domingo, 26 de agosto de 2012

YAWAR FIESTA - RESUMEN


YAWAR FIESTA (NOVELA)

Yawar Fiesta es la primera novela del escritor peruano José María Arguedas publicada en 1941. Pertenece a la corriente del indigenismo. Ambientada en el pueblo de Puquio (sierra sur del Perú), relata la realización de una corrida de toros al estilo andino (turupukllay) en el marco de una celebración denominada yawar punchay (fiesta de sangre). Según los críticos, es la más lograda de las novelas de Arguedas, desde el punto de vista formal. Se aprecia el esfuerzo del autor por ofrecer una versión lo más auténtica posible de la vida andina sin recurrir a los convencionalismos y al paternalismo de la anterior literatura indigenista de denuncia.
ARGUMENTO
La novela relata una de las costumbres más tradicionales de las comunidades indígenas del Perú: la “corrida india”, que se celebra todos los años el 28 de julio, aniversario de la fundación de la República del Perú. La corrida india es un evento espectacular donde un toro debe enfrentarse, en un pampón, a unos cien o doscientos indios a manera de toreros o capeadores espontáneos, y del cual son parte otros elementos como la música de los wakawak`ras, (trompetas de cuerno de toro), cánticos populares (huaynos), el consumo de aguardiente, el uso de dinamita para matar al toro, e incluso la muerte de muchos indios, despanzurrados por el cornúpeta. Esta tradición se ve amenazada por una orden proveniente de la capital, que la prohíbe pues la considera una práctica “bárbara”. Ante la negativa de los indios para acatar la orden, las autoridades buscarán la manera de permitir las corridas pero “decentemente”: contratan un torero profesional que lidiará a la manera “española”. Con ello quitan la esencia misma de la fiesta, pero esta finalmente se realiza, imponiendo los indios su tradición ante los ojos de los principales del pueblo. Cabe señalar que en este relato de Arguedas no se menciona al cóndor atado al lomo del toro, que actualmente es la variante más conocida del yawar fiesta.
ESTRUCTURA
La novela está dividida en 11 capítulos, titulados y numerados con dígitos romanos; cada capítulo trata temas aislados pero secuenciales, aunque algunos capítulos refieren hechos sucedidos tiempo atrás con respecto al relato central, como el capítulo II donde se relata del despojo que cometieron los invasores mistis, y el capítulo VII, donde se narra la construcción de la carretera de Puquio a Nazca y la migración de los lucaninos a Lima.
RESUMEN POR CAPÍTULOS
I.            PUEBLO INDIO.- Se describe a Puquio, “pueblo indio” conformado por cuatro ayllus o barrios indios: Pichk’achuri, K’ayau, K’ollana y Chaupi. Entre ellos existían competencias para demostrar quienes sobresalían más. Los mistis o principales del pueblo (blancos y mestizos) habían invadido el pueblo ya hacía mucho tiempo atrás, constituyendo un barrio que después fue conocido como el jirón Bolívar.
II.            EL DESPOJO.- En este capítulo se describe los abusos y robos que realizaban los mistis contra los indios. Les arrebataban sus tierras mediante argucias legales y convertían terrenos tradicionalmente dedicados al cultivo de papa y trigo en alfalfares para alimentar al ganado, pues la venta de carne era más rentable. Incluso invadieron las tierras altas o puna, obligando a los indios de esa zona a entregarles ganado y a trabajar la tierra como peones.
III.            WAKAWAK’RAS, TROMPETAS DE LA TIERRA.- Al acercarse las fiestas patrias del 28 de julio empiezan a oírse en el pueblo el sonido de los wakawak’ras, trompetas indias hechas de cuernos de toro y que anunciaban las corridas de toros al estilo indio (toropukllay). Se comentaba que para esta ocasión el ayllu de K’ayau se había comprometido a traer al toro Misitu, animal montaraz que vivía en la puna, al cual hasta entonces nadie había podido sacarle de su querencia.
IV.            K’AYAU.- Los del ayllu K’ayau lograron convencer al hacendado don Julián Arangüena para que les cediera al Misitu, que pasteaba en las tierras altas de su propiedad. Todos celebraron el acontecimiento y en el pueblo no se hablaba sino de las próximas corridas que prometían ser todo un acontecimiento. Hasta mistis como el negociante don Pancho Jiménez se alegran, más no el Subprefecto, quien consideraba las fiestas como algo bárbaro y pagano.
V.            EL CIRCULAR.- El Subprefecto anuncia la llegada de un circular de parte del Gobierno por la cual se prohibían en toda la República las corridas de toro al “estilo indio”, a fin de evitar muertos y heridos. Los vecinos principales se dividen ante tal noticia: unos, encabezados por don Demetrio Cáceres, están de acuerdo con abolir lo que consideran una costumbre salvaje, mientras que otros, a través de la voz de don Pancho, solicitan que al menos se permita ese año celebrar por última vez las corridas según la costumbre india, pues los preparativos ya estaban avanzados. El Subprefecto se muestra inflexible y advierte que castigará a quien se atreva contradecirle. Don Pancho es encarcelado, acusado de revoltoso. Las autoridades municipales aceptan lo ordenado en la circular y como alternativa se acuerda la contratación de un torero profesional en Lima, a fin de realizar corridas al estilo “civilizado”, es decir, español.
VI.            LA AUTORIDAD.- Enterados de la prohibición, los indios se reúnen en masa en la plaza principal, donde el alcalde y el vicario logran tranquilizarlos, garantizándoles que de todas maneras habría turupukllay. El Subprefecto hace traer a su despacho a don Pancho, con quien tiene una conversación muy accidentada; al final lo suelta, advirtiéndole que no azuzara a los indios, pues de lo contrario volvería a prisión. Cuando ya estaba don Pancho retirándose, caminando en medio de la plaza, el Subprefecto ordena al Sargento que le dispare por la espalda, pero el Sargento se niega a realizar tal villanía. Este capitulo nos muestra descarnadamente la degeneración moral de las autoridades enviadas desde la capital.
VII.            LOS “SERRANOS”.- En este capítulo se describe la migración de miles de lucaninos hacia la capital, lo cual fue posible gracias a la carretera de Puquio a Nazca, que los mismos puquianos construyeron en solo 28 días, dirigidos por el Vicario o cura del pueblo. La mayoría de los inmigrantes andinos trabajan como obreros, empleados y sirvientes, e invaden terrenos en los arenales donde construyen viviendas precarias, aunque también llegan a Lima algunos mistis adinerados quienes instalan negocios y compran terrenos para vivienda en zonas residenciales. En general son tratados despectivamente por los limeños y llamados “serranos” a modo de insulto. Los lucaninos residentes en Lima forman una asociación para defenderse y apoyar a sus coterráneos, el Centro Unión Lucanas. Su presidente es el estudiante Escobar, un mestizo de Puquio, influenciado por el pensamiento de José Carlos Mariátegui, sociólogo marxista.
VIII.            EL MISITU.- En este capítulo se cuenta sobre el toro Misitu, que era un ser cuasi legendario, pues los indios decían que no tenía padre ni madre sino que había surgido de un remolino de las aguas de la laguna Torkok’ocha; su fama sobrepasaba los límites de la provincia de Lucanas. Vivía en la puna o zona alta, abrigado por los queñuales de Negromayo, en K’oñani. El hacendado don Julián Arangüena había intentado capturarlo, sin lograrlo, por lo que decidió regalarlo, primero a los habitantes de K’oñani y finalmente a los de K’ayau.
IX.            LA VÍSPERA.- El Subprefecto llamó a su despacho a los principales vecinos para acordar la manera prudente de hacer cumplir la circular sin causar el malestar de los indios. Uno de los vecinos, don Demetrio, le informa del plan del Vicario: harían construir un pequeño coso en la plaza de Pichk’achuri y se convencería a los pobladores que era mejor espectar allí el evento, en vez de usar todo el pampón de la plaza. También se les persuadiría de evitar el uso de dinamita y el ingreso del público a la arena, a fin de evitar muertos y heridos. Se informa también que ya en Lima el Centro de Lucanas había contratado a un torero español para enviarlo a Puquio. El Subprefecto acepta todos estos planes; el Vicario cumple entonces su parte y convence a los varayok’s indios de construir un pequeño coso con troncos de eucaliptos.
X.            EL AUKI.- El narrador explica la relación y la veneración que tienen los puquianos hacia los espíritus de los cerros, especialmente hacia el auki (jefe) K’arwarasu, padre de todas la montañas de Lucanas. Los del ayllu de K’ayau se encomiendan a él para lograr la captura del Misitu. Encabezados por el varayok alcalde suben a su cumbre y entierran una ofrenda. De regreso les acompaña el layka (brujo) de Chipau, quien se ofrece a guiarlos a capturar al toro. Los de K’ayau logran lacear al Misitu y lo llevan a rastras hacia el coso de Puquio. El layka es destripado por el toro y su muerte se entiende como un sacrificio de sangre para compensar el favor otorgado por el auki.
XI.            YAWAR FIESTA.- El día de la festividad patria apareció una multitud inmensa en Puquio, proveniente de toda la provincia de Lucanas e incluso de otros lugares más lejanos, para ver el evento taurino que se realizaría en el coso armado en la plaza de Pichk’achuri. Mientras tanto, don Pancho y don Julián fueron encerrados en la cárcel por órdenes del Subprefecto, para evitar que revolvieran a los indios. El coso rebalsó y muchos se quedaron en las afueras, insistiendo ingresar vanamente. Apareció el Misitu en la Plaza y de inmediato ingresó el torero Ibarito II, quien ante la música de los wakawak’ras y el canto lúgubre de las mujeres, sintió inseguridad. Al principio capeó bien, pero luego el toro buscó su cuerpo y trató de arrollarlo, aunque pudo escapar y refugiarse en los escondederos. Ello provocó la burla de los indios, quienes exigieron que salieran a torear los suyos: el Wallpa, el Honrao, el Raura, el K’encho. El primero en ingresar fue Wallpa, quien luego de dos hábiles capeadas, fue alcanzado por el toro, que incrustó uno de sus cuernos en su ingle, clavándolo en uno de los troncos de la cerca. Los demás toreros indios lograron con gran esfuerzo separar al toro del cuerpo de Wallpa. El varayo’k alcalde de K’ayau alcanzó un cartucho de dinamita al Raura, con el que finalmente hirieron mortalmente al toro, mientras que Wallpa sangraba a borbotones por la pierna hasta inundar el suelo con su sangre. El alcalde le dijo entonces al Subprefecto que así eran sus fiestas, el yawar punchay verdadero.

AGUA Y OTROS CUENTOS


José María Arguedas
Agua
y otros cuentos





Cuando yo y Pantaleoncha llegamos a la plaza, los corredores estaban todavía desiertos, todas las puertas cerradas, las esquinas de don Eustaquio y don Ramón sin gente. El pueblo silencioso, rodeado de cerros inmensos, en esa hora fría de la mañana, parecía triste.
—San Juan se está muriendo —dijo el cornetero—. La plaza es corazón para el pueblo. Mira nomás nuestra plaza, es peor que puna.
Pero tu corneta va llamar gente.
—¡Mentira! Eso no es gente; en Lucanas sí hay gente, más que hormigas.
Nos dirigimos como todos los domingos al corredor de la cárcel.
El varayok’ había puesto ya la mesa para el repartidor del agua. Esa mesa amarilla era todo lo que existía en la plaza; abandonada en medio del corredor, sólita, daba la idea de que los saqueadores de San Juan la habían dejado allí por inservible y pesada.
Los pilares que sostenían el techo de las casas estaban unos apuntalados con troncos, otros torcidos y próximos a caerse; sólo los pilares de piedra blanca permanecían rectos y enteros. Los poyos de los corredores, desmoronados por todas partes, derrumbados por trechos, con el blanqueo casi completamente borrado, daban pena.
—Agua, niño Ernesto. No hay pues agua. San Juan se va a morir porque don Braulio hace dar agua a unos y a otros los odia,
—Pero don Braulio, dice, ha hecho común el agua quitándole a don Sergio, a doña Elisa, a don Pedro...
—Mentira, niño, ahora todo el mes es de don Braulio, los repartidores son asustadizos, le tiemblan a don Braulio. Don Braulio es como zorro y como perro.
Llegamos a la puerta de la cárcel y nos sentamos en un extremo del corredor.
El sol débil de la mañana reverberaba en la calamina del caserío de Ventanilla, mina de plata abandonada hacía muchos años. En medio del cerro, en la cabecera de una larga lengua de pedregal blanco, el caserío de Ventanilla mostraba su puerta negra, hueca, abierta para siempre. Gran mina antes, ahora servia de casa de cita a los cholos enamorados. En los días calurosos, las vacas entraban a las habitaciones y dormían bajo su sombra. Por las noches, roncaban allí los chanchos cerriles.
Pantacha miró un rato el pedregal blanco de Ventanilla.
—Antes, cuando habían minas, sanjuanes eran ricos. Ahora chacras no alcanzan para la gente.
—Chacra hay, Pantacha, agua falta. Pero mejor hagas llorar a tu corneta para que venga gente.
El cholo se llevó el cuerno a la boca y empezó a tocar una tonada de la hierra.
En el silencio de la mañana la voz de la corneta sonó fuerte y alegre, se esparció por encima del pueblecito y lo animó. A medida que Pantacha tocaba, San Juan me parecía cada vez más un verdadero pueblo; esperaba que de un momento a otro aparecieran mak’tillos[1], pasñas[2] y comuneros por las cuatro esquinas de la plaza.
Alegremente el sol llegó al tejado de las casitas del pueblo. Las copas altas de los saúcos y de los eucaliptos se animaron; el blanqueo de la torre y de la fachada de la iglesia, reflejaron hacia la plaza una luz fuerte y hermosa.
El cielo azul hasta enternecer, las pocas nubes blancas que reposaban casi pegadas al filo de los cerros; los bosques grises de k’erus y k’antus que se tendían sobre los falderíos, el silencio de todas partes, la cara triste de Pauta león cha, produjeron en mi ánimo una de esas penas dulces que frecuentemente se sienten bajo el cielo de la sierra.
—Otra tonada Pantacha; para tu San Juan.
—Pobre llak’ta (pueblo).
Como todos los domingos, al oír la tocata del cholo, la gente empezó a llegar a la plaza. Primero vinieron los escoleros (escolares): Victucha, José, Bernaco, Froyián, Ramoncha... Entraban por las esquinas, algunos por la puerta del coso. Al vernos en el corredor se lanzaban a carrera,
—¡Pantacha, mak’ta Pantacha!
—¡Niño Ernesto!
Todos nos rodearon; de sus caritas rebosaba la ale-gria; al oír tocar a Pantacha se regocijaban; en todos ellos se notaba el deseo de bailar la hierra.
La tonada del cornetero nos recordaba las fiestas grandes del año; la cosecha de maíz en las pampas de Utek’ y de Yanas; e! escarbe de papas en Tile, Papa-chacra, K’ollpapampa. La hierra de las vacas en las punas. Me parecía estar viendo el corral repleto de ganado; vacas allk’as, pillkas, moras; toros gritones y peleadores; vaquillas recién adornadas con sus crespones rojos en la frente y cintas en las orejas y en el lomo; perecía oír el griterío del ganado, los ajos roncos de los marcadores.
—¡Hierra! ¡Hierra!
Salté a la plaza, atacado de repente por la alegría.
—¡Mak’tillos, zapateo, mak’tillos!
—¡Yaque! ¡Yaque![3]
Todos los escoleros empezamos a bailar en tropa. Estábamos llenos de alegría pura, placentera, corno ese sol hermoso que brillaba desde un cielo despejado.
Los pantalones rotos de muchos escoleros se sacudían como espanta-pájaros. Ramoncha, Froylán, cojeaban.
Pantaleón se entusiasmó al vernos bailar en su delante; poco a poco su corneta fue sonando con más aire, con más regocijo; al mismo tiempo el polvo que levantábamos del suelo aumentaba. A nuestra alegría ya no le bastó el baile, varios empezaron a cantar:
...Kanrara, Kanrara,
cerro grande y cruel,
ere» negro y molesto;
te tenemos miedo,
Kanrara, Kanrara.
—Eso no. Toca “Utek’pampa”, Pantacha.
Pedí ese canto porque le tenía cariño a la pampa de Utek’, donde los k’erk’ales y la caña de maíz son más dulces que en ningún otro sitio.
Utek’pampa
Utck’pampita:
tus perdices son de ojos amorosos,
Tus calandrias engañadoras cantan al robar,
tus torearas me enamoran
utek’pampa
utek’pamrñta.
La corneta de Pantaleoncha y nuestro canto reunieron a la gente de San Juan. Todos los indios del pueblo nos rodearon. Algunos empezaron a repetir el wayno en voz baja. Muchas mujeres levantaron la voz y formaron un coro. Al poco rato, la plaza de San Juan estuvo de fiesta.
En las caras sucias y flacas de los comuneros se encendió la alegría, sus ojos amarillosos chispeaban de contento.
—¡Si hubiera traguito!
—Verdad. Pisco nomás falta.
Pantacha cambió de tonada; terminó de golpe “Utek-pampa” y empezó a tocar el wayno de la cosecha.
—¡Cosecha! ¡Cosecha!
Taytakuna, mamakuna[4]:
los picaflores reverberan en el aire
los toros están pelando en la pampa
las palomas dicen: ¡tinyay tinyay!
porque hay alegría en sus pechitos.
Taytakuna, mamakuna.
—Sanjuankuna: están haciendo rabiar a Taytacha Dios con el baile. Cuando la tierra está seca, no hay baile. Hay que rezar a patrón San Juan para que mande lluvia.
El tayta Vilkas resondró desde el extremo del corredor: acababa de llegar a la plaza y la alegría de los comuneros le dio cólera.
El tayta Vilkas era un indio viejo, amiguero de los mistis[5] principales. Vivía con su mujer en una cueva grande, a dos leguas del pueblo. Don Braulio, el rico de San Juan, dueño de la cueva, le daba terrenitos para que sembrara papas y maíz.
A don Vilkas le respetaban casi todos los comuneros. En los repartos de agua, en la distribución de cargos para las fiestas, siempre hablaba don Vilkas. Su cara era seria, su voz medio ronca, y miraba con cierta autoridad en los ojos.
Los escoleros se asustaron al oír la voz de don Vilkas; como avergonzados se reunieron junto a los pilares blancos y se quedaron callados. Los comuneros subieron al corredor; se sentaron en hilera sobre los poyos, sin decir nada. Casi todas las mujeres se fueron a los otros corredores, para conversar allí, lejos de don Vilkas. Pantaleoncha puso su corneta sobre el empedrado.
—Don Vilkas es enemigo de nosotros. Mírale nomás su cara; como de misti es, molestoso.
—Verdad, Pantacha. Don Vilkas no es cariñoso con los mak’tillos; su cara es como de toro peleador; así serio es.
Yo y el cornetero seguimos sentados en el filo del corredor. Ramoncha, Teófanes, Frailan, Jacinto y Bernaco, conversaban en voz baja, agachados junto al primer pilar del corredor; de rato en rato nos miraban.
—Seguro de don Vilkas están hablando.
—Seguro.
Los comuneros charlaban en voí baja, como si tuvieran miedo de fastidiar a alguien. El viejo apoyó su hombro en la puerta de la escuela y se puso a mirar el cerro del frente.
El cielo se hizo más claro, las pocas nubes se elevaron al centro del espacio e iban poniéndose cada vez más blancas.
—A ver, rejonero —ordenó don Vilkas.
—-Yo estoy de rejón, tayta —contestó Felischa.
—Corre donde don Córdova, pídele el rejón y mata a los chanchilos mostrencos. Hoy es domingo.
—Está bien, tayta.
Felischa tiró las puntas de su poncho sobre el hombro y se fue en busca del rejón.
—Si hay chancho de principal, mata nomás —gritó Pantacha cuando el rejonero ya iba por el centro de la plaza.
Volteamos la cara para mirar a don Vilkas: estaba rabioso.
—¡Qué dices tayta! —le habló Pantacha.
—¡Principal es respeto, mak’ta cornetero!
—Pero chancho de principal también orina en las calles y en la puerta de la iglesia.
Después de esto le dimos la espalda al viejo de Ork’otuna.
Pantacha levantó su corneta y empezó a tocar una tonada de las punas. De vez en cuando nomás Pantacha se acordaba de sus tonadas de Wanakupampa. Por las noches en su choza, hacia llorar en su cometa la música de los comuneros que viven en las altas llanuras. En el silencio de la oscuridad esas tonadas llegaban a los oídos, como los vientos fríos que corretean en los pajonales; las mujercitas paraban de conversar y escuchaban calladas la música de las punas.
—Parece que estamos en nuestra estancia de K’oñani —decía también la mujer de don Braulio.
Ahora, en la plaza del pueblo, desde el corredor lleno de gente, la corneta sonaba de otro modo: junto a la alegría del cielo, la música de las punas no entristecía, parecía más bien música de forastero.
—Pantacha toca bien puna estilo —dijo don Vilkas.
—Es pues nacido en Wanaku, Los wanakupampas tocan su corneta en las mañanas y atardeciendo, para animar a las ovejas y a las llamas.
—Los wanakus son buenos comuneros.
Pantacha tocó largo rato.
Después puso el cuerno sobre sus rodillas y recorrió con la mirada las faldas de las montañas que rodean a San Juan. Ya no había pasto en los cerros; sólo los arbustos secos, pardos y sin hojas, daban a los falderíos cierto aire de vegetación y de monte.
—Así blanco está la chacrita de los pobres de Tile, de Sano y de todas partes. La rabia de don Braulio es causante, Taytacha[6] no hace nada, niño Ernesto.
—Verdad. El maíz de don Braulio, de don Antonio, de doña Juana está gordo, verdecito está, hasta barro hay en el suelo. ¿Y de los comuneros? Seco, agachadito, umpu (endeble); casi no se mueve ya ni con el viento.
—¡Don Braulio es ladrón, niño!
—¿Don Braulio?
—Más todavía que el atok’ (zorro).
Se hizo rabioso el hablar de Pantaleón.
Algunos escoleros que estaban cerca, oyeron nuestra convenación. Bernaco se vino junto a nosotros.
—¿Don Braulio es ladrón, Pantacha? —preguntó, medio asustado.
Ramoncha, el chistoso, se paró frente al cornetero mostrándonos su barriga de tambor.
—¿Robando le has encontrado?
Los dos estaban miedosos; disimuladamente le miraban al viejo Vilkas.
—¿Dónde hace plata don Braulio? De los comuneros pues les saca, se roba el agua; se lleva de frente, de hombre, los animales de los "endios”. Don Braulio es hambriento como galgo.
Bernaco se sentó a mi lado y me dijo al oído:
—Este Pantacha ha regresado molestoso de la costa. Dice todos los principales son ladrones.
—Seguro es cierto, Bernaco. Pantacha sabe.
Al ver a Bankucha y Bernaco sentados junto al cor-netero, todos los mak’tillos se reunieron poco a poco en nuestro sitio.
Pantacha. nos miró uno a uno; en sus ojos alumbraba el cariño.
—¡Mak’tillos! ¡Mak’tillos!
Levantó su corneta y comenzó a tocar el wayno que cantan los sanjuanes en el escarbe de la acequia grande de K’ocha.
En los ojos de los cholillos se notaba el enternecimiento que sentían por Pantaleón; le miraban como a hermano grande, como al dueño del corazón de todos los escoleros del pueblo.
—Por Pantaleoncha yo me haría destripar con el barroso de doña Juana. ¿Y tú, niño Ernesto?
—Tú eres maula, Ramón; tú llorarías nomás como becerro encorralado.
—¡Jajayllas![7]
Al ver la risa en su cara de sapo panzudo, todos los escoleros, olvidándonos del viejo, llenamos el corredor a carcajadas.
Ramoncha daba vueltas, sobre un talón, agarrándose su barriga de hombre viejo.
—¡Ramoncha! ¡Wiksa!
Sólo el viejo no se reía; su cara seguía agestada, como si en el corredor apestase un perro muerto.
Los comuneros de Tinki se anunciaron desde la cumbre del Kanrara. Parados sobre una piedra que mira al pueblo desde el abra, gritaron los tinkis imitando el relincho del potro.
—¡Tinkikuna! ¡Tinkikuna!
Corearon los escoleros. Todos los indios se levantaron del poyo y se acercaron al filo del corredor para hacerse ver con los tinkis.
Sopló el cuerno con todas sus fuerzas para que oyeran los comuneros, desde el Kanrara.
Hasta Puquio habrá llegado eso —dijo Ramoncha, haciéndose ei asustadizo.
—Seguro hasta Nazca se habrá oído —y me reí.
Los tinkis saltaron de la piedra al camino y empezaron a bajar el cerro a galope. Por ratos, se paraban sobre las piedras más grandes y le gritaban al pueblo. Las quebradas de Viseca y Ak’ola contestaban desde lejos el relincho de los comuneros.
—Viseca grita más fuerte.
—¡Claro pues! Viseca es quebrada padre; el tayta Chitulla es su patrón; de Ak’ola es Kanrara nomás.
—¿Kanrara? Tayta Kanrara le gana a Chitulla, más rabioso es.
—Verdad. Punta es su cabeza, como rejón de don Córdova.
—¿Y Chitulla? A su barriga seguro entran cuatro Kanraras.
Los indios miraban a uno y otro cerro, los comparaban, serios, como si estuvieran viendo a dos hombres.
Las dos montañas están una frente a otra, separadas por el río Viseca. El riachuelo Ak’ola quiebra al Kanrara por un costado, por el otro se levanta casi de repente después de una lomada larga y baja. Mirado de lejos, el tayta Kanrara tiene una expresión molesta.
—Al río Viseca le resondra para que no cante fuerte —dicen los comuneros de San Juan.
Chitulla es un cerro ancho y elevado, sus faldas suaves están cubiertas de tayales y espinos; a distancia se le ve negro, como una hinchazón de la cordillera. Su aspecto no es imponente, parece más bien tranquilo.
Los indios sanjuanes dicen que los dos cerros son rivales y que en las noches oscuras, bajan hasta la ribera del Viseca y se hondean ahi, de orilla o orilla.
Los tinkis entraron por la esquina de la iglesia. Venían solos, sin sus mujeres. Avanzaron por el medio de la plaza, hacia el corredor de la escuela. Eran como cien; todos vestidos de cordellate azul; sus sombreros blancos y grandes y sus ojotas lanudas, se movían acompasadamente.
—¡Tinkis, de verdad comuneros! —dijo el cornetero.
Don Vilkas despreciaba a los tinkis; al verlos en la plaza, levantó su cabeza, jactancioso, pero los siguió con la mirada hasta que llegaron al corredor; les tenía miedo, porque eran unidos y porque su varayok’, cabo licenciado, no respetaba mucho a los mistis.
Don Wallpa, varayok’ de los tinkis, subió primero las gradas.
—Buenos días taytakuna, mamakuna—saludó.
Se acercó a don Vilkas y le dio la mano; después vino donde el cornetero, los dos se abrazaron.
—¡Don Wallpa, taytay!
—¡Mak’ta Pantacha!
—De tiempo has regresado de la costa.
—Seis meses, tayta.
Los dos tinkis hicieron lo mismo que don Wallpa; saludaron a todos, le dieron la mano a don Vilkas y abrazaron a Pantaleón.
Al poco rato los escoleros y el músico nos vimos rodeados de los tinkis. Yo miré una a una las caras de los comuneros: todos eran feos, sus ojos eran amarillosos, su piel sucia y quemada por el frío, el cabello largo y sudoso; casi todos estaban rotosos, sus lok’os (sombreros) dejaban ver los pelos de la coronilla y las ojotas de la mayoría estaban huecas por la planta, sólo el correaje y los ribetes eran lanudos. Pero tenían mejor expresión que los sanjuanes, no parecían muy abatidos, conversaban en voz alta ton Pantaleón y se reían.
Los escoleros se fueron, uno por uno, de nuestro grupo; varios se subieron a los pilares blancos; otros empezaron a jugar en la plaza. En medio de los tinkis más que nunca me gustó la plaza, la tor recita blanca, el eucalipto grande del pueblo. Sentí que mi cariño por los comuneros se adentraba mis en mi vida; me parecía que yo también era tinki, que tenía corazón de comunero, que había vivido siempre en la puna, sobre las pampas de ischu[8].
—Bernaco, ¿te gustaría ser linki?
—¡Claro! Tinki es hombre.
Pantaleón también parecía satisfecho conversando con los tinkis, sus ojos estaban alegres. Primero habló de Nazca; de los carros, de las tiendas, y después de los patronos, abusivos en todas partes.
—¿No ves? De otro modo ha regresado el Pantacha, está rabioso para los platudos —me dijo a la oreja el dansak’ (bailarín) Bernaco.
—¿Acaso? En la costa también, el agua se agarran los principales nomás; los arrendatarios lucaninos, wallhuinos, nazqueños, al último ya riegan, junto con los que tienen dos, tres chacritas; como de caridad le dan un poquito, y sus terrenos están con sed de año en año. Pero principales de Nazca son más platudos; uno solo puede comprar a San Juan con todos sus maizales, sus alfalfares y su ganado. Casi gringos nomás son todos, carajeros, como a Taytacha de iglesia se hacen respetar con sus peones.
—Verdad. Así son nazcas —dijo el varayok’ Wallpa.
—Como en todas partes en Nazca también los principales abusan de los jornaleros —siguió Pantaleoncha—. Se roban de hombre el trabajo de los comuneros que van de los pueblos: San Juan, Chipau, Santiago, Wallwa. Seis, ocho meses, le amarran en las haciendas, le retienen sus jornales; temblando con terciana le meten en los cañaverales, a los algodonales. Después le tiran dos, tres soles a la cara, como gran cosa. ¿Acaso? Ni para remedio alcanza la plata que dan los principales. De regreso, en Galeraspampa, en Tullutaka, en todo el camino se derrama la gente; como criaturitas, tiritando, se mueren los andamarkas, los chillkes, los sondondinos. Ahí nomás se quedan, con un montón de piedra sobre la barriga. ¿Qué dicen sanjuankunas?
—¡Carago! ¡Mitis son como tigre!
—¡Comuneros son para morir como perro!
Sanjuanes y tinkis se malograron. Rabiosos, se miraban unos a otros, como preguntándose. Los ojos de Pantacha tenían el mirar con que en el wark’tay[9] hacían asustar a todos los indios badulaques de San Juan; brillaban de otra manera.
Todos los comuneros se reunieron junto a la puerta de la cárcel para oír a Pantaleoncha: eran como doscientos. Don Vilkas y don Inocencio conversaban en otro lado; el viejo se hacía c! disimulado; pero estaba allí para oír, y contárselo después todo al principal.
El cornetero subió al poyo del corredor; les miró en los ojos a todos los comuneros, estaban como asustados,
—Pero comunkuna somos tanto, tanto; principales dos, tres nomás hay. En otra parte dice, comuneros se han alzado; de afuera a dentro, como a gatos nomás, los han apretado a los platudos. ¿Qué dicen comunkuna?
Los sanjuanes se pusieron asustadizos, los tinkis también. Pantactia hablaba de alzamiento, ellos tenían miedo a eso, acordándose de los chaviñas. Los chaviñas botaron ocho leguas de cercos que don Pedro mandó hacer en tierras de la comunidad; lo corretearon a don Pedro para matarlo. Pero después vinieron soldados a Chaviña y abalearon a los comuneros con sus viejos y sus criaturas; algunos que se fueron a las alturas no-más se escaparon. Eran como mujer los sanjuanes, le temían al alzamiento.
Nunca en la plaza de San Juan, un comunero habla hablado contra los principales. Los domingos se reunían en el corredor de la cárcel, pedían agua lloriqueando y después se regresaban; si no conseguían turno, se iban con todo el amargo en el corazón, pensando que sus maizalitos se secarían de una vez en esa semana, Pero este domingo Pan tacha gritoneaba fuerte contra los mis-tis, delante de don Vilkas resondraba a los principales.
—¡Principales para robar noniás son, para reunir plata, haciendo llorar a gente grande como a criaturitas! ¡Vamos matar a principales, como a puma ladrón!
Al principio don Vilkas disimuló, junto con don Inocencio; pero al último, oyendo a Pantacha hablar de los mistis sanjuanes, se vino apurado donde los comuneros, miró rabioso al cornetero y gritó con voz de perro nazqueño:
—¡Pantacha! ¡Silencio! ¡Principal es respeto!
Su hablar rabioso asustó a los sanjuanes. Pero el mak’ta levantó más la cabeza.
—¡Taytay, como novillo viejo eres, ya no sirves!
Don Vilkas empezó a empujar a ¡os indios para llegar hasta donde estaba el Pantacha.
—¡Carago, allk’o! (perro).
Don Inocencio le rogó, jalándole del poncho:
—Dejay don Vilkas; Pantacha es hablador nomás.
—Te voy a faltar, tayta —le gritó el cornetero.
Al oír la amenaza de Pantaleón, don Inocencio sujetó al viejo.
—No enrabies don Vilkas, ¡por gusto!
Oyendo la bulla, algunos comuneros y las mujeres, que estaban en los otros corredores, se vinieron junto a la puerta de la cárcel, para ver la pelea.
Hombres y mujeres hablaban fuerte.
—¡Viejo es respeto! —decían la mayor parte de las mujercitas.
—¿Machu? Don Vilkas es abusivo. ¿Acaso? “Endio” nomás es, igual a sanjuanea —grité, desafiando, don
Wallpa, varayok’ de Tinki, viejo como don Vilkas.
—¡Wallpa! i Maula Wallpa!
Don Vilkas se paró, desafiante, mirando de frente al varayok’ de Tinki.
—SÍ quieres, solo a solo, como toros en la plaza —habló don Wallpa.
—Anda tayta, cajéale en la barriga —le dijeron los tínkis a su autoridad.
Don Wallpa se quitó el poncho, lo tiró sobre sus comuneros y salió a la plaza. Se cuadró allí como toro padrillo.
—¡Yaque, don Vilkas!
Le llamó con la mano.
Poro las mujercitas sujetaron al viejo. Si no, el wa-rayok’ le hubiera hecho gritar como a gallo cabestro.
Pantacha se rió fuerte, mirando a don Vilkas.
—¡Jajayllas!
Se puso el cuerno a la boca y tocó el wayno chistoso de los wanakupampas:
Akakllo de los pedregales,
bullero pajarito de las peñas;
no me engañes akakllo.
Akakllo pretencioso,
misti ingeniero, te dicen
¡Jajayllas akakllo!
muéstrame tu barreno
¡jajayllas akakllo!
muéstrame tus papeles.
El viejo Vilkas se enrabió de veras, botó a las mujeres que le atajaban y salió a la plaza; pero no fue a pelear con don Wallpa, ni resondró a Pantacha, siguió de frente, hacia la esquina de don Eustaquio. Casi del centro de la plaza volteó la cabeza para mirar a los comuneros, y gritó:
—¡Verás con don Braulio!
—¡Jajayllas novillo!
El viejo llegó casi corriendo a la esquina de don Eustaquio, y torció después a la calle de don Braulio, principal de San Juan.
Don Vilkas subió otra vez al corredor.
—¡Maula! Para lamer a don Braulio nomás sirve —habló el varayok’.
Pero los sanjuanes ya estaban miedosos; se separaron de los tinkis y se fueron con don Inocencio a otro corredor.
—Sanjuanea son como don Vílkas: ¡maulas! —le dije al dansnk’ Bernaco.
—Con las balitas que don Braulio echa por las noches en las esquinas, están amujerados. —Vamos a ver qué dice el sacristán. Disimulando, nos acercamos al corredor de los sanjuanes. El sacristán estaba asustado, a cada rato miraba la esquina de don Eustaquio.
Los sanjuanea conversaban, miedosos; como queriendo ocultarse unos tras de otros, se juntaban alrededor del sacristán Inocencio, pidiendo consejo.
—¡Sanjuankuna! —habló don Inocencio—. Don Braulio tiene harta plata, todos los cerros, las pampas, es de él. Si entra nuestra vaquita en su potrero, le seca de hambre en su corral; a nosotros también nos latiguea, si quiere. Vamos defender más bien a don Braulio. Pantacha es cornetero nomás, no vale.
—¡Sigoro!
—No sirve contra don Braulio.
Los sanjuanes eran como gallo forastero, romo vizcacha de la puna: cuando el principal gritaba, cuando ajeaba fuerte y reventaba su balita en la plaza, sanjuanes no habían, por todas partes escapaban, como chanchos cerriles.
Los comuneros estaban separados ahora en dos bandos: los sanjuanes con don Inocencio y los tinkis con Pantaleón y don Wallpa. Los sanjuanes eran más.
Los tinkis hablaban en la puerta de la cárcel, formando grupo.
—Vamos a contarle a Pan tacha lo que ha dicho don Inocencio —dije.
—Vamos,
Nos encaminamos con Bemaco hacia el corredor de la cárcel.
Cuando estuvimos atravesando la esquina, salió a la plaza, por la puerta del coso, don Pascual, repartidor cic semana.
—¡Don Pascual! —-gritó Bernaco.
—¡Don Pascual!
Todos los indios hablaron alto el nombre del repartidor.
Pantacha le hizo seña con la corneta a don Pascual. El semanero se fue derecho al corredor de los tinkis.
Los sanjuanes corrieron otra vez hacia el corredor de la cárcel, para hablar con el semanero; dejaron solo al sacristán.
Los comuneros de todo el distrito se apretaron rodeando a don Pascual.
—¡Sanjuankuna, ayalaykuna, tinkikuna —oí la voz de Pantaloncha—, don Pascual va dar k’ocha[10] agua a necesitados. Seguro don Braulio rabia; pero don Pascual es primero. ¿Qué dicen?
De un rato, Pascual subió al poyo.
—Con músico Pantacha hemos entendido. Esta semana k’ocha agua va a llevar don Anto, la viuda Juana, don Jesús, don Patricio... Don Braulio seguro carajea. Pero una vez siquiera, pobre va agarrar agua una semana. Principales tienen plata, pobre necesita más sus papalitos, sus maizalitos... Tayta Inti (sol) le hace correr a la lluvia; k’ocha agua nomás ya hay para regar: k’ocha va a llenar esta vez para comuneros.
El hablar de don Pascual no era rabioso como el de Pantacha; parecía más bien humilde, rogaba para que los comuneros se levantasen contra don Braulio.
—¡Está bien don Pascual!
—¡Está bien!
Contestaron primero los tinkis.
—Don Pascual, reparte según tu conciencia.
Don Sak’sa, de Aylay, habló primero por los sanjuanes.
—¡Según tu conciencia, tayta!
—¡Según tu conciencia!
—Don Braulio abusa de comuneros. Comunidad vamos hacernos respetar. ¡Para endios va ser k’ocha agua!
Los sanjuanes no se asustaban con el hablar de don Pascual; le miraban tranquilo, parecían carneros mirando a su dueño.
—¡No hay miedo sanjuankuna! —gritó el mak’ta Pantacha—. A mujer nomás le asusta el revólver de don Braulio.
—Seguro don Braulio carajea. ¿Acaso? Vamos esperar; aquí en su delante voy dar agua a comuneros...
Los mak’tas se miraron, consultándose. Recién entendían por qué Pantacha, don Wallpa, don Pascual, se levantaban contra el principal, contra don Vilkas y don Inocencio.
—Verdad compadre: en nuestro pueblo, dos, tres mistis nomás hay; nosotros, tantos, tantos... Ellos igual a comuneros gentes son, con ojos, boca, barriga. ¡K’ocha agua para comuneros!
—¿Acaso? Mama-allpa (madre tierra) bota agua, igual para todos.
Los sanjuanes también se hicieron los decididos. De tres en tres, de cuatro en cuatro, se juntaron los comuneros. Pantacha y don Pascual, uno a uno les hablaban, para hacer respetar al repartidor.
La comunidad de San Juan estaba para pelear con el principal del pueblo, Braulio Félix.
Los domingos en la mañana los mistis iban a buscar a don Braulio en su casa. Le esperaban en el patio, dos, tres horas, hasta que el principal se levantaba. Junto a una pared había varios troncos viejos de eucalipto; sentados sobre esos palos se soleaban los mutis mientras don Braulio acababa de dormir. El principal no tenía hora para levantarse; a veces salía de su cuarto a las siete, otras veces a las nueve y a las diez también; por eso los mistis se iban a visitarle según su alma; unos eran más pegajosos, más sucios, y tempranito estaban ya en el patio para hacerse ver por los sirvientes de don Braulio; otros, de miedo nomás iban, para que el principal no les tomase a mal; llegaban más tarde, cuando el sol ya estaba alto; otros calculaban la hora en que don Braulio iba a salir para convidar el trago a los sanjuanes, por borrachos nomás cortejaban al principal.
Los domingos, don Braulio se desayunaba con aguardiente en la tienda de don Heraclio: la tiendecita de don Heraclio está en la misma calle del principal. Como loco, don Braulio hacía tomar cañazo a uno y a otro, se reía de los mistis sanjuanes, les hacia emborrachar y les mandaba cantar waynos sucios. Hasta media calle salía don Braulio, riéndose a gritos:
—¡Buena don Cayetano! ¡Don Federico, buena!
Los mistis borrachos se sacaban el pantalón; se peleaban; golpeaban por gusto sus cabezas sobre el mostrador.
Al mediodía, don Braulio iba al corredor de la cárcel para la repartición del agua: los mistis le seguían. De vez en vez, el principal se mareaba mucho y no se acordaba del reparto. Entonces don Inocencio, sacristán de la iglesia, hacia tocar la campana a ¡as dos o tres de la tarde; al oír la campana, don Braulio, según su humor, se quedaba callado, o si no, saltaba a la calle y echando ajos iba al corredor de la cárcel. Fueteaba a cualquiera, encerraba en la cárcel a dos o tres comuneros y reventaba tiros en el corredor. Todos los mistis y los indios escapaban de la plaza; los borrachos se arrastraban a los rincones. El corredor quedaba en silencio; don Braulio hacia retumbar la plaza con su risa y después se iba a dormir. Don Braulio era como dueño de San Juan.
Seguro este domingo el principal estaba mareado, y por eso no venía. Don Vilkas, don Inocencio, de miedo se habrían quedado en la puerta de la tienda, esperando la voluntad del principal.
Ya era tarde. El tayta Inti quemaba al mundo. Las piedras de la mina Ventanilla brillaban como espejitos; las lomas, los falderíos, las quebradas se achicharraban con el calor. Parecía que el sol estaba quemando el corazón de los cerros; que estaban secando para siempre los ojos de la tierra. A ratos se morían los k’erk’ales y las retamas de los montes, se agachaban humildes los grandes molles y los sauces cabezones de las acequias. Los pajaritos del cementerio[11] se callaron, los comuneros también, de tanto hablar, se quedaron dormidos, Pan tacha, Pascual, don Wallpa, veían, serios, el camino, a Puquio que culebreaba sobre el lomo del cerro Ventanilla.
El tayta Inti quería, seguro, la muerte de la tierra, miraba de frente, con todas sus fuer/as. Su rabia hacía arder al mundo y hacía llorar a los hombres.
El blanqueo de la torre y de la iglesia reventaba en luz blanca. La plaza era como horno, y en su centro, el eucalipto grande del pueblo aguantaba el calor sin moverse, sin hacer bulla. No había ya ni aire; parado estaba todo, aplastado, amarillo.
El cielo se reía desde lo alto, azul como el ojo de las niñas, parecía gozoso mirando los falderíos terrosos, la cabeza pelada de las montañas, la arena de los riachuelos resecos. Su alegría chocaba con nuestros ojos, llegaba a nuestro adentro como risa de enemigo.
—¡Tayta Inti, ya no sirves! —habló don Sak’sa, de Ayalay. En todo el corredor se oyó su voz de viejo, triste, cansada por el Inti rabioso.
—¡Ayarachicha! ¡Ayarachi![12]
Pantacha se paró en el canto del corredor, mirando ojo a ojo al Inti tayta; y sopló bien fuerte la corneta de los wanakupampas. Ahora sí, la tonada entraba en el ánimo de los comuneros, como si fuera el hablar di: sus sufrimientos. Desde la plaza caldeada, en esa quebrada ardiendo, el ayarachi subía at cíelo, se iba lejos, lamiendo los k’erk’ales y los montes resecos, llevándose a todas partes el amargo de los comuneros malogrados por el Inti rabioso y por el principal maldecido.
—Pantaleón ruega a Taytacha Dios para que le resondre al Inti.
De repente, don Braulio entró a la plaza. Los mistis sanjuanes venían en tropa, junto al principal.
Vicenticha, hijo del sacristán, corrió a la torre, para tocar la campana grande. Comuneros y mujeres se pararon en todos los corredores. Como si hubiera entrado un toro bravo a la plaza, de todas partes, la gente corrió a la puerta de la cárcel; parecían hambrientos.
—¡Sanjuankuna, pobrecitos! —habló don Sak’sa.
Don Wallpa, Pascual, Pantacha, se reunieron.
—Rato se ha esperado don Vilkas, sentado como perro en la puerta de don Heraclio.
—Don Inocencio también.
—Principal cuando toma, no hace caso.
Los tinkis se juntaron alrededor de don Wallpa; los sanjuanes, callados, sin llamarse, se entroparon en otro lado.
—No hay confianza; comuneros no van parar bien —dijo Pantacha, mirando a la gente separarse en dos bandos.
—¡Comunkuna! —gritó— ¡k’ocha agua para en dios! Voltearon la cabeza los sanjuanes para mirar al mak’ta; no había hombría en sus ojos; como carnero triste eran todos; los tinkis tampoco parecían muy seguros.
—Don Pascual, firme vas a parar contra el principal; seguro carajeo.
—¿Acaso? como tayta Kanrara voy a parar: don Anto, don Jesús, don Patricio, don Roso...
La campana del pueblo sonó fuerte. Ahora la plaza parecía de fiesta. Hulla en todas partes, sol blanco, cielo limpio, campanas; sólo el ánimo no era para alegría, los comuneros miraban la tropa de los mistis, recelando.
Don Pascual, Wallpa y Pantaleón, se pararon a un costado de la mesa, mirando la esquina de don Eustaquio; los san Juanes en el lado de la cárcel, sus mujeres tras de ellos y los tinkis junto a la puerta de la escuela; los escoleros trepados en los pilares de piedra blanca.
Don Braulio ya estaba chispo; venía pateando las piedrecitas del suelo; su pañuelo del cuello con el nudo junto al cogote; y el sombrero puesto a la pedrada. Tenía las manos en los bolsillos del pantalón y la hebilla de su cinturón brillaba; a un lado se veía la funda del revólver. Rojo, como pavo nazqueño, venía apurado, para despachar pronto. Los otros principales, seguro estaban borrachos; don Cayetano Rosas andaba tambaleándose.
En medio de la plaza, junto al eucalipto, don Cayetano gritó:
—¡Que viva don Braulio!
—¡Que viva! —le contestaron todos; don Braulio también.
Al último, ocultándose, venían don Inocencio, sacristán del pueblo, y don Vilkas.
Junto a mi pilar estaba el dansak’ Bernaco.
—Estoy asustadizo, capaz hay pelea niño Ernesto.
—Seguro hay pelea Bernaco; Pascual y Pantacha están molestosos.
—Pero Pantacha está valiente.
—Mírale a don Braulio. Seguro hay pelea. Capaz don Braulio ha traído su revolvercito.
—¡No digas, niño Ernesto! Don Braulio revolvea nomás, es como loco.
Don Braulio subió las gradas del corredor.
—¡Buenos días, taytay! —saludaron todos los comuneros al principal del pueblo.
—Buenos días —contestó don Braulio—. Derecho se fue junto a la mesa; se paró con la espalda a la pared; los mistis, don Vilkas y don Inocencio, se arrimaron a su lado.
Los indios miraban a don Braulio; unos asustadizos, con ojos brillantes, otros tranquilos, algunos rabiando. Pantacha se acomodó bien la correa que sujetaba el cuerno sobre su espalda; en su cara había como fiebre Don Braulio parecía chancho pensativo; miraba el suelo con las manos atrás; curvo, me mostraba su cogote rojo, lleno de pelos rubios.
¡Don Braulio me hacía saltar el corazón de pura rabia!
Silencio se hizo en toda la plaza. El eucalipto del centro de la plaza parecía sudar y miraba humilde al cielo.
—¡Semanero Pascual, k’allary! (comienza) —ordenó el principal.
Don Pascual saltó sobre la mesa; desde lo alto miró al cornetero, a don Wallpa, a don Sak’sa, y después a los comuneros.
—¡K’allary!
—Lunes para don Enrique, don Heracleo; martes para don Anto, viuda Juana, don Patricio; miércoles para don Pedro, don Roso, don José, don Pablo; jueves para...
Como si le hubieran latigueado en la espalda se enderezó el principal ¡ sus cejas se levantaron parecido a la cresta de los gallos peleadores; y desde adentro de sus ojos apuntaba la rabia.
—Viernes para don Sak’sa, don Waman...
—¡Pascualcha; silencio! —gritó don Braulio.
Los comuneros de don Sak’sa se asustaron, movieron sus cabezas, se acomodaron para correr ahí mismo; los tinkis más bien pararon firmes.
—¡Don Braulio, k’ocha agua es para necesitados!
—¡No hay dueño para agua! —gritó Pantacha.
—¡Comunkuna es primero! —habló don Wallpa.
El principal sacó su arma.
—¡Fuera, carajo, fuera!
Los sanjuanes se empujaban atrás, se caían del corredor a la plaza. Las mujeres corrieron primero arrastrando sus rebozas.
Dos, tres balas sonaron en el corredor. Los principales; don Inocencio, don Vilkas, se entroparon con don Braulio. Los san Juanes se escaparen por todas partes; no volteaban siquiera, corrían como perseguidos por ios toros bravos de K’oñani; las mujeres chillaban en la plaza; los escoleros saltaron de los pilares; los de Ayalay se atracaban en la puerta del coso, querían entrar de cuatro en cuatro, de ocho en ocho. Pantacha gritaba como diablo:
—¡Kutirimuychic mak’takuna! (¡Volved hombres, volved!).
En vano; los comuneros se perdían en las esquinas, en las puertas. Algunos tinkis nomás quedaron en el corredor, serios, tiesos, como los pilares de piedra blanca.
Don Antonio también había traído su revólver, seguro le prestó don Braulio; estiró su brazo el alcalde y le echó dos tiros más al aire. Los últimos sanjuanes que sacaban su cabeza por las esquinas se ocultaron.
Don Pascual se bajó callado de la mesa al suelo.
Principales y comuneros se miraron ojo a ojo, separados por la mesa. Don Braulio parecía de verdad loco; sus ojos miraban de otra manera, derechos a Pan-tacha; venenosos eran, entraban hasta el corazón y lo ensuciaban. Tras del principal, los mistis y don Vilkas esperaban temblando.
—¡Carago! ¡Sua! (¡Ladrón!) —gritó el mak’ta. Mata nomás, en mi pecho, en mi cabeza.
Levantó alto su corneta. Como el sol de mediodía su mirar quemaba, rajaba los ojos. Brincó sobre el misti maldecido... Don Braulio soltó una bala y el mak’ta cornetero cayó de barriga sobre la piedra.
—¡A la cárcel!
Como baldeados con sangre, don Pascual, don Wallpa y los tinkis, cerraron los ojos. Se acobardaron; ya no valían, ya no servían, se malograron de repente; se ahumildaron, como gallo forastero, como novillo chusco; ahí nomás se quedaron, mirando el suelo.
—¡A la cárcel wanakus! —mandó don Braulio con hablar de asesino.
Don Vilkas abrió la puerta de la cárcel —era carcelero— como chascha (perro pequeño), temblando, don Wallpa entró primero; Pascual parecía viuda en desgracia, mirando el suelo, humilde, derecho se fue tras el varayok’.
—Los demás carneros, a sus punas. ¡Fuera!
Se escaparon los tinkis; ganándose unos a otros, recelosos todavía, volteaban la cabeza de rato en rato.
En la plaza se hizo silencio; nadie había. En un rato se acabaron la bulla, las rabias, los comuneros; se acabó Pantacha, el mak’ta de corazón, el mak’ta valiente. Los mistis también se callaron mirando a Pantaleón, tumbado en el suelo, como padrillo rejoneado. Don Vilkas y don Inocencio, parados en la puerta de la cárcel, tenían miedo, no podían ir a ver la sangre del músico.
—Ciérrenlo en la cárcel hasta la noche —mandó don Braulio.
No podían, don Inocencio, don Vilkas,
—Indios ¡arrástrenlo!
Por gusto mandaba, como a fantasma le temían.
—¡Nu taytay, nu taytay!
Le rogaban con hablar de criaturitas.
—Usted, don Cayetano.
—¡Claro! ¡Yo sí!
El viejo borracho se acercó al cornetero; de una pierna empezó a jalarle,
—¡Caray! En la cabeza había sido.
Viendo arrastrar al Pantacha, me enrabié hasta el alma.
—¡Wikuñero allk’o! (Perro cazador de vicuñas) —le grité a don Braulio.
Salté al corredor. Hombre me creía, verdadero hombre, igual a Pantacha. El arma del auki Kanrara me entró seguro al cuerpo; no aguantaba lo grande de mi rabia. Querían reventarse, mi pecho, mis venas, mis ojos.
Don Braulio, don Cayetano, don Antonio... me miraron nomás; sus ojos, como vidrios redonditos, no se movían.
—Suakuna! (Ladrones) —les grité.
Levanté del suelo la corneta de Pantacha, y como wikullo la tiré sobre la cabeza del principal Ahí mismo le chorreó sangre de la frente, hasta llegar al suelo. ¡Buena mano de mak’tillo!
Los principales acorralaron a su papacito, para atenderlo.
—¡Taytay, muérete; perro eres, para morder a comuneros nomás sirves! —le dije.
—¡Balas, carajo, más balas!
En vano gritaba; el fierro de la corneta le mordió en la frente, y su sangre corría, negra, como de culebra.
—¡Don Antonio; mátelo!
Rogaba por gusto, su hablar ya no era de hombre; su sangre le acobardaba como a las mujeres.
—¡Taytacha, acábale de una vez, para morder no-más sirve!
Miré la fachada blanca de la iglesia.
¡Jajayllas! Taytacha Dios no había. Mentira es: Taytacha Dios no hay.
Don Antonio me hizo seña con el pie para que escapara. Me quería el alcalde, porque era amiguero de sus hijos.
—¡Mátelo, don Antonio! —rogó don Braulio otra vez.
La voz del principal me gustaba ahora; me hubiera quedado; su gritar me quitaba la rabia, me alegraba, la risa quería reventar en mi boca.
—¡Muérete, taytay, allk’o!
Pero don Antonio pateó en el empedrado y después me apuntó con su revólver. Se enfrió mi corazón con el miedo; salté del corredor a la plaza; tras de mí sonó la bata de don Antonio.
—¡Taytay, Antonio!
Al aire abaleó seguro el Alcalde, para disimular.
Los comuneros de Utek’pampa son mejores que los sanjuanes y los tinkis de la puna. Indios lisos y propietarios, le hacían correr a don Braulio. Cuando traía soldados de Puquio no más, el principal se hacía el hombre en Utek’, atropellaba a los comuneros y hacía matar los animales de la pampa, para escarmiento.
Sólo en la plaza de San Juan era valiente don Braulio, pero llegando a Utek’ se acababa su rabia y parecía buen principal.
Por eso, cuando escapé de la plaza, me acordé de los mak’tas utek’.
Los sanjuanes se habían asegurado en sus casas, chanchos nomás encontré en las calles. Las puertas, como en media noche, estaban cerradas.
No paré hasta llegar al morra de Santa Bárbara; de donde se ven la pampa y el pueblito de Utek’.
Bien abajo, junto al río Viseca, Utek’pampa se tendía, como si fuera una grada en medio del cerro Santa Bárbara.
Nunca la pampa de Utek’ es triste; lejos del cielo vive: aunque haya neblina negra, aunque el aguacero haga bulla sobre la tierra. Utek’pampa es alegre.
Cuando los maizales están verdes todavía, el viento juega con los sembríos; mirada desde lejos, la pampa despierta cariño en el corazón de los forasteros. Cuando el maíz está para cosecharse, todos los comuneros hacen chozas en la cabecera de sus chacras. Las tuyas, los loros y las torcazas ladronas vuelan por bandadas en todo el campo; pasan silbando por encima de los maizales, mostrando sus pechitos amarillos, blancos, verdes; a veces cantan desde los mollales que crecen junto a los cercos. Desde los caminos lejanos Utek’pampa se ve llena de humo, como si todo fuera pueblo. Después de la cosecha, la pampa se llena de anímales grandes; toros, caballos, burros. Los padrillos gritan todo el día, desafiándose de lejos; los potros enamorados relinchan y se hacen oír en toda la pampa. ¡Utek’pampa: indios, mistis, forasteros o no, todos se consuelan, cuando la divisan desde lo alto de las abras, desde los caminos!
—¡Utek’pampa mama!
Igual que los comuneros de Tinki llamé a la pampa; como potrillo, relinché desde el morro Santa Bárbara; fuerte grité, para hacerme oír con los mak’tas utek’. ¡Pero mentira! Viendo lo alegre de la pampa, de los caminos que bajan y suben del pueblito, más todavía creció el amargo en mi corazón. Ya no había Pantacha, ya no habla don Pascual, ni Wallpa; don Braulio no-más ya era; con su cabeza rota se pararía otra vez, para ajear, patear y escupir en la cara de los comuneros, emborrachándose con lo que robaba de todos los pueblos.
Sólito, en ese morro seco, esa tarde, lloré por los comuneros, por sus chacritas quemadas con el sol, por sus anima] i tos hambrientos. Las lágrimas taparon mis ojos; el cielo limpio, la pampa, los cerros azulejos, temblaban; el Inti, más grande, más grande... quemaba al mundo. Me caí, y como en la iglesia, arrodillado sobre las yerbas secas, mirando al tayta Chitulla, le rogué:
—Tayta: ¡que se mueran los principales de todas partes!
Y corrí después, cuesta abajo, a entroparme con los comuneros propietarios de Utek’pampa.
(1935)


Noche de luna en la quebrada de Viseca.
Pobre palomita, por dónde has venido,
buscando la arena por Dios, por los cielos.
—¡Justina! ¡Ay, Justinita!
En un terso lago canta la gaviota.
memoria me deja de gratos recuerdos.
—¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok!
—¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
—¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
—¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.
—¡Ay Justinacha!
—¡Zonzo, niño zonzo! —habló Gregoria, la cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha... soltaron la risa; gritaron a carcajadas.
—¡Zonzo niño!
Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarse, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del “Chawala”. Los eucaliptus de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del “Chawala”: el cerro medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro.
—¡Si te cayeras de pecho, tayta “Chawala”, nos moriríamos todos!
En medio del Witron, Justina empezó otro canto:
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te liberaste
de esa tu falsa prisionera.
Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.
—Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba voces alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero Don Froilán apareció en la puerta del Witron.
—¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
—¡A ése le quiere!
Los indios de Don Froilán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y Don Froilán entró al patio tras de ellos.
—¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
—Vamos, niño.
Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del Witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de Don Froilán.
Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.
La hacienda era de Don Froilán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.
Subimos a las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.
—¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
—¡Don Froilán la ha abusado, niño Ernesto!
—¡Mentira, Kutu, mentira!
—¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!
—¡Mentira, Kutullay, mentira!
Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar. Como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.
—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a Don Froilán.
Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.
—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella, ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al “Chawala” que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.
—¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a Don Froilán!
—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu!
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
—¿Y por qué no matas a Don Froilán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.
—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas “abugau” ya estarán grandes.
—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!
—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.
—¡Don Froilán! ¡Es malo! Los que tiene hacienda son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, Don Froilán es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.
—¡Endio no puede, niño! ¡Endio no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!
Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froilán la había forzado.
—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!
Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón se sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.
—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella, ¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor.
—¡Verdad! Así quieren los mistis.
—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!
—¡Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito! Mira, en Wayrala se está apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta, más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.
Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! —le decía.
Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba a Witron, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de Don Froilán. Al principio yo lo acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres... cien zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban; y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.
—¡De Don Froilán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!
Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón.
Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba “Zarinacha”, la víctima de esa noche, echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.
—¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname mamaya!
Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.
—¡Ese perdido ha sido, hermanita, yo no! ¡Ese Kutu canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome durante largo rato.
“Zarinacha” me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.
—¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!
Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes, llenos de frescura. El kutu ya se iba tempranito, a buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarse contra ellos.
—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros se ríen de ti, porque eres maula!
Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.
—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
—¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.
Resentido, penoso como nunca, se largó al galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su hijo.
Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a Don Froilán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sondondo, Chacralla... ¡Era cobarde!
Yo, solo, me quedé junto a Don Froilán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warma kuyay” y no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriado, que echara ajos roncos y peleara a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.
El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.


La Muerte de los Aranco

Contaron que habían visto al tifus, vadeando el río, sobre un caballo negro, desde la otra banda donde aniquiló al pueblo de Sayla, a esta banda en que vivíamos nosotros.
A los pocos días empezó a morir la gente. Tras del caballo negro del tifus pasaron a esta banda manadas de cabras por los pequeños puentes. Soldados enviados por la Subprefectura incendiaron el pueblo de Sayla, vacío ya, y con algunos cadáveres descomponiéndose en las casas abandonadas. Sayla fue un pueblo de cabreros y sus tierras secas sólo producían calabazas y arbustos de flores y hojas amargas.
Entonces yo era un párvulo y aprendía a leer en la escuela. Los pequeños deletreábamos a gritos en el corredor soleado y alegre que daba a la plaza.
Cuando los cortejos fúnebres que pasaban cerca del corredor se hicieron muy frecuentes, la maestra nos obligó a permanecer todo el día en el salón oscuro y frío de la escuela.
 Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos; y muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes. Nosotros los contemplábamos hasta que el cortejo se perdía en la esquina. Las mujeres iban llorando a gritos; cantaban en falsete el ayataki, el canto de los muertos; sus voces agudas repercutían en las paredes de la escuela, cubrían el cielo, parecían apretarnos sobre el pecho.
La plaza era inmensa, crecía sobre ella una yerba muy verde y pequeña, la romesa. En el centro del campo se elevaba un gran eucalipto solitario. A diferencia de los otros eucaliptos del pueblo, de ramas escalonadas y largas, éste tenía un tronco ancho, poderoso, lleno de ojos, y altísimo; pero la cima del árbol terminaba en una especie de cabellera redonda, ramosa y tupida. "Es hembra", decía la maestra. La copa de ese árbol se confundía con el cielo. Cuando lo mirábamos desde la escuela, sus altas ramas se mecían sobre el fondo nublado o sobre las abras de las montañas. En los días de la peste, los indios que cargaban los féretros, los que venían de la parte alta del pueblo y tenían que cruzar la plaza, se detenían unos instantes bajo el eucalipto. Las indias lloraban a torrentes, los hombres se paraban casi en círculo con los sombreros en la mano; y el eucalipto recibía a lo largo de todo su tronco, en sus ramas elevadas, el canto funerario. Después, cuando el cortejo se alejaba y desaparecía tras la esquina, nos parecía que de la cima del ábol caían lágrimas, y brotaba un viento triste que ascendía al centro del cielo. Por eso la presencia del eucalipto nos cautivaba; su sombra, que al atardecer tocaba al corredor de la escuela, tenía algo de la imagen, del helado viento que envolvía a esos grupos desesperados de indios que bajaban hasta el panteón. La maestra presintió el nuevo significado que el árbol tenía para nosotros en esos días y nos obligó a salir de la escuela por un portillo del corral, al lado opuesto de la plaza.
El pueblo fue aniquilado. Llegaron a cargar hasta tres cadáveres en un féretro. Adornaban a los muertos con flores de retama, pero en los días postreros las propias mujeres ya no podían llorar ni cantar bien; estaban oncas e inermes. Tenían que lavar las ropas de los muertos para lograr la salvación, la limpieza final de todos los pecados.
Sólo una acequia había en el pueblo: era el más seco, el más miserable de la región por la escasez de agua; y en esa acequia, de tanto poco caudal, las mujeres lavaban en fila, los ponchos, los pantalones haraposos, las faldas y las camisas mugrientas de los difuntos. Al principio lavaban con cuidado y observanslo el ritual estricto del pinchk’ay; pero cuando la peste cundió y empezaron a morir diariamente en el pueblo, las mujeres que quedaban, aún las viejas y las niñas, iban a la acequia y apenas tenían tiempo y fuerzas para remojar un poco las ropas, estrujarlas en la orilla y llevárselas, rezumando todavía agua por los extremos.
El panteón era un cerco cuadrado y amplio. Antes de la peste estaha cubierto de bosque de retama. Cantaban jilgueros en ese bosque; y al medio día cuando el cielo despejaha quemando al sol, las flores de retama exhalaban perfume. Pero en aquellos días del tifus, desarraigaron los arbustos y los quemaron para sahumar el cementerio. El panteón quedó rojo, horadado; poblado de montículos alargados con dos o tres cruces encima. La tierra era ligosa, de arcilla roja oscura.
En el camino al cementerio habían cuatro catafalcos pequeños de barro con techo de paja. Sobre esos catafalcos se hacía descansar a los cadáveres, para que el cura dijera los responsos. En los días de la peste los cargadores seguían de frente; el cura despedía a los muertos a la salida del camino.
Muchos vecinos principales del pueblo murieron. Los hermanos Arango eran ganaderos y dueños de los mejores campos de trigo. El año anterior, don Juan, el menor, había pasado la mayordomía del santo patrón del pueblo. Fue un año deslumbrante. Don Juan gastó en las fiestas sus ganancias de tres años. Durante dos horas se quemaron castillos de fuego en la plaza. La guía de pólvora caminaba de un extrerno a otro de la inmensa plaza, e iba incendiando los castillos. Volaban coronas fulgurantes, cohetes azules y verdes, palomas rojas desde la cima y de las aristas de los castillos; luego las armazones de madera y carrizo permanecieron durante largo rato cruzados de fuegos de colores. En la sombra, bajo el cielo estrellado de agosto, esos altos surtidores de luces, nos parecieron un trozo del firmamento caído a la plaza de nuestro pueblo y unido a él por las coronas de fuego que se perdían más lejos y más alto que la cima de las montañas. Muchas noches los niños del pueblo vimos en sueños el gran eucalipto de la plaza flotando en llamaradas.
Después de los fuegos, la gente se trasladó a la casa del mayordomo. Don Juan mandó poner enorrnes vasijas de chicha en la calle y en el patio de la casa, para que tomaran los indios; y sirvieron aguardiente fino de una docena de odres, para los caballeros. Los mejores danzantes de la provincia amanecieron bailando en competencia, por las calles y plazas. Los niños que vieron a aquellos danzantes el "Pachakchaki", el "Rumisonk’o", los imitaron. Recordaban las pruebas que hicieron, el paso de sus danzas, sus trajes de espejos ornados de plumas; y los tomaron de modelos, "Yo soy Pachakchaki", "¡Yo soy Rumisonk’o!", exclamaban; y bailaron en las escuelas, en sus casas, y en las eras de trigo y maíz, los días de la cosecha.
Desde aquella gran fiesta, don Juan Arango se hizo más famoso y respetado.
Don Juan hacía siempre de Rey Negro, en el drama dc la Degollación que se representaba el 6 de enero. Es que era moreno, alto y fornido; sus ojos brillaban en su oscuro rostro. Y cuando bajaba a caballo desde el cerro, vestido de rey, y tronaban los cohetones, los niños lo admirábamos. Su capa roja de seda era levantada por el viento; empuñaba en alto su cetro reluciente de papel dorado; y se apeaba de un salto frente al "palacio" de Herodes; "Orreboar", saludaba con su voz de trueno al rey judío. Y las barbas de Herodes temblaban
El hermano mayor, don Eloy, era blanco y delgado. Se había educado en Lima; tenía modales caballerescos; leía revistas y estaba suscrito a los diarios de la capital. Hacía de Rey Blanco; su hermano le prestaba un caballo tordillo para que montara el 6 de enero. Era un caballo hermoso, de crin suelta; los otros galopaban y él trotaba con pasos largos, braceando.
Don Juan murió primero. Tenía treintidós años y era la esperanza del pueblo. Había prometido comprar un motor para instalar un molino eléctrico y dar luz al pueblo, hacer de la capital del distrito una villa moderna, mejor que la capital de la provincia. Resistió doce dias de fiebre. A su entierro asistieron indios y principales. Lloraron las indias en la puerta del panteón. Eran centenares y cantaron a coro. Pero esa voz no arrebataba, no hacía estremecerse, como cuando cantaban solas, tres o cuatro, en los entierros de sus muertos. Hasta lloraron y gimieron junto a las paredes, pero pude resistir y miré el entierro Cuando iban a bajar el cajón de la sepultura don Eloy hizo una promesa: "¡Hermano —dijo mirando el cajón, ya depositado en la fosa— un mes, un mes nada más, y estaremos juntos en la otra vida!" Entonces la mujer de don Eloy y sus hijos lloraron a gritos. Los acompañantes no pudieron contenerse. Los hombres gimieron; las mujeres se desahogaron cantando como las indias. Los caballeros se abrazaron, tropezaban con la tierra de las sepulturas. Comenzó el crepúsculo; las nubes se incendiaban y lanzaban al campo su luz amarilla. Regresamos tanteando el camino; el cielo pesaba. Las indias fueron primero, corriendo. Los amigos de don Eloy demoraron toda la tarde en subir al pueblo; llegaron ya de noche.
Antes de los quince días murió don Eloy. Pero en ese tiempo habían caído ya muchos niños de la escuela, decenas de indios, señoras y otros principales. Sólo algunas beatas viejas acompañadas de sus sirvientas iban a implorar en el atrio de la iglesia. Sobre las baldosas blancas se arrodillaban y lloraban, cada una por su cuenta, llamando al santo que preferían, en quechua y en castellano. Y por eso nadie se acordó después como fue el entierro de don Eloy.
Las campanas de la aldea, pequeñas pero con alta ley de oro, doblaban día y noche en aquellos días de mortandad. Cuando doblaban las campanas y al mismo tiempo se oía el canto agudo de las mujeres que iban siguiendo a los féretros, me parecía que estábamos sumergidos en un mar cristalino en cuya hondura repercutía el canto mortal y la vibración de las campanas; y los vivos estábamos sumergidos allí, separados por distancias que no podían cubrirse, tan solitarios y aislados como los que morían cada día.
Hasta que una mañana, don Jáuregui, el sacristán y cantor, entró a la plaza tirando de la brida al caballo tordillo del finado don Juan. La crin era blanca y negra, los colores mezclados en las cerdas lustrosas. Lo habían aperado como para un día de fiesta. Doscientos anillos de plata relucían en el trenzado; el pellón azul de hilos también reflejaba la luz; la montura de cajón, vacía, mostraba los refuerzos de plata. Los estribos cuadrados, de madera negra, danzaban.
Repicaron las campanas, por primera vez en todo ese tiempo. Repicaron vivamente sobre el pueblo diezmado. Corrían los chanchitos mostrencos en los campos baldíos y en la plaza. Las pequeñas flores blancas de la salvia y las otras flores aún más pequeñas y olorosas que crecían en el cerro de Santa Brígida se iluminaron.
Don Jáuregui hizo dar vueltas al tordillo en el centro de la plaza, junto a la sombra del eucalipto; hasta le dio de latigazos y le hizo pararse en las patas traseras, manoteando en el aire. Luego gritó, con su voz delgada, tan conocida en el pueblo:
—¡Aquí está el tifus, montado en el caballo blanco de don Eloy! ¡Canten la despedida! ¡Ya se va, ya se va! ¡Aúúúú! ¡Aú ú!
Habló en quechua, y concluyó el pregón con el aullido final de los jarahuis, tan largo, eterno siempre:
—¡Ah... ííí! ¡Yaúúú... yaúúú! ¡El tifus se está yendo; ya se está yendo!
Y pudo correr. Detrás de él, espantaban al tordillo algunas mujeres y hombres emponchados, enclenques. Miraban la montura vacía, detenidamente. Y espantaban al caballo.
Llegaron al borde del precipicio de Santa Brígida, junto al trono de la Virgen. El trono era una especie de nido formado en las ramas de un arbusto ancho y espinoso, de flores moradas. El sacristán conservaba el nido por algún secreto procedimiento; en las ramas retorcidas que formaban el asiento del trono no crecían nunca hojas, ni flores ni espinos. Los niños adornábamos y temíamos ese nido y lo perfumáballlos con flores silvestres. Llevaban a la Virgen hasta el precipicio, el día de su fiesta. La sentaban en el nido como sobre un casco, con el rostro hacia el río, un río poderoso y hondo, de gran correntada, cuyo sonido lejano repercutía dentro del pecho de quienes lo miraban desde la altura.
Don Jáuregui cantó en latín una especie de responso junto al "trono" de la Virgen, luego se empinó y bajó el tapaojos, de la frente del tordillo, para cegarlo.
—¡Fuera! —gritó— ¡Adiós calavera! ¡Peste!
Le dio un latigazo, y el tordillo saltó al precipicio. Su cuerpo chocó y rebotó muchas veces en las rocas, donde goteaba agua y brotaban líquenes amarillos. Llegó al río; no lo detuvieron los andenes filudos del abismo.
Vimos la sangre del caballo, cerca del trono de la Virgen, en el sitio en que se dio el primer golpe.
—¡Don Eloy, don Eloy! ¡Ahí está tu caballo! ¡Ha matado a la peste! En su propia calavera. ¡Santos, santos, santos! ¡El alma del tordillo recibid! ¡Nuestra alma es, salvada!
¡Adiós millahuay, despidillahuay…! (¡Decidme adiós! ¡Despedidme...!).
Con las manos juntas estuvo orando un rato, el cantor, en latín, en quechua y en castellano.
(1955)


Llegaban por bandadas las torcazas a la hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En cambio las calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre los lúcumos, en las más altas ramas, y cantaban.
A esa hora descansaba un rato, Singu, el pequeño sirviente de la hacienda. Subía a la piedra amarilla que había frente a la puerta falsa de la casa; y miraba la quebrada, el espectáculo del río al anochecer. Veía pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles frutales.
La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca, en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la luz tibia de las palomas. Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la noche porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos oscuros, de las flores rosadas.
Estaba mirando el camino de la huerta, cuando vio entrar en el callejón empedrado del caserío, un perro escuálido, de color amarillo. Andaba husmeando, con el rabo metido entre las piernas. Tenía "anteojos"; unas manchas redondas de color claro, arriba de los ojos.
Se detuvo frente a la puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la cocinera había echado el agua con que lavó las ollas. Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba el agua sucia estirando el cuello. Se agazapó un poco. Estaba atento, para saltar y echarse a correr si alguien abría la puerta. Se hundieron aún más los costados de su vientre; resaltaban los huesos de las piernas; sus orejas se recogieron hacia atrás; eran oscuras, por las puntas.
Singu buscaba un nombre. Recordaba febrilmente nombres de perros.
—¡"Hijo Solo"!—le dijo cariñosamente—. ¡"Hijoo Solo"! ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Ninito!
Como no huyó, sino que lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió hablándole en quechua, con tono cada vez más familiar.
—¿Has venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con quién?
Se bajó de la piedra, sonriendo. El perro no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos también eran de color amarillo, el iris se contraía sin decidirse.
—Yo, pues, soy Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido, yo te daba queso fresco, leche también; harto. ¿Por qué te fuiste?
Abrió la puerta. De la leche que había para los señores echó apresuradamente bastante, en un plato hondo; y corrió. Estaba aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso el plato en el suelo. "Hijo Solo" se acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras lamía haciendo ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente hacia arriba; cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era negro. Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro, conteniendo la respiración, tratando de no parecer siquiera un ser vivo. No huyó el perro, cesó un instante de lamer el plato. También él paralizó su aliento; pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las orejas.
Jamás había visto un animal más desvalido; casi sin vientre y sin músculos. "¿No habrá vuelto de acompañar a su dueño, desde la otra vida?", pensó. Pero viéndole la barriga, y la forma de las patas, comprendió que era aún muy joven. Sólo los perros maduros pueden guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos del perro para caminar en la oscuridad de la otra vida.
Se abrazó al cuello de "Hijo Solo". Todavía pasaban bandadas de palomas por el aire; y algunas calandrias, brillando.
Hacia tiempo que Singu no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad del cuello y de su hocico. Si el señor no lo admitía en la casa, él se iría, fugaría a cualquier pueblo o estancia de la altura, donde podían necesitar pastores. No lo iban a separar del compañero que Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada escondida. Debía ser cierto que "Hijo Solo" fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los niños. Le había dicho eso al perro, sólo para engañarlo; pero si él había oído, si le había entendido, era porque así tenía que suceder; porque debían encontrarse allí, en "Lucas Huayk’o", la hacienda temida y odiada en cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato "Hijo Solo" había llegado hasta ese infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de frente, por el puente, y había escapado de Lucas Huayk’o"?
—Gringo! ¡Aquí sufriremos! Pero no será de hambre —le dijo—. Comida hay, harto. Los patrones pelean, matan sus animales; por eso dicen que "Lucas Huayk’o" es infierno. Pero tú eres de Singuncha, "endio" sirviente. ¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela torcacita! ¡Canta tuyay, tuyacha! ¡Todo tranquilo!
Abrazó al perro, más estrechamente; lo levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste de "Hijo Solo" se apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún desconcertado. Sonriendo, Singucha alzó con una mano el hocico del perro, para mirarlo más detenidamente, e infundirle confianza.
Vio que el iris de los ojos del perro clareaba. Él conocía como era eso. El agua de los remansos renace así, cuando la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen los colores de las piedras del fondo y de los costados, las yerbas acuáticas ondean sus ramas en la luz del agua que va clareando; los peces cruzan sus rayos. "Hijo Solo" movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó la lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No deseaba ver más el Singuncha; no esperaba más del mundo.
Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado sobre los pellejos en que el cholito dormía, junto a la despensa, en una habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o regaban, rezumaba agua por ese muro.
Quizá los perros conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. "Hijo Solo" comprendió cuál era la condición de sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los dueños de la hacienda, los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte? ¿Había oído las historias y rumores que corrían en los pueblos sobre los señores de "Lucas Huayk’o"?
—¿Viven aún los dos?—se preguntaban en las aldeas—. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los cercos, las tomas de agua, los andenes?
—Dicen que don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas lecheras de su hermano. Con veinte peones las robó y las espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas y los cóndores están despedazando a los animales finos.
—¡Anticristos!
—¡Y su padre vive!
—¡Se emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca.
—¿De dónde, de quién vendrá la maldición?
No criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban perros. Podían ser objetos de venganza, fáciles.
—"Lucas Huayk’o" arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente? Los viajeros pasan corriendo el puente.
Sin embargo "Hijo Solo" conquistó su derecho a vivir en la hacienda. Él y su dueño procedieron con sabiduría. Un perro allí era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero los habían matado a balazos, con veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos señores criaron, en esta y en la otra banda.
Los primeros ladridos de "Hijo Solo" fueron escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto del corredor. "Hijo Solo" ladró al descubrir una piara de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo. Singu corrió a defenderlo.
—¿Es tuyo? ¿Desde cuando?
—Desde la otra vida, señor —contestó apresuradamente el sirviente.
—¿Qué?
—Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el callejón se ha quedado, oliendo. Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va ha hacer caso. De "endio" es, no es de werak’ocha. Tranquilo va cuidar la hacienda.
—¿Contra quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que Don Adalberto come sangre?
—Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va a ladrar. No contra Don Alberto.
"Hijo Solo" los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina luz que tenía en los ojos, desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha, junto a la puerta falsa de la casa grande.
—Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda —dijo Don Ángel—. Se desprecia a los perros. Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le beberá la sangre siempre, ese Caín, ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído recuerdos a la quebrada.
—"Hijo Solo", patrón.
Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la placidez de la luz, no del crepúsculo sino del sol declinante, que se posaba sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras las calandrias cantaban desde los grandes árboles de la huerta.
"Más fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él. Quizá mi hermano los despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo, rápido".
El dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja. No se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la hacienda por la banda izquierda que pertenecía a Don Ángel. No escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía en la alfalfa floreada; corría a saltos, levantando la cabeza, para mirar a su dueño. Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato, resaltaba entre el verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.
—¡Hijos de Dios en medio de la maldición! —decía de ellos la cocinera.
El perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los hosques de retama de los pequeños abismos. El cllihuillo tiene vuelo lento y bajo; da la impresión de que va a caer, que está cansado. El perro se lanzaba, anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los campos de alfalfa buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha reía a carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, la orilla del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en "Lucas Huayk’o".
Singu era becerro, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores, vigilante de los riegos, espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde que encontró a su perro "Hijo Solo", fue aún más diligente. Había trabajado siempre. Huérfano recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar.
Lo alimentaron bien, con suero, leche, desperdieios de la comida, huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó al cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No era tonto. Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo, le llenaban la bolsa con mote y queso. Regresaba cantando y silbando. Los señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El otro, Don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las aldeas de la hacienda, y las minas. Don Ángel los alfalfares, la huerta, el ganado, el trapiche.
Singu no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de los animales, los incendios de los campos de trigo, las peleas, se producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes, traía los caballos. Se armaban de látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía caliente. La cocinera 1loraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho, como si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos en quechua de los jinetes, su huída por el camino angosto; todo le confirmaba que en "Lucas Huayk’o", de veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a batir el vientot desde las cumbres.
Hubo un período de calma en la quebrada; coincidió con la llegada de "Hijo Solo".
—Este perro puede ser más de lo que parece —comentó Don Ángel semanas después.
Pero sorprendieron a "Hijo Solo", en medio del puente, al medio día.
Singuncha gritó, pidió auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés.
Oyó que el perro caía al río. El sonido fue hondo, no como el de un pequeño animal que golpeara con su desigual cuepo la superficie del remanso. A él lo dejaron con un costal sucio amarrado al cuello.
Mientras se arrancaba el costal de la cabeza, huyeron los emisarios de Don Adalberto. Los pudo ver aún en el recodo del camino, sobre la tierra roja del barranco.
Nadie había oído los gritos del becerrero. El remanso brillaba, tenía espuma en el centro, donde se percibía la corriente.
Singu miró el agua. Era transparente, pero honda. Cantaba con voz profunda; no sólo ella, sino también los árboles y el abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el espacio. Singu no alcanzaría jamás a "Hijo Solo". Iba a lanzarse al agua. Dudó y corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de ovejas. Pasó a la otra banda, a la del demonio Don Adalberto; bajó el remanso. Era profundo pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más líbero que las cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin llorar. Su rostro brillaba, parecía sorber el río.
¡Era cierto! "Hijo Solo" luchaba, a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en la zona del vado. Pudo sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchillo, un trozo de fleje que él había afilado en las piedras. Pero el perro estaba ya aturdido, boqueando. El río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del recodo, tras el que aparecían los molinos de Don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de las ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la orilla, arrastrando al perro.
Se tendieron en la arena. "Hijo Solo" boqueaba, vomitaba agua como un odre.
Singuncha empezó a temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando maldecía a Don Adalberto, en quechua: "Excremento del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita como a la velas que los condenados llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en la cima de "Aukimana"; "Hijo Solo" comerá tus ojos, tu lengua, y vomitará tu pestilencia, como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!"
Se calentó en la arena el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo sus "anteojos", lo miraba. Entonces lloró Singu.
—¡ Papacito! ¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero!
Le tocaba las manchas redondas que tenía en la frente, sus "anteojos".
—iVamos a matar a Don Adalberto! ¡Dice Dios quiere!—le dijo.
Sabía que en los bosques de retama y lambras de Los Molinos cantaban las torcazas más hermosas del mundo. Desde centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler su trigo a "Lucas Huayk’o", porque se afirmaba que esas palomas eran la voz del Señor, sus criaturas. Hacían turnos que duraban meses, y Don Adalberto tenía peones de sobra. Se reía de su hermano.
—¡Para mí cantan, por orden del cielo, estas palomas ! —decía—. Me traen gente de cinco provincias.
Escondido, Singuncha rezó toda la tarde. Oyó, llorando, el canto de las torcazas que se posaron en el bosque, a tomar sombra.
Al anochecer se encaminó hacia Los Molinos. Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose tras los arbustos y las piedras. Llegó frente al caserío donde residía Don Adalberto; pudo ver los techos de calamina del primer molino, del más alto.
Cortó un retazo de su camisa, y lo deshizo, hilo tras hilo; escarmenándolas con las uñas, formó una mota con las hilachas, las convirtió en una mecha suave.
Había escogido las piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte aún a plena luz del sol.
Más tarde vendrían "concertados" a la orilla del río, a vigilar, armados de escopetas. Anochecía. Los patitos volaban a poca altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando las manchas rojas de sus alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus ojos y la cabeza.
—¡Adiós niñitas¡—les dijo en voz alta.
Sabía que el sonido del río apagaría su voz. Pero agarró del hocico al "Hijo Solo" para que no ladrase. El ladrido de los perros corta todos los sonidos que brotan de la tierra.
Tupidas matas de retama seca escalaban la ladera, desde el río. No las quemaban ni las tumbaban, porque vivían allí las torcazas.
Llegaron palomas en grandes bandadas, y empezaron a cantar.
Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de k’opayso y retama. No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó; de rodillas mientras con un brazo tenía al perro por el cuello, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el bosque, a devorarlo.
—¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida!—gritó alejándose, y volvió a arrodillarse sobre la arena.
Se quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita.
Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó al río. "Hijo Solo" aulló un poco y lo siguió. Llegaban las palomas a esta banda, a la de Don Angen volando descarriadas, cayendo a los alfalfares, tonteando por los aires.
Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia; o el Señor Dios lo haría llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón de Santiago. Entonces seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría al cielo, cantando a dúo con el "Hijo Solo".
—¡Amarillito! ¡Jilguero! —iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz de las llamas que devoraban la otra banda de la hacienda.
En la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque Don Adalberto no murió en el incendio.
(1957)


En el barranco de K’ello-k’ello se encontraron, la tropa de caballos de don Garayar y los becerros de la señora Grimalda. Nicacha y Pablucha gritaron desde la entrada del barranco:
—¡Sujetaychis! ¡Sujetaychis! (¡Sujetad!)
Pero la piara atropelló. En el camino que cruza el barranco, se revolvieron los becerros, llorando.
—¡Sujetaychis!—Los mak’tillos Nicacha y Pablucha subieron, camino arriba, arañando la tierra.
Las mulas se animaron en el camino, sacudiendo sus cabezas; resoplando las narices, entraron a carrera en la quebrada, las madrineras atropellaron por delante. Atorándose con el polvo, los becerritos se arrimaron al cerroé algunos pudieron volverse y corrieron entre la piara. La mula nazqueña de don Garayar levantó sus dos patas y clavó sus cascos en la frente del «Pringo». El «Pringo» cayó al barranco, rebotó varias veces entre los peñascos y llegó hasta el fondo del abismo. Boqueando sangre murió a la orilla del riachuelo.
La piara siguió, quebrada adentro, levantando polvo.
—¡Antes, uno nomás ha muerto! ¡Hubiera gritado, pues, más fuerte!—Hablando, el mulero de don Garayar se agachó en el canto del camino para mirar el barranco.
—¡Ay señorcito! ¡La señora nos latigueará; seguro nos colgará en el trojal!
—¡Pringuchallaya! ¡Pringucha!
Mirando el barranco, los mak’tillos llamaron a gritos al becerrito muerto.
La Ene, madre del «Pringo», era la vaca más lechera de la señora Grimalda. Un balde lleno le ordeñaban todos los días La llamaba Ene, porque sobre el lomo negro tenía dibujada una letra N, en piel blanca. La Ene era alta y robusta, ya había dado a la patrona varios novillos grandes y varias lecheras. La patrona la miraba todos los días, contenta:
—¡Es mi vaca! ¡Mi mamacha! (¡Mi madrecital).
Le hacían cariño, palmeándole en el cuello.
Esta vez, su cría era el «Pringo». La vaquera lo bautizó con ese nombre desde el primer día. «El Pringo», porque era blanco entero. El Mayordomo quería llamarlo «Misti», porque era el más fino y el más grande de todas las crías de su edad.
—Parece extranjero —decía.
Pero todos los concertados de la señora, los becerreros y la gente del pueblo lo llamaron «Pringo». Es un nombre más cariñoso, más de indios, por eso quedó.
Los becerreros entraron llorando a la casa de la señora. Doña Grimalda salió al corredor para saber. Entonces los becerreros subieron las gradas, atropellándose; se arrodillaron en el suelo del corredor; y sin decir nada todavía, besaron el traje de la patrona; se taparon la cara con la falda de su dueña, y gimieron, atorándose con su saliva y con sus lágrimas.
—¡Mamitay!
—¡No pues! ¡Mamitay!
Doña Grimalda gritó, empujando con los pies a los muchachos.
—¡Caray! ¿Qué pasa?
—«Pringo» pues, mamitay. En K’ello-k’ello, empujando mulas de don Garayar
—¡«Pringo» pues! ¡Muriendo ya, mamitay!
Ganándose, ganándose, los becerreros abrazaron los pies de doña Grimalda, uno más que otro; querían besar los pies de la patrona.
—¡Ay Dios mío! ¡Mi becerritol ¡Santusa, Federico, Antonio...!
Bajó las gradas y llamó a sus concertados desde el patio.
—iCorran a K’ello-k’ello! ¡Se ha desbarrancado el «Pringo»! ¿Qué hacen esos, amontonados allí? ¡Vayan, por delante!
Los becerreros saltaron las gradas y pasaron al zaguán, arrastrando sus ponchos. Toda la gente de la señora salió tras de ellos.
Trajeron cargado al «Pringo». Lo tendieron sobre un poncho, en el corredor. Doña Grimalda, lloró, largo rato, de cuclillas junto al becerrito muerto. Pero la vaquera y los mak’tillos, lloraron todo el día, hasta que entró el sol.
—¡Mi papacito! ¡Pringuchallaya!
—¡Ay niñito, súmak’wawacha! (¡Criatura hermosa!).
—¡Súmak’ wawacha!
Mientras el Mayordomo le abría el cuerpo con su cuchillo grande; mientras le sacaba el cuerito; mientras hundía sus puños en la carne, para separar el cuero, la vaquera y los mak’tillos, seguían llamando:
—¡Niñucha! ¡Por qué pues!
—¡Por qué pues, súmak’wawacha!
Al día siguiente, temprano, la Ene bajaría el cerro bramando en el camino. Guiando a las lecheras vendría como siempre. Llamaría primero desde el zaguán. A esa hora, ya goteaba leche de sus pezones hinchados.
Pero el Mayordomo le dio un consejo a la señora.
—Así he hecho yo también, mamita, en mi chacra de las punas —le dijo.
Y la señora aceptó.
Rayando la aurora, don Fermín clavó dos estacas en el patio de ordeñar, y sobre las estacas un palo de lambras. Después trajo al patio el cuero del «Pringo», lo tendió sobre el palo, estirándolo y ajustando las puntas con clavos, sobre la tierra.
A la salida del sol, las vacas lecheras estaban ya en el callejón llamando a sus crías. La Ene se paraba frente al zaguán; y desde allí bramaba sin descanso, hasta que le abrían la puerta. Gritando todavía pasaba el patio y entraba al corral de ordeñar.
Esa mañana, la Ene llegó apurada; rozando su hocico en el zaguán, llamó a su «Pringo». El mismo don Fermín le abrió la puerta. La vaca pasó corriendo el patio. La señora se había levantado ya, y estaba sentada en las gradas del corredor.
La Ene entró al corral. Estirando el cuello, bramando despacito, se acercó donde su «Pringo»; empezó a lamerle, como todas las mañanas. Grande le lamía, su lengua áspera señalaba el cuero del becerrito. La vaquera le maniató bien; ordeñándole un poquito humedeció los pezones, para empezar. La leche hacía ruido sobre el balde.
—¡Mamaya! ¡Y’astá mamaya! —llamando a gritos pasó del corral al patio, el Pablucha.
La señora entró al corral, y vió a su vaca. Estaba lamiendo el cuerito del «Pringo», mirándolo tranquila, con sus ojos dulces.
Así fue, todas las mañanas; hasta que la vaquera y el Mayordomo, se cansaron de clavar y desclavar el cuero del «Pringo». Cuando la leche de la Ene empezó a secarse, tiraban nomás el cuerito sobre un montón de piedras que había en el corral, al pie del muro. La vaca corría hasta el extremo del corral, buscando a su hijo; se paraba junto al cerco, mirando el cuero del becerrito. Todas las mañanas lavaba con su lengua el cuero del «Pringo». Y la vaquera la ordeñaba, hasta la última gota.
Como todas las vacas, la Ene también, acabado el ordeño, empezaba a rumiar, después se echaba en el suelo, junto al cuerito seco del «Pringo», y seguía, con los ojos medio cerrados. Mientras, el sol alto despejaba las nubes, alumbraba fuerte y caldeaba la gran quebrada.


Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.
Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.
—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’[13] “Rasu-Ñiti”[14].
Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.
Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.
La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.
— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.
Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.
Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.
“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.
—¡Esposo! ¿Te despides? —preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!
Corrieron las dos muchachas.
La mujer se acercó al marido.
—Bueno. ¡Wamani[15] está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka[16] que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.
Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.
La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.
—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.
Ella levantó la cabeza.
—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!
La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.
Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.
Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.
Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.
—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.
Las tres lo contemplaron, quietas.
—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!
Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.
—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.
Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.
Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.
Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.
El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.
“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.
Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.
Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”[17], el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.
“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.
—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?
El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.
—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.
“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.
“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.
—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.
Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a henchirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.
—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.
Se le paralizó una pierna
—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.
El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.
—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.
Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.
—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.
Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.
Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.
“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.
El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?
La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.
“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.
“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.
Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.
—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.
“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.
A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.
“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.
—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.
“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.
El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.
“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!
Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.
“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.
—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.
Nadie se movió.
Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.
“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.
—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!
“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.
—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.
(1961)


Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo[19], de sirviente, en la gran residencia. Era pequeño de cuerpo, miserable de ánimo, débil, todo lamentable; sus ropas viejas.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.
—Eres gente u otra cosa —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.
Humillándose, el pongo no contestó.
Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
—¡A ver! —dijo el patrón— por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que parecen que no son nada.
—¡Llévate esta inmundicia! —ordenó al mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el pongo besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer, lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. "Huérfano de huérfanos; hijo del viento, de la luna, debe ser el frío de sus ojos, el corazón, pura tristeza", había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.
El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba, callado comía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto y por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo, delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.
—Creo que eres perro. ¡Ladra! —le decía.
El hombrecito no podía ladrar.
—Ponte en cuatro patas —le ordenaba entonces.
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.
—Trota de costado, como perro —seguía ordenándole el hacendado.
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna. El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.
—¡Regresa! —le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.
El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado. Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio, como viento interior en el corazón.
—¡Alza las orejas ahora, vizcacha!
—¡Vizcacha eres! —mandaba el señor al cansado hombrecito.
—Siéntate en dos patas; empalma las manos.
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.
—Recemos el Padrenuestro —decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.
El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.
En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.
—¡Vete, pancita! —solía ordenar, después, el patrón al pongo.
Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.
Pero... una tarde a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ese, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.
—Gran señor, dame tu licencia, padrecito mío, quiero hablarte— dijo.
El patrón no oyó lo que oía.
—¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro?— preguntó.
—Es a ti a quién quiero hablarte —repitió el pongo.
—Habla... si puedes —contestó el hacendado.
—Padre mío, señor mío, corazón mío —empezó a hablar el hombrecito—, soñé anoche que habíamos muerto los dos, juntos; juntos habíamos muerto.
—¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio —le dijo el gran patrón.
—Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos los dos juntos, desnudos ante nuestro gran padre San Francisco.
—¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro Gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
—¿Y tú?
—No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
—Bueno sigue contando.
—Entonces, después nuestro padre dijo con su boca: "De todos los ángeles el más hermoso que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro pequeño que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de la chancaca más transparente.
—¿Y entonces? —pregunto el patrón. Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.
—Dueño mío, apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel brillante, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave, como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
—¿Y entonces? —repitió, el patrón.
—"Ángel mayor: cubre a este caballero can la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.
—Así tenía que ser— dijo el patrón, y luego preguntó:
—¿Ya ti?
—Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a ordenar.
—"Que de todos los ángeles del cielo venga el que menos vale, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano"
—¿Y entonces?
—Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro Gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande.
—"Oye viejo —ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel— embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!".
—Entonces con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata me cubrió desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado, Y aparecía avergonzado, en la luz del cielo, apestando.
—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón— ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?...
—No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mi, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria, y luego dijo: "Todo cuando los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.


[1] Mak’ta: hombre joven. Mak’tillo: muchacho, diminutivo de mak’ta.
[2] Paiña: mujer joven.
[3] Interjección de entusiasmo.
[4] Tayta: padre, señor; mama: madre, tenora. Kuna: forma el plural; cha, el diminutivo.
[5] Nombra a la persona de la clase dominante, cualquiera que sea su raza.
[6] Dios, Jesucristo.
[7] Interjección de burla, de orgullo.
[8] Paja dura de las regiones altas.
[9] Lucha a zurriago entre solteros, en carnavales.
[10] Estanque, laguna.
[11] Huerta que, en muchas aldeas de la sierra, rodea a la iglesia.
[12] Música fúnebre.
[13] Dansak’ = bailarín.
[14] Rasu-Ñiti: que aplasta nieve.
[15] Dios montaña que se presenta en figura de cóndor.
[16] Mosca azul.
[17] Que cansa al zorro.
[18] “El Sueño del Pongo” no es una obra original, sino un cuento tradicional que José María Arguedas escuchó a un indio cusqueño y que luego escribió en quechua y tradujo al castellano, poniendo, sin duda, como confiesa el mismo novelista, "mucho de su cosecha".
[19] pongo. (del quechua punco). Indígena que trabajaba en una finca y estaba obligado a servir al propietario, durante una semana, a cambio del permiso que este le daba para sembrar una fracción de su tierra.

CABAÑA CASABLANCA 2019