hacía cosquillas en la pierna, y Manolo sentía su
respiración caliente sobre la cara, y veía como sus senos aprisionados entre
los hombros, rebalsaban morenos por el borde de la malla blanca como si
trataran de escaparse. Le hablaría después. Era mejor bañarse; lanzarse al
agua. Pero se estaba tan bien allí... Se incorporo rápidamente, y corrió hasta
caer en el agua. América se había sentado para mirarlo. «¡Ven!», gritó Manolo.
«Esta riquísima.»
Tampoco ella tenía la culpa. Habían
escuchado a Miguel cuando dijo que iba a salir un rato. Habían nadado, y eso
había empezado por ser un baño de piscina. No podrían decir en que momento
habían comenzado, ni se habían dado cuenta de que era ya muy tarde cuando el
agua empezó a molestarlos. Porque iban a continuar, y todo lo que no fuera eso
había desaparecido, y los había dejado tirados ahí, al borde de la piscina,
sobre el césped. Y Manolo la besaba y jugaba con sus cabellos, igual a esos
tigrillos en los circos y en los zoológicos, que juegan, gruñen, y sacan las
unas como si estuvieran peleando. Y América se reía, y se dejaba hacer, y
colocaba una de sus rodillas entre sus piernas, y el sentía el roce de sus
muslos y paseaba sus manos inquietas por todo su cuerpo, hasta que ya había
tocado todo, y sintió que esa malla blanca que tanto le gustaba lo estaba estorbando.
Era como si estuvieran de acuerdo: no hablaban, y él no le había dicho que se
iba a bajar, pero ella lo había ayudado. Y entonces él había apoyado su cara
entre esos senos como abandonándose a ellos, pero América lo buscaba con la
rodilla, y él se había encogido y había besado ese vientre tan inquieto, donde
la piel era tan y siempre morena. Luego, se había dejado caer sobre ese cuerpo
caliente, y se había cogido de él como un náufrago a la boya, y no se había
podido incorporar porque América y sus muslos lo habían aprisionado. Y luego el
debió enceguecer porque ya no veía el césped bajo sus ojos, ni tampoco le veía
la cara, ni veía las plantas alrededor, pero sentía que todo se estaba moviendo
con violencia y dulzura, y ya no la escuchaba quejarse y entonces era como una
suprema armonía, y el ritmo de la tierra y del mundo bajo sus cuerpos,
alrededor de sus cuerpos, continuó un rato más allá del fin.
Lloraba sentada mirándose el sexo, y
cubriéndose los senos pudorosamente con los brazos. Pensaba en las monjas de su
colegio, en sus padres, en la bodega y en sus hermanos. Pensaba en sus amigas,
y se miraba el sexo, y sentía que aquel ardor volvía. Hubiera querido amar
mucho a Manolo, que parecía un muerto, a su lado, y que sólo deseaba que las
lágrimas de América fueran gotas de agua de la piscina. Trataba de no pensar
porque estaba muy cansado... Cuántos días. Soportar sin ver a Marta. Contarle.
Todo. Hasta la sangre. Contar que estoy tan triste. Tan triste. ¿Qué después?
¿Qué ahora? Marta va a hablar cosas bien dichas. Si fuera hombre le pego. Mejor
se riera de mí para terminar todo. Ahí. Aquí. Anda, lávate. ¡Cállate, mierda!
No gimas. Te he querido tanto y ahora estoy tan triste y tú podrás decir que
fue haciendo gimnasia y ya no volveré porque te hubiera querido. Antes antes
antes. Mandar una carta. Explicarte todo. Desaparecer. Matarme en una carrera
con mi auto nuevo. Simplemente desaparecer. Marta te cuenta todo. Cobarde.
Decirte la verdad. Sobre todo irme. Si supieras lo triste perdonarías pero nunca
sabrás y esto también pasará. Sí. No. Ándate. Ándate un rato. Vete. Cuando me
ponga la corbata todo será distinto. Te llevaré a tu casa. No te veré más. Tal
vez te des cuenta en la puerta de tu casa, y mañana irás a comprar ropa de
verano y no veré tu ropa nueva más apretada. Culpa. Cansancio. Se está
vistiendo en ese cuarto de la casa. Soy amigo del jardinero ni mis padres están
en Europa. Tal vez te escribiré, América. Con mi corbata. Mi padre no está en
Europa. Mentiras. Culpa. Mi padre. Su corbata allá en el cuarto de Miguel. Te
llevaré a tu casa, América. Tu casa de tus boleros donde también he matado he
muerto. Mi corbata tan lejos. Morirme. Ser. To
be. Dormir años. Marta. La corbata allá allá allá allá.
América se estaba cambiando.
Se había acostumbrado al sistema: de lunes
a jueves, cuatro días con su madre. De viernes a domingo, tres días con su
padre. Manolo tenía la ropa que usaba cuando estaba con su padre, y los libros
que leía en el departamento de su madre. Una pequeña valija para el viaje
semanal de Miraflores a Magdalena, de un departamento a otro. Su madre lo
quería mucho los jueves, porque al día siguiente lo vería partir, y su padre
era muy generoso los domingos, porque al día siguiente le tocaba regresar donde
«ella». Se había acostumbrado al sistema. Lo encontraba lógico. «No soy tan
viejo», le había dicho su padre, una noche, mientras cenaban juntos en un
restaurante una mujer le había sonreído coquetamente. «Tienes diecisiete años,
y eres un muchacho inteligente», le había dicho su madre una mañana. «Es
preciso que te presente a mis amigos.»
Jueves. Sentado en una silla blanca, en el
baño del departamento, Manolo contemplaba a su madre que empezaba a arreglarse
para ir al cóctel.
—Es muy simpático, y es un gran pintor
—dijo su madre.
—Nunca he visto un cuadro suyo.
—Tiene muchos en su departamento. Hoy
podrás verlos. Me pidió que te llevara. Además, no me gusta separarme de ti los
jueves.
—¿Va a ir mucha gente?
—Todos conocidos míos. Buenos amigos y
simpáticos. Ya verás.
Manolo la veía en el espejo. Había dormido
una larga siesta, y tenía la cara muy reposada. Así era cuando tomaban desayuno
juntos: siempre con su bata floreada, y sus zapatillas azules. Le hubiera
gustado decirle que no necesitaba maquillarse, pero sabía cuánto le
mortificaban esas pequeñas arrugas que tenía en la frente y en el cuello.
—¿Terminaste el libro que te presté?
—preguntó su madre, mientras cogía un frasco de crema para el cutis.
—No —respondió Manolo—. Trataré de
terminarlo esta noche después del cóctel.
—No te apures —dijo su madre—. Llévatelo
mañana, si quieres. Prefiero que lo leas con calma, aunque no creo que allá
puedas leer.
—No sé... Tal vez.
Se había cubierto el rostro con una crema
blanca, y se lo masajeaba con los dedos, dale que te dale con los dedos.
—Pareces un payaso, mamá —dijo Manolo
sonriente.
—Todas las mujeres hacen lo mismo. Ya verás
cuando te cases.
La veía quitarse la crema blanca. El cutis
le brillaba. De rato en rato, los ojos de su madre lo sorprendían en el espejo:
bajaba la mirada.
—Y ahora, una base para polvos —dijo su
madre.
—¿Una base para qué?
—Para polvos.
—¿Todos los días haces lo mismo?
—Ya lo creo, Manolo. Todas las mujeres
hacen lo mismo. No me gusta estar desarreglada.
—No, ya lo creo. Pero cuando bajas a tomar
el desayuno tampoco se te ve desarreglada.
—¿Qué saben los hombres de esas cosas?
—Me imagino que nada, pero en el
desayuno...
—No digas tonterías, hijo —interrumpió
ella—. Toda mujer tiene que arreglarse para salir, para ser vista. En el
desayuno no estamos sino nosotros dos. Madre e hijo.
—Humm...
—A toda mujer le gusta gustar.
—Es curioso, mamá. Papá dice lo mismo.
—Él no me quería.
—Sí. Sí. Ya lo sé.
—¿Tú me quieres? —preguntó, agregando—:
Voltéate que voy a ponerme la faja.
Escuchaba el sonido que producía el roce de
la faja con las piernas de su madre. «Tu madre tiene buenas patas», le había
dicho un amigo en el colegio.
—Ya puedes mirar, Manolo.
—Tienes bonitas piernas, mamá.
—Eres un amor, Manolo. Eres un amor. Tu
padre no sabía apreciar eso. ¿Por qué no le dices mañana que mis piernas te
parecen bonitas?
Se estaba poniendo un fustán negro, y a
Manolo le hacía recordar a esos fustanes que usan las artistas, en las
películas para mayores de dieciocho años. No le quitaba los ojos de encima. Era
verdad: su madre tenía buenas piernas, y era más bonita que otras mujeres de
cuarenta años.
—Y las piernas mejoran mucho con los tacos
altos —dijo, mientras se ponía unos zapatos de tacones muy altos.
—Humm...
—Tu padre no sabía apreciar eso. Tu padre
no sabía apreciar nada.
—Mamá...
—Ya sé. Ya sé. Mañana me abandonas, y no
quieres que esté triste.
—Vuelvo el lunes. Como siempre...
—Alcánzame el traje negro que está colgado
detrás de la puerta de mi cuarto.
Manolo obedeció. Era un hermoso traje de
terciopelo negro. No era la primera vez que su madre se lo ponía, y, sin
embargo, nunca se había dado cuenta de que era tan escotado. Al entrar al baño,
lo colgó en una percha, y se sentó nuevamente.
—¿Cómo se llama el pintor, mamá?
—Domingo. Domingo como el día que pasas con
tu padre —dijo ella, mientras estiraba el brazo para coger el traje—. ¿En qué
piensas, Manolo?
—En nada.
—Este chachá me está a la trinca. Tendrás
que ayudarme con el cierre relámpago.
—Es muy elegante.
—Nadie diría que tengo un hijo de tu edad.
—Humm...
—Ven. Este cierre es endemoniado. Súbelo
primero, y luego engánchalo en la pretina.
Manolo hizo correr el cierre por la espalda
de su madre. Listo», dijo, y retrocedió un poco mientras ella se acomodaba el
traje, tirándolo con ambas manos hacia abajo. Una hermosa silueta se dibujó
ante sus ojos, y esos brazos blancos y duros eran los de una mujer joven. Ella
parecía saberlo: era un traje sin mangas. Manolo se sentó nuevamente. La veía
ahora peinarse.
—Estamos atrasados, Manolo —dijo ella, al
cabo de un momento.
—Hace horas que estoy listo —replicó,
cubriéndose la cara con las manos.
—Será cosa de unos minutos. Sólo me faltan
los ojos y los labios.
—¿Qué? —preguntó Manolo. Se había distraído
un poco.
—Digo que será cosa de minutos. Sólo me
faltan los ojos y los labios.
Nuevamente la miraba, mientras se pintaba
los labios.
Era un lápiz color rojo rojo, y lo usaba
con gran habilidad. Sobre la repisa, estaba la tapa. Manolo leyó la marca:
«Senso», y desvió la mirada hacia la bata que su madre usaba, para tomar el
desayuno. Estaba colgada en una percha.
—¿Quieres que la guarde en tu cuarto, mamá?
—Que guardes ¿qué cosa?
—La bata.
—Bueno. Llévate también las zapatillas.
Manolo las cogió, y se dirigió al
dormitorio de su madre. Colocó la bata cuidadosamente sobre la cama, y luego
las zapatillas, una al lado de la otra, junto a la mesa de noche. Miraba
alrededor suyo, como si fuera la primera vez que entrara allí. Era una
habitación pequeña, pero bastante cómoda, y en la que no parecía faltar nada.
En la pared, había un retrato suyo, tomado el día en que terminó el colegio. Al
lado del retrato, un pequeño cuadro. Manolo se acercó a mirar la firma del
pintor: imposible leer el apellido, pero pudo distinguir claramente la D de Domingo. El dormitorio olía
a jazmín, y junto a un pequeño florero, sobre la mesa de noche, había una
fotografía que no creía haber visto antes. La cogió: su madre al centro, con el
mismo traje que acababa de ponerse, y rodeadas de un grupo de hombres y
mujeres. «Deben ser los del cóctel», pensó. Hubiera querido quedarse un rato
más, pero ella lo estaba llamando desde el baño.
—¡Manolo! ¿Dónde estás?
—Voy —respondió, dejando la fotografía en
su sitio.
—Préndeme un cigarrillo —y se dirigió hacia
el baño. Su madre volteó al sentirlo entrar. Estaba lista. Estaba muy bella.
Hubiera querido abrazarla y besarla. Su madre era la mujer más bella del mundo.
¡La mujer más bella del mundo!
—¡Cuidado!, Manolo —exclamó—. Casi me
arruinas el maquillaje —y añadió—: Perdón, hijito. Deja el cigarrillo sobre la
repisa.
Se sentó nuevamente a mirarla. Hacía una
serie de muecas graciosísimas frente al espejo. Luego, se acomodaba el traje
tirándolo hacia abajo, y se llevaba ambas manos a la cintura, apretándosela
como si tratara de reducirla. Finalmente, cogió el cigarrillo que Manolo había
dejado sobre la repisa, dio una pitada, y se volvió hacia él.
—¿Qué le dices a tu madre? —preguntó,
exhalando humo.
—Muy bien —respondió Manolo.
—Ahora no me dirás que me prefieres con la
bata del desayuno. ¿A cuál de las dos prefieres?
—Te prefiero, simplemente, mamá.
—Dime que estoy linda.
—Sí...
—Tu padre no sabe apreciar eso. ¡Vamos! ¡Al
cóctel! ¡Apúrate!
Su madre conducía el automóvil, mientras
Manolo, a su derecha, miraba el camino a través de la ventana. Permanecía mudo,
y estaba un poco nervioso. Ella le había dicho una reunión de intelectuales, y
eso le daba un poco de miedo.
—Estamos atrasados —dijo su madre,
deteniendo el auto frente a un edificio de tres pisos—. Aquí es.
—Muy bonito —dijo Manolo mirando al
edificio, y tratando de adivinar cuál de las ventanas correspondía al
departamento del pintor.
—No es necesario que hables mucho —dijo
ella—. Ante todo escucha. Escucha bien. Esta gente puede enseñarte muchas
cosas. No tengas miedo que todos son mis amigos, y son muy simpáticos.
—¿En qué piso es?
—En el tercero.
Subían. Manolo subía detrás de su madre.
Tenían casi una hora de atraso, y le parecía que estaba un poco nerviosa. «Hace
falta un ascensor», dijo ella, al llegar al segundo piso. La seguía. « ¿Va a
haber mucha gente, mamá? » No le respondió. Al llegar al tercer piso, dio tres
golpes en la puerta, y se arregló el traje por última vez. No se escuchaban
voces. Se abrió la puerta y Manolo vio al pintor. Era un hombre de unos
cuarenta años. «Parece torero», pensó. «Demasiado alto para ser un buen
torero.» El pintor saludó a su madre, pero lo estaba mirando al mismo tiempo.
Sonrió. Parecía estar un poco confundido.
—Adelante— dijo.
—Éste es Manolo, Domingo.
—¿Cómo estás, Manolo?
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—No recibieron mi encargo?
—Llamé por teléfono.
—¿Qué encargo?
—Llamé por teléfono, pero tú no estabas.
—No me han dicho nada.
—Siéntense. Siéntense.
Manolo lo observaba mientras hablaba con su
madre, y lo notaba un poco confundido. Miró a su alrededor: «Ni gente, ni
bocadillos. Tenemos una hora de atraso». Era evidente que en ese departamento
no había ningún cóctel. Sólo una pequeña mesa en un rincón. Dos asientos. Dos
sillas, una frente a la otra. Una botella de vino. Algo había fallado.
—Siéntate, Manolo —dijo el pintor, al ver
que continuaba de pie—. Llamé para avisarles que la reunión se había
postergado. Uno de mis amigos está enfermo y no puede venir,
—No me han avisado nada —dijo ella, mirando
hacia la mesa.
—No tiene importancia —dijo el pintor, mientras
se sentaba—. Cometemos los tres juntos.
—Domingo...
—Donde hay para dos hay para tres —dijo
sonriente, pero algo lo hizo cambiar de expresión y ponerse muy serio. Manolo
se había sentado en un sillón, frente al sofá en que estaban su madre y el pintor.
En la pared, encima de ellos, había un inmenso cuadro, y Manolo reconoció la
firma: «La D del
dormitorio», pensó. Miró alrededor suyo, pero no había más cuadros como ése. No
podía hablar.
—Es una lástima —dijo el pintor
ofreciéndole un cigarrillo a la madre de Manolo.
—Gracias, Domingo. Yo quería que conociera
a tus amigos.
—Tiene que venir otro día.
—Por lo menos hoy podrá ver tus cuadros.
—¡Excelente idea! —exclamó—. Podemos comer,
y luego puede ver mis cuadros. Están en ese cuarto.
—¡Claro! ¡Claro!
—¿Quieres ver mis cuadros, Manolo? —Sí. Me
gustaría...
—¡Perfecto! Comemos, y luego ves mis
cuadros. —¡Claro! —dijo ella sonriente—. Fuma, Manolo. Toma un cigarrillo.
—Ya lo creo —dijo el pintor, inclinándose
para encenderle el cigarrillo—. Comeremos dentro de un rato. No hay problema.
Donde hay para dos...
—¡Claro! ¡Claro! —lo interrumpió ella.
El jirón Carabaya atraviesa el centro de
Lima, desde Desamparados hasta el Paseo de la República. Tráfico
intenso en las horas de afluencia, tranvías, las aceras pobladas de gente,
edificios de tres, cuatro y cinco pisos, oficinas, tiendas, bares, etc. No voy
a describirlo minuciosamente, porque los lectores suelen saltarse las
descripciones muy extensas e inútiles.
Un hombre salió de un edificio en el jirón
Pachitea, y caminó hasta llegar a la esquina. Dobló hacia la derecha, con
sección al Paseo de la
República. Eran las seis de la tarde, y podía ser un empleado
que salía de su trabajo. En el cine República, la función de matiné acababa de
terminar, y la gente que abandonaba la sala, se dirigía lentamente hacia
cualquier parte. Un hombre de unos treinta años, y un muchacho de unos
diecisiete o dieciocho, parados en la puerta del cine, comentaban la película que
acababan de ver. El hombre que podía ser un empleado se había detenido al
llegar a la puerta del cine, y miraba los afiches, como si de ellos dependiera
su decisión de ver o no esa película. Se escuchaba ya el ruido de un tranvía
que avanzaba con dirección al Paseo de la República. Estaría
a unas dos cuadras de distancia. Los afiches colocados al lado izquierdo del
hall de entrada no parecieron impresionar mucho al hombre que podía ser un
empleado. Cruzó hacia los del lado izquierdo. El tranvía se acercaba, y los
afiches vibraban ligeramente. No lograron convencerlo, o tal vez pensaba venir
otro día, con un amigo, con su esposa, o con sus hijos. El ruido del tranvía
era cada vez mayor, y los dos amigos que comentaban la película tuvieron que
alzar el tono de voz. El hombre que podía ser un empleado continuó su camino,
mientras el tranvía, como un temblor, pasaba delante del cine sacudiendo
puertas. Una hermosa mujer que venía en sentido contrario atrajo su atención.
La miró al pasar. Volteó para mirarle el culo, pero alguien se le interpuso. Se
empinó. Alargó el pescuezo. Dio un paso atrás, y perdió el equilibrio al pisar
sobre el sardinel.
Voló tres metros, y allí lo cogió
nuevamente el tranvía. Lo arrastraba. Se le veía aparecer y desaparecer.
Aparecía y desaparecía entre las ruedas de hierro, y los frenos chirriaban. Un
alarido de espanto. El hombre continuaba apareciendo y desapareciendo. Cada vez
era menos un hombre. Un pedazo de saco. Ahora una pierna. El zapato. Uno de los
rieles se cubría de sangre. El tranvía logró detenerse, y el conductor saltó a
la vereda. Los pasajeros descendían apresuradamente, y la gente que empezaba a
aglomerarse retrocedía según iba creciendo el charco de sangre. Ventanas y
balcones se abrían en los edificios.
—No pude hacer nada por evitarlo —dijo el
conductor, de pie frente al descuartizado.
—¡Dios mío! —exclamó una vieja gorda, que
llevaba una bolsa llena de verduras—. En los años que llevo viajando en esta
línea...
—Hay que llamar a un policía —interrumpió
alguien.
La gente continuaba aglomerándose frente al
descuartizado, igual a la gente que se aglomera frente a un muerto o a un
herido.
—Circulen. Circulen —ordenó un policía que
llegaba en ese momento.
—No pude hacer nada por evitarlo, jefe.
—¡Circulen! Que alguien traiga un periódico
para cubrirlo.
—Hay que llamar a una ambulancia.
Lo habían cubierto con papel de periódico.
Habían ido a llamar a una ambulancia. La gente continuaba llegando. Se habían
dividido en dos grupos: los que lo habían visto descuartizado, y los que lo
encontraron bajo el periódico; el diálogo se había entablado. El hombre que
podía tener treinta años, y el muchacho que podía tener dieciocho caminaban
hacia la Plaza
de San Martín.
—Vestía de azul marino —dijo el muchacho.
—Está muerto.
—Es extraño.
—¿Qué es extraño? —preguntó el hombre de
unos treinta años.
—Vas al cine, y te diviertes viendo morir a
la gente. Se matan por montones, y uno se divierte.
—El arte y la vida.
—Humm... El arte, la vida... Pero el
periódico...
—Ya lo sabes —interrumpió el hombre—. Si
tienes un accidente y ves que empiezan a cubrirte de periódicos... La cosa va
mal...
—Tú también vas a morirte...
—Por ejemplo, si te operan y empiezas a
soñar con San Pedro... Eso no es soñar, mi querido amigo.
—¿Siempre eres así? —preguntó el muchacho.
—¿Conoces los chistes crueles?
—Sí, ¿pero eso qué tiene que ver?
—¿Acaso no vas a la universidad?
—No te entiendo.
—¿Sabes lo que es la catarsis?
—Sí. Aristóteles...
—Uno no ve tragedias griegas todos los
días, mi querido amigo.
—Eres increíble —dijo el muchacho.
—Hace años que camino por el centro de Lima
—dijo, hombre—. Como ahora. Hace años que tenía tu edad, y hace años que me
enteré de que los periódicos usados sirven para limpiarse el culo, y para
eso... Hace ya algún tiempo que vengo diariamente a tomar unas cervezas aquí
—dijo, mientras abría la puerta de un bar—. ¿Una cerveza?
—Bueno —asintió el muchacho—. Pero no todos
los días.
—Diario. Y a la misma hora.
Se sentaron. El muchacho observaba con
curiosidad cómo todos los hombres en ese bar se parecían a su amigo. Tenían
algo en común, aunque fuera tan sólo la cerveza que bebían. El bar no estaba
muy lejos de la Plaza San
Martín, y le parecía mentira haber pasado tantas veces por allí, sin fijarse en
lo que ocurría adentro. Miraba a la gente, y pensaba que algunos venían para
beber en silencio, y otros para conversar. El mozo los llamaba a todos por su
nombre.
—Se está muy bien en un bar donde el mozo
te llama por tu nombre y te trae tu cerveza sin que tengas que pedirla —dijo el
hombre.
—¿Es verdad que vienes todos los días?
—preguntó el muchacho.
—¿Y por qué no? Te sientas. Te atienden
bien. Bebes y miras pasar a la gente. ¿Ves esa mesa vacía allá, al fondo? Pues
bien, dentro de unos minutos llegará un viejo, se sentará, y le traerán su aperitivo.
—¿Y si hoy prefiere una cerveza?
—Sería muy extraño —respondió el hombre,
mientras el mozo se acercaba a la mesa.
—¿Dos cervezas, señor Alfonso?
—No sé si quiero una cerveza —intervino el
muchacho, mirando a un viejo que entraba, y se dirigía a la mesa vacía del
fondo.
—Tengo que prepararle su aperitivo al
viejito —dijo, el mozo.
—Decídete, Manolo —dijo el hombre, y agregó
mirando al mozo—: Se llama Manolo...
—Un trago corto y fuerte —ordenó el
muchacho—. Un pisco puro.
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