José María
Arguedas
Agua
y otros cuentos
Cuando yo y
Pantaleoncha llegamos a la plaza, los corredores estaban todavía desiertos,
todas las puertas cerradas, las esquinas de don Eustaquio y don Ramón sin
gente. El pueblo silencioso, rodeado de cerros inmensos, en esa hora fría de la
mañana, parecía triste.
—San Juan se está
muriendo —dijo el cornetero—. La plaza es corazón para el pueblo. Mira nomás
nuestra plaza, es peor que puna.
Pero tu corneta va
llamar gente.
—¡Mentira! Eso no
es gente; en Lucanas sí hay gente, más que hormigas.
Nos dirigimos como
todos los domingos al corredor de la cárcel.
El varayok’ había
puesto ya la mesa para el repartidor del agua. Esa mesa amarilla era todo lo
que existía en la plaza; abandonada en medio del corredor, sólita, daba la idea
de que los saqueadores de San Juan la habían dejado allí por inservible y
pesada.
Los pilares que
sostenían el techo de las casas estaban unos apuntalados con troncos, otros
torcidos y próximos a caerse; sólo los pilares de piedra blanca permanecían
rectos y enteros. Los poyos de los corredores, desmoronados por todas partes,
derrumbados por trechos, con el blanqueo casi completamente borrado, daban
pena.
—Agua, niño
Ernesto. No hay pues agua. San Juan se va a morir porque don Braulio hace dar
agua a unos y a otros los odia,
—Pero don Braulio,
dice, ha hecho común el agua quitándole a don Sergio, a doña Elisa, a don
Pedro...
—Mentira, niño,
ahora todo el mes es de don Braulio, los repartidores son asustadizos, le
tiemblan a don Braulio. Don Braulio es como zorro y como perro.
Llegamos a la
puerta de la cárcel y nos sentamos en un extremo del corredor.
El sol débil de la
mañana reverberaba en la calamina del caserío de Ventanilla, mina de plata
abandonada hacía muchos años. En medio del cerro, en la cabecera de una larga
lengua de pedregal blanco, el caserío de Ventanilla mostraba su puerta negra,
hueca, abierta para siempre. Gran mina antes, ahora servia de casa de cita a
los cholos enamorados. En los días calurosos, las vacas entraban a las
habitaciones y dormían bajo su sombra. Por las noches, roncaban allí los
chanchos cerriles.
Pantacha miró un
rato el pedregal blanco de Ventanilla.
—Antes, cuando
habían minas, sanjuanes eran ricos. Ahora chacras no alcanzan para la gente.
—Chacra hay,
Pantacha, agua falta. Pero mejor hagas llorar a tu corneta para que venga
gente.
El cholo se llevó
el cuerno a la boca y empezó a tocar una tonada de la hierra.
En el silencio de
la mañana la voz de la corneta sonó fuerte y alegre, se esparció por encima del
pueblecito y lo animó. A medida que Pantacha tocaba, San Juan me parecía cada
vez más un verdadero pueblo; esperaba que de un momento a otro aparecieran mak’tillos, pasñas y comuneros por las cuatro esquinas de la
plaza.
Alegremente el sol
llegó al tejado de las casitas del pueblo. Las copas altas de los saúcos y de
los eucaliptos se animaron; el blanqueo de la torre y de la fachada de la
iglesia, reflejaron hacia la plaza una luz fuerte y hermosa.
El cielo azul hasta
enternecer, las pocas nubes blancas que reposaban casi pegadas al filo de los
cerros; los bosques grises de k’erus y k’antus que se tendían sobre los
falderíos, el silencio de todas partes, la cara triste de Pauta león cha,
produjeron en mi ánimo una de esas penas dulces que frecuentemente se sienten
bajo el cielo de la sierra.
—Otra tonada
Pantacha; para tu San Juan.
—Pobre llak’ta
(pueblo).
Como todos los
domingos, al oír la tocata del cholo, la gente empezó a llegar a la plaza.
Primero vinieron los escoleros (escolares): Victucha, José, Bernaco, Froyián,
Ramoncha... Entraban por las esquinas, algunos por la puerta del coso. Al
vernos en el corredor se lanzaban a carrera,
—¡Pantacha, mak’ta
Pantacha!
—¡Niño Ernesto!
Todos nos rodearon;
de sus caritas rebosaba la ale-gria; al oír tocar a Pantacha se regocijaban; en
todos ellos se notaba el deseo de bailar la hierra.
La tonada del
cornetero nos recordaba las fiestas grandes del año; la cosecha de maíz en las
pampas de Utek’ y de Yanas; e! escarbe de papas en Tile, Papa-chacra, K’ollpapampa.
La hierra de las vacas en las punas. Me parecía estar viendo el corral repleto
de ganado; vacas allk’as, pillkas, moras; toros gritones y peleadores;
vaquillas recién adornadas con sus crespones rojos en la frente y cintas en las
orejas y en el lomo; perecía oír el griterío del ganado, los ajos roncos de los
marcadores.
—¡Hierra! ¡Hierra!
Salté a la plaza,
atacado de repente por la alegría.
—¡Mak’tillos,
zapateo, mak’tillos!
Todos los escoleros
empezamos a bailar en tropa. Estábamos llenos de alegría pura, placentera,
corno ese sol hermoso que brillaba desde un cielo despejado.
Los pantalones
rotos de muchos escoleros se sacudían como espanta-pájaros. Ramoncha, Froylán,
cojeaban.
Pantaleón se
entusiasmó al vernos bailar en su delante; poco a poco su corneta fue sonando
con más aire, con más regocijo; al mismo tiempo el polvo que levantábamos del
suelo aumentaba. A nuestra alegría ya no le bastó el baile, varios empezaron a
cantar:
...Kanrara, Kanrara,
cerro grande y cruel,
ere» negro y molesto;
te tenemos miedo,
Kanrara, Kanrara.
—Eso no. Toca “Utek’pampa”,
Pantacha.
Pedí ese canto
porque le tenía cariño a la pampa de Utek’, donde los k’erk’ales y la caña de
maíz son más dulces que en ningún otro sitio.
Utek’pampa
Utck’pampita:
tus perdices son de ojos amorosos,
Tus calandrias engañadoras cantan al robar,
tus torearas me enamoran
utek’pampa
utek’pamrñta.
La corneta de
Pantaleoncha y nuestro canto reunieron a la gente de San Juan. Todos los indios
del pueblo nos rodearon. Algunos empezaron a repetir el wayno en voz baja.
Muchas mujeres levantaron la voz y formaron un coro. Al poco rato, la plaza de
San Juan estuvo de fiesta.
En las caras sucias
y flacas de los comuneros se encendió la alegría, sus ojos amarillosos
chispeaban de contento.
—¡Si hubiera
traguito!
—Verdad. Pisco
nomás falta.
Pantacha cambió de
tonada; terminó de golpe “Utek-pampa” y empezó a tocar el wayno de la cosecha.
—¡Cosecha!
¡Cosecha!
Taytakuna, mamakuna:
los picaflores reverberan en el aire
los toros están pelando en la pampa
las palomas dicen: ¡tinyay tinyay!
porque hay alegría en sus pechitos.
Taytakuna, mamakuna.
—Sanjuankuna: están
haciendo rabiar a Taytacha Dios con el baile. Cuando la tierra está seca, no
hay baile. Hay que rezar a patrón San Juan para que mande lluvia.
El tayta Vilkas
resondró desde el extremo del corredor: acababa de llegar a la plaza y la
alegría de los comuneros le dio cólera.
El tayta Vilkas era
un indio viejo, amiguero de los mistis principales. Vivía con su mujer en una
cueva grande, a dos leguas del pueblo. Don Braulio, el rico de San Juan, dueño
de la cueva, le daba terrenitos para que sembrara papas y maíz.
A don Vilkas le
respetaban casi todos los comuneros. En los repartos de agua, en la
distribución de cargos para las fiestas, siempre hablaba don Vilkas. Su cara
era seria, su voz medio ronca, y miraba con cierta autoridad en los ojos.
Los escoleros se
asustaron al oír la voz de don Vilkas; como avergonzados se reunieron junto a
los pilares blancos y se quedaron callados. Los comuneros subieron al corredor;
se sentaron en hilera sobre los poyos, sin decir nada. Casi todas las mujeres
se fueron a los otros corredores, para conversar allí, lejos de don Vilkas.
Pantaleoncha puso su corneta sobre el empedrado.
—Don Vilkas es
enemigo de nosotros. Mírale nomás su cara; como de misti es, molestoso.
—Verdad, Pantacha.
Don Vilkas no es cariñoso con los mak’tillos; su cara es como de toro peleador;
así serio es.
Yo y el cornetero
seguimos sentados en el filo del corredor. Ramoncha, Teófanes, Frailan, Jacinto
y Bernaco, conversaban en voz baja, agachados junto al primer pilar del
corredor; de rato en rato nos miraban.
—Seguro de don
Vilkas están hablando.
—Seguro.
Los comuneros
charlaban en voí baja, como si
tuvieran miedo de fastidiar a alguien. El viejo apoyó su hombro en la puerta de
la escuela y se puso a mirar el cerro del frente.
El cielo se hizo
más claro, las pocas nubes se elevaron al centro del espacio e iban poniéndose
cada vez más blancas.
—A ver, rejonero
—ordenó don Vilkas.
—-Yo estoy de
rejón, tayta —contestó Felischa.
—Corre donde don
Córdova, pídele el rejón y mata a los chanchilos mostrencos. Hoy es domingo.
—Está bien, tayta.
Felischa tiró las
puntas de su poncho sobre el hombro y se fue en busca del rejón.
—Si hay chancho de
principal, mata nomás —gritó Pantacha cuando el rejonero ya iba por el centro
de la plaza.
Volteamos la cara
para mirar a don Vilkas: estaba rabioso.
—¡Qué dices tayta!
—le habló Pantacha.
—¡Principal es
respeto, mak’ta cornetero!
—Pero chancho de
principal también orina en las calles y en la puerta de la iglesia.
Después de esto le
dimos la espalda al viejo de Ork’otuna.
Pantacha levantó su
corneta y empezó a tocar una tonada de las punas. De vez en cuando nomás
Pantacha se acordaba de sus tonadas de Wanakupampa. Por las noches en su choza,
hacia llorar en su cometa la música de los comuneros que viven en las altas
llanuras. En el silencio de la oscuridad esas tonadas llegaban a los oídos,
como los vientos fríos que corretean en los pajonales; las mujercitas paraban
de conversar y escuchaban calladas la música de las punas.
—Parece que estamos
en nuestra estancia de K’oñani —decía también la mujer de don Braulio.
Ahora, en la plaza
del pueblo, desde el corredor lleno de gente, la corneta sonaba de otro modo:
junto a la alegría del cielo, la música de las punas no entristecía, parecía
más bien música de forastero.
—Pantacha toca bien
puna estilo —dijo don Vilkas.
—Es pues nacido en
Wanaku, Los wanakupampas tocan su corneta en las mañanas y atardeciendo, para
animar a las ovejas y a las llamas.
—Los wanakus son
buenos comuneros.
Pantacha tocó largo
rato.
Después puso el
cuerno sobre sus rodillas y recorrió con la mirada las faldas de las montañas
que rodean a San Juan. Ya no había pasto en los cerros; sólo los arbustos
secos, pardos y sin hojas, daban a los falderíos cierto aire de vegetación y de
monte.
—Así blanco está la
chacrita de los pobres de Tile, de Sano y de todas partes. La rabia de don
Braulio es causante, Taytacha no hace nada, niño Ernesto.
—Verdad. El maíz de
don Braulio, de don Antonio, de doña Juana está gordo, verdecito está, hasta
barro hay en el suelo. ¿Y de los comuneros? Seco, agachadito, umpu (endeble);
casi no se mueve ya ni con el viento.
—¡Don Braulio es
ladrón, niño!
—¿Don Braulio?
—Más todavía que el
atok’ (zorro).
Se hizo rabioso el
hablar de Pantaleón.
Algunos escoleros
que estaban cerca, oyeron nuestra convenación. Bernaco se vino junto a
nosotros.
—¿Don Braulio es
ladrón, Pantacha? —preguntó, medio asustado.
Ramoncha, el
chistoso, se paró frente al cornetero mostrándonos su barriga de tambor.
—¿Robando le has
encontrado?
Los dos estaban
miedosos; disimuladamente le miraban al viejo Vilkas.
—¿Dónde hace plata
don Braulio? De los comuneros pues les saca, se roba el agua; se lleva de
frente, de hombre, los animales de los "endios”. Don Braulio es hambriento
como galgo.
Bernaco se sentó a
mi lado y me dijo al oído:
—Este Pantacha ha
regresado molestoso de la costa. Dice todos los principales son ladrones.
—Seguro es cierto,
Bernaco. Pantacha sabe.
Al ver a Bankucha y
Bernaco sentados junto al cor-netero, todos los mak’tillos se reunieron poco a
poco en nuestro sitio.
Pantacha. nos miró
uno a uno; en sus ojos alumbraba el cariño.
—¡Mak’tillos! ¡Mak’tillos!
Levantó su corneta
y comenzó a tocar el wayno que cantan los sanjuanes en el escarbe de la acequia
grande de K’ocha.
En los ojos de los
cholillos se notaba el enternecimiento que sentían por Pantaleón; le miraban
como a hermano grande, como al dueño del corazón de todos los escoleros del
pueblo.
—Por Pantaleoncha
yo me haría destripar con el barroso de doña Juana. ¿Y tú, niño Ernesto?
—Tú eres maula,
Ramón; tú llorarías nomás como becerro encorralado.
Al ver la risa en
su cara de sapo panzudo, todos los escoleros, olvidándonos del viejo, llenamos
el corredor a carcajadas.
Ramoncha daba
vueltas, sobre un talón, agarrándose su barriga de hombre viejo.
—¡Ramoncha! ¡Wiksa!
Sólo el viejo no se
reía; su cara seguía agestada, como si en el corredor apestase un perro muerto.
Los comuneros de Tinki se anunciaron desde
la cumbre del Kanrara. Parados sobre una piedra que mira al pueblo desde el
abra, gritaron los tinkis imitando el relincho del potro.
—¡Tinkikuna!
¡Tinkikuna!
Corearon los
escoleros. Todos los indios se levantaron del poyo y se acercaron al filo del
corredor para hacerse ver con los tinkis.
Sopló el cuerno con
todas sus fuerzas para que oyeran los comuneros, desde el Kanrara.
Hasta Puquio habrá
llegado eso —dijo Ramoncha, haciéndose ei asustadizo.
—Seguro hasta Nazca
se habrá oído —y me reí.
Los tinkis saltaron
de la piedra al camino y empezaron a bajar el cerro a galope. Por ratos, se
paraban sobre las piedras más grandes y le gritaban al pueblo. Las quebradas de
Viseca y Ak’ola contestaban desde lejos el relincho de los comuneros.
—Viseca grita más
fuerte.
—¡Claro pues!
Viseca es quebrada padre; el tayta Chitulla es su patrón; de Ak’ola es Kanrara
nomás.
—¿Kanrara? Tayta
Kanrara le gana a Chitulla, más rabioso es.
—Verdad. Punta es
su cabeza, como rejón de don Córdova.
—¿Y Chitulla? A su
barriga seguro entran cuatro Kanraras.
Los indios miraban
a uno y otro cerro, los comparaban, serios, como si estuvieran viendo a dos
hombres.
Las dos montañas
están una frente a otra, separadas por el río Viseca. El riachuelo Ak’ola
quiebra al Kanrara por un costado, por el otro se levanta casi de repente
después de una lomada larga y baja. Mirado de lejos, el tayta Kanrara tiene una
expresión molesta.
—Al río Viseca le
resondra para que no cante fuerte —dicen los comuneros de San Juan.
Chitulla es un
cerro ancho y elevado, sus faldas suaves están cubiertas de tayales y espinos;
a distancia se le ve negro, como una hinchazón de la cordillera. Su aspecto no
es imponente, parece más bien tranquilo.
Los indios
sanjuanes dicen que los dos cerros son rivales y que en las noches oscuras,
bajan hasta la ribera del Viseca y se hondean ahi, de orilla o orilla.
Los tinkis entraron por la esquina de la
iglesia. Venían solos, sin sus mujeres. Avanzaron por el medio de la plaza,
hacia el corredor de la escuela. Eran como cien; todos vestidos de cordellate
azul; sus sombreros blancos y grandes y sus ojotas lanudas, se movían
acompasadamente.
—¡Tinkis, de verdad
comuneros! —dijo el cornetero.
Don Vilkas
despreciaba a los tinkis; al verlos en la plaza, levantó su cabeza,
jactancioso, pero los siguió con la mirada hasta que llegaron al corredor; les
tenía miedo, porque eran unidos y porque su varayok’, cabo licenciado, no
respetaba mucho a los mistis.
Don Wallpa, varayok’
de los tinkis, subió primero las gradas.
—Buenos días
taytakuna, mamakuna—saludó.
Se acercó a don
Vilkas y le dio la mano; después vino donde el cornetero, los dos se abrazaron.
—¡Don Wallpa,
taytay!
—¡Mak’ta Pantacha!
—De tiempo has
regresado de la costa.
—Seis meses, tayta.
Los dos tinkis
hicieron lo mismo que don Wallpa; saludaron a todos, le dieron la mano a don
Vilkas y abrazaron a Pantaleón.
Al poco rato los
escoleros y el músico nos vimos rodeados de los tinkis. Yo miré una a una las
caras de los comuneros: todos eran feos, sus ojos eran amarillosos, su piel
sucia y quemada por el frío, el cabello largo y sudoso; casi todos estaban
rotosos, sus lok’os (sombreros) dejaban ver los pelos de la coronilla y las
ojotas de la mayoría estaban huecas por la planta, sólo el correaje y los
ribetes eran lanudos. Pero tenían mejor expresión que los sanjuanes, no
parecían muy abatidos, conversaban en voz alta ton Pantaleón y se reían.
Los escoleros se
fueron, uno por uno, de nuestro grupo; varios se subieron a los pilares
blancos; otros empezaron a jugar en la plaza. En medio de los tinkis más que
nunca me gustó la plaza, la tor recita blanca, el eucalipto grande del pueblo.
Sentí que mi cariño por los comuneros se adentraba mis en mi vida; me parecía
que yo también era tinki, que tenía corazón de comunero, que había vivido
siempre en la puna, sobre las pampas de ischu.
—Bernaco, ¿te
gustaría ser linki?
—¡Claro! Tinki es
hombre.
Pantaleón también
parecía satisfecho conversando con los tinkis, sus ojos estaban alegres.
Primero habló de Nazca; de los carros, de las tiendas, y después de los
patronos, abusivos en todas partes.
—¿No ves? De otro
modo ha regresado el Pantacha, está rabioso para los platudos —me dijo a la
oreja el dansak’ (bailarín) Bernaco.
—¿Acaso? En la
costa también, el agua se agarran los principales nomás; los arrendatarios
lucaninos, wallhuinos, nazqueños, al último ya riegan, junto con los que tienen
dos, tres chacritas; como de caridad le dan un poquito, y sus terrenos están
con sed de año en año. Pero principales de Nazca son más platudos; uno solo
puede comprar a San Juan con todos sus maizales, sus alfalfares y su ganado.
Casi gringos nomás son todos, carajeros, como a Taytacha de iglesia se hacen
respetar con sus peones.
—Verdad. Así son
nazcas —dijo el varayok’ Wallpa.
—Como en todas
partes en Nazca también los principales abusan de los jornaleros —siguió
Pantaleoncha—. Se roban de hombre el trabajo de los comuneros que van de los
pueblos: San Juan, Chipau, Santiago, Wallwa. Seis, ocho meses, le amarran en
las haciendas, le retienen sus jornales; temblando con terciana le meten en los
cañaverales, a los algodonales. Después le tiran dos, tres soles a la cara,
como gran cosa. ¿Acaso? Ni para remedio alcanza la plata que dan los
principales. De regreso, en Galeraspampa, en Tullutaka, en todo el camino se
derrama la gente; como criaturitas, tiritando, se mueren los andamarkas, los
chillkes, los sondondinos. Ahí nomás se quedan, con un montón de piedra sobre
la barriga. ¿Qué dicen sanjuankunas?
—¡Carago! ¡Mitis
son como tigre!
—¡Comuneros son
para morir como perro!
Sanjuanes y tinkis
se malograron. Rabiosos, se miraban unos a otros, como preguntándose. Los ojos
de Pantacha tenían el mirar con que en el wark’tay hacían asustar a todos los indios
badulaques de San Juan; brillaban de otra manera.
Todos los comuneros
se reunieron junto a la puerta de la cárcel para oír a Pantaleoncha: eran como
doscientos. Don Vilkas y don Inocencio conversaban en otro lado; el viejo se
hacía c! disimulado; pero estaba allí para oír, y contárselo después todo al
principal.
El cornetero subió
al poyo del corredor; les miró en los ojos a todos los comuneros, estaban como
asustados,
—Pero comunkuna
somos tanto, tanto; principales dos, tres nomás hay. En otra parte dice,
comuneros se han alzado; de afuera a dentro, como a gatos nomás, los han
apretado a los platudos. ¿Qué dicen comunkuna?
Los sanjuanes se
pusieron asustadizos, los tinkis también. Pantactia hablaba de alzamiento,
ellos tenían miedo a eso, acordándose de los chaviñas. Los chaviñas botaron
ocho leguas de cercos que don Pedro mandó hacer en tierras de la comunidad; lo
corretearon a don Pedro para matarlo. Pero después vinieron soldados a Chaviña
y abalearon a los comuneros con sus viejos y sus criaturas; algunos que se
fueron a las alturas no-más se escaparon. Eran como mujer los sanjuanes, le
temían al alzamiento.
Nunca en la plaza
de San Juan, un comunero habla hablado contra los principales. Los domingos se
reunían en el corredor de la cárcel, pedían agua lloriqueando y después se
regresaban; si no conseguían turno, se iban con todo el amargo en el corazón,
pensando que sus maizalitos se secarían de una vez en esa semana, Pero este
domingo Pan tacha gritoneaba fuerte contra los mis-tis, delante de don Vilkas
resondraba a los principales.
—¡Principales para
robar noniás son, para reunir plata, haciendo llorar a gente grande como a
criaturitas! ¡Vamos matar a principales, como a puma ladrón!
Al principio don
Vilkas disimuló, junto con don Inocencio; pero al último, oyendo a Pantacha
hablar de los mistis sanjuanes, se vino apurado donde los comuneros, miró rabioso
al cornetero y gritó con voz de perro nazqueño:
—¡Pantacha!
¡Silencio! ¡Principal es respeto!
Su hablar rabioso
asustó a los sanjuanes. Pero el mak’ta levantó más la cabeza.
—¡Taytay, como
novillo viejo eres, ya no sirves!
Don Vilkas empezó a
empujar a ¡os indios para llegar hasta donde estaba el Pantacha.
—¡Carago, allk’o!
(perro).
Don Inocencio le
rogó, jalándole del poncho:
—Dejay don Vilkas;
Pantacha es hablador nomás.
—Te voy a faltar,
tayta —le gritó el cornetero.
Al oír la amenaza
de Pantaleón, don Inocencio sujetó al viejo.
—No enrabies don
Vilkas, ¡por gusto!
Oyendo la bulla,
algunos comuneros y las mujeres, que estaban en los otros corredores, se
vinieron junto a la puerta de la cárcel, para ver la pelea.
Hombres y mujeres
hablaban fuerte.
—¡Viejo es respeto!
—decían la mayor parte de las mujercitas.
—¿Machu? Don Vilkas
es abusivo. ¿Acaso? “Endio” nomás es, igual a sanjuanea —grité, desafiando, don
Wallpa, varayok’ de
Tinki, viejo como don Vilkas.
—¡Wallpa! i Maula
Wallpa!
Don Vilkas se paró,
desafiante, mirando de frente al varayok’ de Tinki.
—SÍ quieres, solo a
solo, como toros en la plaza —habló don Wallpa.
—Anda tayta,
cajéale en la barriga —le dijeron los tínkis a su autoridad.
Don Wallpa se quitó
el poncho, lo tiró sobre sus comuneros y salió a la plaza. Se cuadró allí como
toro padrillo.
—¡Yaque, don Vilkas!
Le llamó con la
mano.
Poro las mujercitas
sujetaron al viejo. Si no, el wa-rayok’ le hubiera hecho gritar como a gallo
cabestro.
Pantacha se rió
fuerte, mirando a don Vilkas.
—¡Jajayllas!
Se puso el cuerno a
la boca y tocó el wayno chistoso de los wanakupampas:
Akakllo de los pedregales,
bullero pajarito de las peñas;
no me engañes akakllo.
Akakllo pretencioso,
misti ingeniero, te dicen
¡Jajayllas akakllo!
muéstrame tu barreno
¡jajayllas akakllo!
muéstrame tus papeles.
El viejo Vilkas se
enrabió de veras, botó a las mujeres que le atajaban y salió a la plaza; pero
no fue a pelear con don Wallpa, ni resondró a Pantacha, siguió de frente, hacia
la esquina de don Eustaquio. Casi del centro de la plaza volteó la cabeza para
mirar a los comuneros, y gritó:
—¡Verás con don
Braulio!
—¡Jajayllas
novillo!
El viejo llegó casi
corriendo a la esquina de don Eustaquio, y torció después a la calle de don
Braulio, principal de San Juan.
Don Vilkas subió
otra vez al corredor.
—¡Maula! Para lamer
a don Braulio nomás sirve —habló el varayok’.
Pero los sanjuanes
ya estaban miedosos; se separaron de los tinkis y se fueron con don Inocencio a
otro corredor.
—Sanjuanea son como
don Vílkas: ¡maulas! —le dije al dansnk’ Bernaco.
—Con las balitas
que don Braulio echa por las noches en las esquinas, están amujerados. —Vamos a
ver qué dice el sacristán. Disimulando, nos acercamos al corredor de los
sanjuanes. El sacristán estaba asustado, a cada rato miraba la esquina de don
Eustaquio.
Los sanjuanea
conversaban, miedosos; como queriendo ocultarse unos tras de otros, se juntaban
alrededor del sacristán Inocencio, pidiendo consejo.
—¡Sanjuankuna!
—habló don Inocencio—. Don Braulio tiene harta plata, todos los cerros, las
pampas, es de él. Si entra nuestra vaquita en su potrero, le seca de hambre en
su corral; a nosotros también nos latiguea, si quiere. Vamos defender más bien
a don Braulio. Pantacha es cornetero nomás, no vale.
—¡Sigoro!
—No sirve contra
don Braulio.
Los sanjuanes eran
como gallo forastero, romo vizcacha de la puna: cuando el principal gritaba,
cuando ajeaba fuerte y reventaba su balita en la plaza, sanjuanes no habían,
por todas partes escapaban, como chanchos cerriles.
Los comuneros estaban
separados ahora en dos bandos: los sanjuanes con don Inocencio y los tinkis con
Pantaleón y don Wallpa. Los sanjuanes eran más.
Los tinkis hablaban
en la puerta de la cárcel, formando grupo.
—Vamos a contarle a
Pan tacha lo que ha dicho don Inocencio —dije.
—Vamos,
Nos encaminamos con
Bemaco hacia el corredor de la cárcel.
Cuando estuvimos
atravesando la esquina, salió a la plaza, por la puerta del coso, don Pascual,
repartidor cic semana.
—¡Don Pascual!
—-gritó Bernaco.
—¡Don Pascual!
Todos los indios
hablaron alto el nombre del repartidor.
Pantacha le hizo
seña con la corneta a don Pascual. El semanero se fue derecho al corredor de
los tinkis.
Los sanjuanes
corrieron otra vez hacia el corredor de la cárcel, para hablar con el semanero;
dejaron solo al sacristán.
Los comuneros de
todo el distrito se apretaron rodeando a don Pascual.
—¡Sanjuankuna,
ayalaykuna, tinkikuna —oí la voz de Pantaloncha—, don Pascual va dar k’ocha agua a necesitados. Seguro don Braulio
rabia; pero don Pascual es primero. ¿Qué dicen?
De un rato, Pascual
subió al poyo.
—Con músico
Pantacha hemos entendido. Esta semana k’ocha agua va a llevar don Anto, la
viuda Juana, don Jesús, don Patricio... Don Braulio seguro carajea. Pero una
vez siquiera, pobre va agarrar agua una semana. Principales tienen plata, pobre
necesita más sus papalitos, sus maizalitos... Tayta Inti (sol) le hace correr a
la lluvia; k’ocha agua nomás ya hay para regar: k’ocha va a llenar esta vez
para comuneros.
El hablar de don
Pascual no era rabioso como el de Pantacha; parecía más bien humilde, rogaba
para que los comuneros se levantasen contra don Braulio.
—¡Está bien don
Pascual!
—¡Está bien!
Contestaron primero
los tinkis.
—Don Pascual,
reparte según tu conciencia.
Don Sak’sa, de
Aylay, habló primero por los sanjuanes.
—¡Según tu
conciencia, tayta!
—¡Según tu
conciencia!
—Don Braulio abusa
de comuneros. Comunidad vamos hacernos respetar. ¡Para endios va ser k’ocha
agua!
Los sanjuanes no se
asustaban con el hablar de don Pascual; le miraban tranquilo, parecían carneros
mirando a su dueño.
—¡No hay miedo
sanjuankuna! —gritó el mak’ta Pantacha—. A mujer nomás le asusta el revólver de
don Braulio.
—Seguro don Braulio
carajea. ¿Acaso? Vamos esperar; aquí en su delante voy dar agua a comuneros...
Los mak’tas se
miraron, consultándose. Recién entendían por qué Pantacha, don Wallpa, don
Pascual, se levantaban contra el principal, contra don Vilkas y don Inocencio.
—Verdad compadre:
en nuestro pueblo, dos, tres mistis nomás hay; nosotros, tantos, tantos...
Ellos igual a comuneros gentes son, con ojos, boca, barriga. ¡K’ocha agua para
comuneros!
—¿Acaso? Mama-allpa
(madre tierra) bota agua, igual para todos.
Los sanjuanes
también se hicieron los decididos. De tres en tres, de cuatro en cuatro, se
juntaron los comuneros. Pantacha y don Pascual, uno a uno les hablaban, para
hacer respetar al repartidor.
La comunidad de San
Juan estaba para pelear con el principal del pueblo, Braulio Félix.
Los domingos en la mañana los mistis iban
a buscar a don Braulio en su casa. Le esperaban en el patio, dos, tres horas,
hasta que el principal se levantaba. Junto a una pared había varios troncos
viejos de eucalipto; sentados sobre esos palos se soleaban los mutis mientras
don Braulio acababa de dormir. El principal no tenía hora para levantarse; a
veces salía de su cuarto a las siete, otras veces a las nueve y a las diez
también; por eso los mistis se iban a visitarle según su alma; unos eran más
pegajosos, más sucios, y tempranito estaban ya en el patio para hacerse ver por
los sirvientes de don Braulio; otros, de miedo nomás iban, para que el
principal no les tomase a mal; llegaban más tarde, cuando el sol ya estaba
alto; otros calculaban la hora en que don Braulio iba a salir para convidar el
trago a los sanjuanes, por borrachos nomás cortejaban al principal.
Los domingos, don
Braulio se desayunaba con aguardiente en la tienda de don Heraclio: la
tiendecita de don Heraclio está en la misma calle del principal. Como loco, don
Braulio hacía tomar cañazo a uno y a otro, se reía de los mistis sanjuanes, les
hacia emborrachar y les mandaba cantar waynos sucios. Hasta media calle salía
don Braulio, riéndose a gritos:
—¡Buena don
Cayetano! ¡Don Federico, buena!
Los mistis
borrachos se sacaban el pantalón; se peleaban; golpeaban por gusto sus cabezas
sobre el mostrador.
Al mediodía, don
Braulio iba al corredor de la cárcel para la repartición del agua: los mistis
le seguían. De vez en vez, el principal se mareaba mucho y no se acordaba del
reparto. Entonces don Inocencio, sacristán de la iglesia, hacia tocar la
campana a ¡as dos o tres de la tarde; al oír la campana, don Braulio, según su
humor, se quedaba callado, o si no, saltaba a la calle y echando ajos iba al corredor
de la cárcel. Fueteaba a cualquiera, encerraba en la cárcel a dos o tres
comuneros y reventaba tiros en el corredor. Todos los mistis y los indios
escapaban de la plaza; los borrachos se arrastraban a los rincones. El corredor
quedaba en silencio; don Braulio hacia retumbar la plaza con su risa y después
se iba a dormir. Don Braulio era como dueño de San Juan.
Seguro este domingo
el principal estaba mareado, y por eso no venía. Don Vilkas, don Inocencio, de
miedo se habrían quedado en la puerta de la tienda, esperando la voluntad del
principal.
Ya era tarde. El
tayta Inti quemaba al mundo. Las piedras de la mina Ventanilla brillaban como
espejitos; las lomas, los falderíos, las quebradas se achicharraban con el
calor. Parecía que el sol estaba quemando el corazón de los cerros; que estaban
secando para siempre los ojos de la tierra. A ratos se morían los k’erk’ales y
las retamas de los montes, se agachaban humildes los grandes molles y los
sauces cabezones de las acequias. Los pajaritos del cementerio se callaron, los comuneros también, de
tanto hablar, se quedaron dormidos, Pan tacha, Pascual, don Wallpa, veían,
serios, el camino, a Puquio que culebreaba sobre el lomo del cerro Ventanilla.
El tayta Inti
quería, seguro, la muerte de la tierra, miraba de frente, con todas sus
fuer/as. Su rabia hacía arder al mundo y hacía llorar a los hombres.
El blanqueo de la
torre y de la iglesia reventaba en luz blanca. La plaza era como horno, y en su
centro, el eucalipto grande del pueblo aguantaba el calor sin moverse, sin
hacer bulla. No había ya ni aire; parado estaba todo, aplastado, amarillo.
El cielo se reía
desde lo alto, azul como el ojo de las niñas, parecía gozoso mirando los
falderíos terrosos, la cabeza pelada de las montañas, la arena de los riachuelos
resecos. Su alegría chocaba con nuestros ojos, llegaba a nuestro adentro como
risa de enemigo.
—¡Tayta Inti, ya no
sirves! —habló don Sak’sa, de Ayalay. En todo el corredor se oyó su voz de
viejo, triste, cansada por el Inti rabioso.
—¡Ayarachicha! ¡Ayarachi!
Pantacha se paró en
el canto del corredor, mirando ojo a ojo al Inti tayta; y sopló bien fuerte la
corneta de los wanakupampas. Ahora sí, la tonada entraba en el ánimo de los
comuneros, como si fuera el hablar di: sus sufrimientos. Desde la plaza
caldeada, en esa quebrada ardiendo, el ayarachi subía at cíelo, se iba lejos,
lamiendo los k’erk’ales y los montes resecos, llevándose a todas partes el
amargo de los comuneros malogrados por el Inti rabioso y por el principal
maldecido.
—Pantaleón ruega a
Taytacha Dios para que le resondre al Inti.
De repente, don
Braulio entró a la plaza. Los mistis sanjuanes venían en tropa, junto al
principal.
Vicenticha, hijo
del sacristán, corrió a la torre, para tocar la campana grande. Comuneros y
mujeres se pararon en todos los corredores. Como si hubiera entrado un toro
bravo a la plaza, de todas partes, la gente corrió a la puerta de la cárcel;
parecían hambrientos.
—¡Sanjuankuna,
pobrecitos! —habló don Sak’sa.
Don Wallpa,
Pascual, Pantacha, se reunieron.
—Rato se ha
esperado don Vilkas, sentado como perro en la puerta de don Heraclio.
—Don Inocencio
también.
—Principal cuando
toma, no hace caso.
Los tinkis se
juntaron alrededor de don Wallpa; los sanjuanes, callados, sin llamarse, se
entroparon en otro lado.
—No hay confianza;
comuneros no van parar bien —dijo Pantacha, mirando a la gente separarse en dos
bandos.
—¡Comunkuna!
—gritó— ¡k’ocha agua para en dios! Voltearon la cabeza los sanjuanes para mirar
al mak’ta; no había hombría en sus ojos; como carnero triste eran todos; los
tinkis tampoco parecían muy seguros.
—Don Pascual, firme
vas a parar contra el principal; seguro carajeo.
—¿Acaso? como tayta
Kanrara voy a parar: don Anto, don Jesús, don Patricio, don Roso...
La campana del
pueblo sonó fuerte. Ahora la plaza parecía de fiesta. Hulla en todas partes,
sol blanco, cielo limpio, campanas; sólo el ánimo no era para alegría, los
comuneros miraban la tropa de los mistis, recelando.
Don Pascual, Wallpa
y Pantaleón, se pararon a un costado de la mesa, mirando la esquina de don
Eustaquio; los san Juanes en el lado de la cárcel, sus mujeres tras de ellos y
los tinkis junto a la puerta de la escuela; los escoleros trepados en los
pilares de piedra blanca.
Don Braulio ya
estaba chispo; venía pateando las piedrecitas del suelo; su pañuelo del cuello
con el nudo junto al cogote; y el sombrero puesto a la pedrada. Tenía las manos
en los bolsillos del pantalón y la hebilla de su cinturón brillaba; a un lado
se veía la funda del revólver. Rojo, como pavo nazqueño, venía apurado, para
despachar pronto. Los otros principales, seguro estaban borrachos; don Cayetano
Rosas andaba tambaleándose.
En medio de la
plaza, junto al eucalipto, don Cayetano gritó:
—¡Que viva don
Braulio!
—¡Que viva! —le
contestaron todos; don Braulio también.
Al último,
ocultándose, venían don Inocencio, sacristán del pueblo, y don Vilkas.
Junto a mi pilar
estaba el dansak’ Bernaco.
—Estoy asustadizo,
capaz hay pelea niño Ernesto.
—Seguro hay pelea
Bernaco; Pascual y Pantacha están molestosos.
—Pero Pantacha está
valiente.
—Mírale a don
Braulio. Seguro hay pelea. Capaz don Braulio ha traído su revolvercito.
—¡No digas, niño
Ernesto! Don Braulio revolvea nomás, es como loco.
Don Braulio subió
las gradas del corredor.
—¡Buenos días,
taytay! —saludaron todos los comuneros al principal del pueblo.
—Buenos días
—contestó don Braulio—. Derecho se fue junto a la mesa; se paró con la espalda
a la pared; los mistis, don Vilkas y don Inocencio, se arrimaron a su lado.
Los indios miraban
a don Braulio; unos asustadizos, con ojos brillantes, otros tranquilos, algunos
rabiando. Pantacha
se acomodó bien la correa que sujetaba el cuerno sobre su espalda; en su cara
había como fiebre Don Braulio parecía chancho pensativo; miraba el suelo con
las manos atrás; curvo, me mostraba su cogote rojo, lleno de pelos rubios.
¡Don
Braulio me hacía saltar el corazón de pura rabia!
Silencio
se hizo en toda la plaza. El eucalipto del centro de la plaza parecía sudar y
miraba humilde al cielo.
—¡Semanero
Pascual, k’allary! (comienza) —ordenó el principal.
Don
Pascual saltó sobre la mesa; desde lo alto miró al cornetero, a don Wallpa, a
don Sak’sa, y después a los comuneros.
—¡K’allary!
—Lunes
para don Enrique, don Heracleo; martes para don Anto, viuda Juana, don
Patricio; miércoles para don Pedro, don Roso, don José, don Pablo; jueves
para...
Como si
le hubieran latigueado en la espalda se enderezó el principal ¡ sus cejas se
levantaron parecido a la cresta de los gallos peleadores; y desde adentro de
sus ojos apuntaba la rabia.
—Viernes
para don Sak’sa, don Waman...
—¡Pascualcha;
silencio! —gritó don Braulio.
Los
comuneros de don Sak’sa se asustaron, movieron sus cabezas, se acomodaron para
correr ahí mismo; los tinkis más bien pararon firmes.
—¡Don
Braulio, k’ocha agua es para necesitados!
—¡No hay
dueño para agua! —gritó Pantacha.
—¡Comunkuna
es primero! —habló don Wallpa.
El
principal sacó su arma.
—¡Fuera,
carajo, fuera!
Los
sanjuanes se empujaban atrás, se caían del corredor a la plaza. Las mujeres
corrieron primero arrastrando sus rebozas.
Dos, tres
balas sonaron en el corredor. Los principales; don Inocencio, don Vilkas, se
entroparon con don Braulio.
Los san Juanes se escaparen por todas partes; no volteaban siquiera, corrían
como perseguidos por ios toros bravos de K’oñani; las mujeres chillaban en la
plaza; los escoleros saltaron de los pilares; los de Ayalay se atracaban en la
puerta del coso, querían entrar de cuatro en cuatro, de ocho en ocho. Pantacha
gritaba como diablo:
—¡Kutirimuychic mak’takuna!
(¡Volved hombres, volved!).
En vano; los
comuneros se perdían en las esquinas, en las puertas. Algunos tinkis nomás
quedaron en el corredor, serios, tiesos, como los pilares de piedra blanca.
Don Antonio también
había traído su revólver, seguro le prestó don Braulio; estiró su brazo el
alcalde y le echó dos tiros más al aire. Los últimos sanjuanes que sacaban su
cabeza por las esquinas se ocultaron.
Don Pascual se bajó
callado de la mesa al suelo.
Principales y
comuneros se miraron ojo a ojo, separados por la mesa. Don Braulio parecía de
verdad loco; sus ojos miraban de otra manera, derechos a Pan-tacha; venenosos
eran, entraban hasta el corazón y lo ensuciaban. Tras del principal, los mistis
y don Vilkas esperaban temblando.
—¡Carago! ¡Sua!
(¡Ladrón!) —gritó el mak’ta. Mata nomás, en mi pecho, en mi cabeza.
Levantó alto su
corneta. Como el sol de mediodía su mirar quemaba, rajaba los ojos. Brincó
sobre el misti maldecido... Don Braulio soltó una bala y el mak’ta cornetero
cayó de barriga sobre la piedra.
—¡A la cárcel!
Como baldeados con
sangre, don Pascual, don Wallpa y los tinkis, cerraron los ojos. Se
acobardaron; ya no valían, ya no servían, se malograron de repente; se
ahumildaron, como gallo forastero, como novillo chusco; ahí nomás se quedaron,
mirando el suelo.
—¡A la cárcel
wanakus! —mandó don Braulio con hablar de asesino.
Don Vilkas abrió la
puerta de la cárcel —era carcelero— como chascha (perro pequeño), temblando,
don Wallpa entró primero; Pascual parecía viuda en desgracia, mirando el suelo,
humilde, derecho se fue tras el varayok’.
—Los demás
carneros, a sus punas. ¡Fuera!
Se escaparon los
tinkis; ganándose unos a otros, recelosos todavía, volteaban la cabeza de rato
en rato.
En la plaza se hizo
silencio; nadie había. En un rato se acabaron la bulla, las rabias, los comuneros;
se acabó Pantacha, el mak’ta de corazón, el mak’ta valiente. Los mistis también
se callaron mirando a Pantaleón, tumbado en el suelo, como padrillo rejoneado.
Don Vilkas y don Inocencio, parados en la puerta de la cárcel, tenían miedo, no
podían ir a ver la sangre del músico.
—Ciérrenlo en la
cárcel hasta la noche —mandó don Braulio.
No podían, don
Inocencio, don Vilkas,
—Indios
¡arrástrenlo!
Por gusto mandaba,
como a fantasma le temían.
—¡Nu taytay, nu
taytay!
Le rogaban con
hablar de criaturitas.
—Usted, don
Cayetano.
—¡Claro! ¡Yo sí!
El viejo borracho
se acercó al cornetero; de una pierna empezó a jalarle,
—¡Caray! En la
cabeza había sido.
Viendo arrastrar al
Pantacha, me enrabié hasta el alma.
—¡Wikuñero allk’o!
(Perro cazador de vicuñas) —le grité a don Braulio.
Salté al corredor.
Hombre me creía, verdadero hombre, igual a Pantacha. El arma del auki Kanrara
me entró seguro al cuerpo; no aguantaba lo grande de mi rabia. Querían
reventarse, mi pecho, mis venas, mis ojos.
Don Braulio, don
Cayetano, don Antonio... me miraron nomás; sus ojos, como vidrios redonditos,
no se movían.
—Suakuna!
(Ladrones) —les grité.
Levanté del suelo
la corneta de Pantacha, y como wikullo la tiré sobre la cabeza del principal
Ahí mismo le chorreó sangre de la frente, hasta llegar al suelo. ¡Buena mano de
mak’tillo!
Los principales
acorralaron a su papacito, para atenderlo.
—¡Taytay, muérete;
perro eres, para morder a comuneros nomás sirves! —le dije.
—¡Balas, carajo,
más balas!
En vano gritaba; el
fierro de la corneta le mordió en la frente, y su sangre corría, negra, como de
culebra.
—¡Don Antonio;
mátelo!
Rogaba por gusto,
su hablar ya no era de hombre; su sangre le acobardaba como a las mujeres.
—¡Taytacha, acábale
de una vez, para morder no-más sirve!
Miré la fachada
blanca de la iglesia.
¡Jajayllas!
Taytacha Dios no había. Mentira es: Taytacha Dios no hay.
Don Antonio me hizo
seña con el pie para que escapara. Me quería el alcalde, porque era amiguero de
sus hijos.
—¡Mátelo, don
Antonio! —rogó don Braulio otra vez.
La voz del
principal me gustaba ahora; me hubiera quedado; su gritar me quitaba la rabia,
me alegraba, la risa quería reventar en mi boca.
—¡Muérete, taytay,
allk’o!
Pero don Antonio
pateó en el empedrado y después me apuntó con su revólver. Se enfrió mi corazón
con el miedo; salté del corredor a la plaza; tras de mí sonó la bata de don
Antonio.
—¡Taytay, Antonio!
Al aire abaleó
seguro el Alcalde, para disimular.
Los comuneros de Utek’pampa son mejores
que los sanjuanes y los tinkis de la puna. Indios lisos y propietarios, le
hacían correr a don Braulio. Cuando traía soldados de Puquio no más, el
principal se hacía el hombre en Utek’, atropellaba a los comuneros y hacía
matar los animales de la pampa, para escarmiento.
Sólo en la plaza de
San Juan era valiente don Braulio, pero llegando a Utek’ se acababa su rabia y
parecía buen principal.
Por eso, cuando
escapé de la plaza, me acordé de los mak’tas utek’.
Los sanjuanes se
habían asegurado en sus casas, chanchos nomás encontré en las calles. Las
puertas, como en media noche, estaban cerradas.
No paré hasta
llegar al morra de Santa Bárbara; de donde se ven la pampa y el pueblito de
Utek’.
Bien abajo, junto
al río Viseca, Utek’pampa se tendía, como si fuera una grada en medio del cerro
Santa Bárbara.
Nunca la pampa de
Utek’ es triste; lejos del cielo vive: aunque haya neblina negra, aunque el
aguacero haga bulla sobre la tierra. Utek’pampa es alegre.
Cuando los maizales
están verdes todavía, el viento juega con los sembríos; mirada desde lejos, la
pampa despierta cariño en el corazón de los forasteros. Cuando el maíz está
para cosecharse, todos los comuneros hacen chozas en la cabecera de sus
chacras. Las tuyas, los loros y las torcazas ladronas vuelan por bandadas en
todo el campo; pasan silbando por encima de los maizales, mostrando sus pechitos
amarillos, blancos, verdes; a veces cantan desde los mollales que crecen junto
a los cercos. Desde los caminos lejanos Utek’pampa se ve llena de humo, como si
todo fuera pueblo. Después de la cosecha, la pampa se llena de anímales
grandes; toros, caballos, burros. Los padrillos gritan todo el día,
desafiándose de lejos; los potros enamorados relinchan y se hacen oír en toda
la pampa. ¡Utek’pampa: indios, mistis, forasteros o no, todos se consuelan,
cuando la divisan desde lo alto de las abras, desde los caminos!
—¡Utek’pampa mama!
Igual que los
comuneros de Tinki llamé a la pampa; como potrillo, relinché desde el morro
Santa Bárbara; fuerte grité, para hacerme oír con los mak’tas utek’. ¡Pero
mentira! Viendo lo alegre de la pampa, de los caminos que bajan y suben del
pueblito, más todavía creció el amargo en mi corazón. Ya no había Pantacha, ya
no habla don Pascual, ni Wallpa; don Braulio no-más ya era; con su cabeza rota
se pararía otra vez, para ajear, patear y escupir en la cara de los comuneros,
emborrachándose con lo que robaba de todos los pueblos.
Sólito, en ese
morro seco, esa tarde, lloré por los comuneros, por sus chacritas quemadas con
el sol, por sus anima] i tos hambrientos. Las lágrimas taparon mis ojos; el
cielo limpio, la pampa, los cerros azulejos, temblaban; el Inti, más grande,
más grande... quemaba al mundo. Me caí, y como en la iglesia, arrodillado sobre
las yerbas secas, mirando al tayta Chitulla, le rogué:
—Tayta: ¡que se
mueran los principales de todas partes!
Y corrí después,
cuesta abajo, a entroparme con los comuneros propietarios de Utek’pampa.
(1935)
Noche de luna en la quebrada de Viseca.
Pobre palomita, por dónde has venido,
buscando la arena por Dios, por los cielos.
—¡Justina! ¡Ay, Justinita!
En un terso lago canta la gaviota.
memoria me deja de gratos recuerdos.
—¡Justinay, te pareces a las torcazas de
Sausiyok!
—¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
—¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara
de sapo te gusta!
—¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen
laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso
Justina me quiere.
La cholita se rió, mirando al Kutu; sus
ojos chispeaban como dos luceros.
—¡Ay Justinacha!
—¡Zonzo, niño zonzo! —habló Gregoria, la
cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha...
soltaron la risa; gritaron a carcajadas.
—¡Zonzo niño!
Se agarraron de las manos y empezaron a
bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a
ratos, para mirarse, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado,
vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo
de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del
“Chawala”. Los eucaliptus de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus
sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a
la pared más alta y miré desde allí la cabeza del “Chawala”: el cerro medio
negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo
por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras
conversaban siempre dando las espaldas al cerro.
—¡Si te cayeras de pecho, tayta “Chawala”,
nos moriríamos todos!
En medio del Witron, Justina empezó otro
canto:
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te liberaste
de esa tu falsa prisionera.
Los cholos se habían parado en círculo y
Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado,
los indios se veían como estacas de tender cueros.
—Ese puntito negro que está al medio es
Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando
sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda.
El charanguero daba voces alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como
potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a
la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero
corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le
siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de
la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero Don Froilán apareció en la
puerta del Witron.
—¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la
tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
—¡A ése le quiere!
Los indios de Don Froilán se perdieron en
la puerta del caserío de la hacienda, y Don Froilán entró al patio tras de
ellos.
—¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia
él.
—Vamos, niño.
Subimos al callejón por el lavadero de
metal que iba desmoronándose en un ángulo del Witron; sobre el lavadero había
un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas
del padre de Don Froilán.
Kutu no habló nada hasta llegar a la casa
de arriba.
La hacienda era de Don Froilán y de mi tío;
tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el
resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos
leguas de la hacienda.
Subimos a las gradas, sin mirarnos
siquiera; entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir
alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me
senté al lado del cholo.
—¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
—¡Don Froilán la ha abusado, niño Ernesto!
—¡Mentira, Kutu, mentira!
—¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de
agua, cuando fue a bañarse con los niños!
—¡Mentira, Kutullay, mentira!
Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo;
mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar. Como si hubiera
estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.
—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no
puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a Don
Froilán.
Me levantó como a un becerro tierno y me
echó sobre mi catre.
—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a
Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella, ¿quieres, niño?
¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo
porque eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al
“Chawala” que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.
—¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a Don
Froilán!
—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu!
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor
como el maullido del león que entra hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu
se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche
vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la
luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
—¿Y por qué no matas a Don Froilán? Mátale
con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.
—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero
cuando seas “abugau” ya estarán grandes.
—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo,
como mujer!
—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto?
Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.
—¡Don Froilán! ¡Es malo! Los que tiene
hacienda son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas
de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, Don Froilán es peor
que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de
Capitana.
—¡Endio no puede, niño! ¡Endio no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos
cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores,
hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los
potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!
Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus
ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le
quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos
negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su
boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería;
sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de
Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se
parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froilán la había forzado.
—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella
misma!
Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos.
Otra vez el corazón se sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.
—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella,
¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente:
estaba húmeda de sudor.
—¡Verdad! Así quieren los mistis.
—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer,
no sirves para ella. ¡Déjala!
—¡Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para
ti solito! Mira, en Wayrala se está apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las
estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la
oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta, más
abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.
Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos,
chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca!
¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! —le decía.
Pero el novillero se agachaba no más,
humilde, y se iba a Witron, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y se
vengaba en el cuerpo de los animales de Don Froilán. Al principio yo lo
acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los
becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba
duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres... cien
zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas,
lloraban; y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y
gozaba. Yo gozaba.
—¡De Don Froilán es, no importa! ¡Es de mi
enemigo!
Hablaba en voz alta para engañarme, para
tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón.
Pero ya en la cama, a solas, una pena
negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que
una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me
vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo,
corrí hasta la puerta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya
había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles rectos,
silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y
atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué
junto a los becerritos. Ahí estaba “Zarinacha”, la víctima de esa noche,
echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me
abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en
sus ojos negros y grandes.
—¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname mamaya!
Junté mis manos y, de rodillas, me humillé
ante ella.
—¡Ese perdido ha sido, hermanita, yo no! ¡Ese Kutu canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome
durante largo rato.
“Zarinacha” me miraba seria, con su mirada
humilde, dulce.
—¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!
Y una ternura sin igual, pura, dulce, como
la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.
A la mañana siguiente encontré al indio en
el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes,
llenos de frescura. El kutu ya se iba tempranito, a buscar “daños” en los
potreros de mi tío, para ensañarse contra ellos.
—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya
no sirves. ¡Los comuneros se ríen de ti, porque eres maula!
Sus ojos opacos me miraron con cierto
miedo.
—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito
es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
—¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale
al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.
Resentido, penoso como nunca, se largó al
galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y
se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su hijo.
Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a Don
Froilán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a
ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de
Sondondo, Chacralla... ¡Era cobarde!
Yo, solo, me quedé junto a Don Froilán,
pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui desgraciado. A la
orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo
vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma
quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa,
mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un
“warma kuyay” y no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría
que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriado, que echara ajos
roncos y peleara a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las
fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en
esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me
arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no
quiero, que no comprendo.
El Kutu en un extremo y yo en otro. Él
quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque
maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le
respetarán los comuneros. mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un
animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales
candentes y extraños.
Contaron que habían visto al tifus, vadeando el
río, sobre un caballo negro, desde la otra banda donde aniquiló al pueblo de
Sayla, a esta banda en que vivíamos nosotros.
A los pocos días empezó a morir la gente. Tras
del caballo negro del tifus pasaron a esta banda manadas de cabras por los
pequeños puentes. Soldados enviados por la Subprefectura
incendiaron el pueblo de Sayla, vacío ya, y con algunos cadáveres
descomponiéndose en las casas abandonadas. Sayla fue un pueblo de cabreros y
sus tierras secas sólo producían calabazas y arbustos de flores y hojas
amargas.
Entonces yo era un párvulo y aprendía a leer en
la escuela. Los pequeños deletreábamos a gritos en el corredor soleado y alegre
que daba a la plaza.
Cuando los cortejos fúnebres que pasaban cerca
del corredor se hicieron muy frecuentes, la maestra nos obligó a permanecer
todo el día en el salón oscuro y frío de la escuela.
Los indios cargaban a los muertos en unos
féretros toscos; y muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los
bordes. Nosotros los contemplábamos hasta que el cortejo se perdía en la
esquina. Las mujeres iban llorando a gritos; cantaban en falsete el ayataki, el
canto de los muertos; sus voces agudas repercutían en las paredes de la
escuela, cubrían el cielo, parecían apretarnos sobre el pecho.
La plaza era inmensa, crecía sobre ella una yerba
muy verde y pequeña, la romesa. En el centro del campo se elevaba un gran
eucalipto solitario. A diferencia de los otros eucaliptos del pueblo, de ramas
escalonadas y largas, éste tenía un tronco ancho, poderoso, lleno de ojos, y
altísimo; pero la cima del árbol terminaba en una especie de cabellera redonda,
ramosa y tupida. "Es hembra", decía la maestra. La copa de ese árbol
se confundía con el cielo. Cuando lo mirábamos desde la escuela, sus altas
ramas se mecían sobre el fondo nublado o sobre las abras de las montañas. En
los días de la peste, los indios que cargaban los féretros, los que venían de
la parte alta del pueblo y tenían que cruzar la plaza, se detenían unos
instantes bajo el eucalipto. Las indias lloraban a torrentes, los hombres se
paraban casi en círculo con los sombreros en la mano; y el eucalipto recibía a
lo largo de todo su tronco, en sus ramas elevadas, el canto funerario. Después,
cuando el cortejo se alejaba y desaparecía tras la esquina, nos parecía que de
la cima del ábol caían lágrimas, y brotaba un viento triste que ascendía al
centro del cielo. Por eso la presencia del eucalipto nos cautivaba; su sombra,
que al atardecer tocaba al corredor de la escuela, tenía algo de la imagen, del
helado viento que envolvía a esos grupos desesperados de indios que bajaban
hasta el panteón. La maestra presintió el nuevo significado que el árbol tenía
para nosotros en esos días y nos obligó a salir de la escuela por un portillo
del corral, al lado opuesto de la plaza.
El pueblo fue aniquilado. Llegaron a cargar hasta
tres cadáveres en un féretro. Adornaban a los muertos con flores de retama,
pero en los días postreros las propias mujeres ya no podían llorar ni cantar
bien; estaban oncas e inermes. Tenían que lavar las ropas de los muertos para
lograr la salvación, la limpieza final de todos los pecados.
Sólo una acequia había en el pueblo: era el más
seco, el más miserable de la región por la escasez de agua; y en esa acequia,
de tanto poco caudal, las mujeres lavaban en fila, los ponchos, los pantalones
haraposos, las faldas y las camisas mugrientas de los difuntos. Al principio
lavaban con cuidado y observanslo el ritual estricto del pinchk’ay; pero cuando
la peste cundió y empezaron a morir diariamente en el pueblo, las mujeres que
quedaban, aún las viejas y las niñas, iban a la acequia y apenas tenían tiempo
y fuerzas para remojar un poco las ropas, estrujarlas en la orilla y
llevárselas, rezumando todavía agua por los extremos.
El panteón era un cerco cuadrado y amplio. Antes
de la peste estaha cubierto de bosque de retama. Cantaban jilgueros en ese
bosque; y al medio día cuando el cielo despejaha quemando al sol, las flores de
retama exhalaban perfume. Pero en aquellos días del tifus, desarraigaron los
arbustos y los quemaron para sahumar el cementerio. El panteón quedó rojo,
horadado; poblado de montículos alargados con dos o tres cruces encima. La
tierra era ligosa, de arcilla roja oscura.
En el camino al cementerio habían cuatro
catafalcos pequeños de barro con techo de paja. Sobre esos catafalcos se hacía
descansar a los cadáveres, para que el cura dijera los responsos. En los días
de la peste los cargadores seguían de frente; el cura despedía a los muertos a
la salida del camino.
Muchos vecinos principales del pueblo murieron.
Los hermanos Arango eran ganaderos y dueños de los mejores campos de trigo. El
año anterior, don Juan, el menor, había pasado la mayordomía del santo patrón
del pueblo. Fue un año deslumbrante. Don Juan gastó en las fiestas sus
ganancias de tres años. Durante dos horas se quemaron castillos de fuego en la
plaza. La guía de pólvora caminaba de un extrerno a otro de la inmensa plaza, e
iba incendiando los castillos. Volaban coronas fulgurantes, cohetes azules y
verdes, palomas rojas desde la cima y de las aristas de los castillos; luego
las armazones de madera y carrizo permanecieron durante largo rato cruzados de
fuegos de colores. En la sombra, bajo el cielo estrellado de agosto, esos altos
surtidores de luces, nos parecieron un trozo del firmamento caído a la plaza de
nuestro pueblo y unido a él por las coronas de fuego que se perdían más lejos y
más alto que la cima de las montañas. Muchas noches los niños del pueblo vimos
en sueños el gran eucalipto de la plaza flotando en llamaradas.
Después de los fuegos, la gente se trasladó a la
casa del mayordomo. Don Juan mandó poner enorrnes vasijas de chicha en la calle
y en el patio de la casa, para que tomaran los indios; y sirvieron aguardiente
fino de una docena de odres, para los caballeros. Los mejores danzantes de la
provincia amanecieron bailando en competencia, por las calles y plazas. Los
niños que vieron a aquellos danzantes el "Pachakchaki", el
"Rumisonk’o", los imitaron. Recordaban las pruebas que hicieron, el
paso de sus danzas, sus trajes de espejos ornados de plumas; y los tomaron de
modelos, "Yo soy Pachakchaki", "¡Yo soy Rumisonk’o!",
exclamaban; y bailaron en las escuelas, en sus casas, y en las eras de trigo y
maíz, los días de la cosecha.
Desde aquella gran fiesta, don Juan Arango se
hizo más famoso y respetado.
Don Juan hacía siempre de Rey Negro, en el drama
dc la Degollación
que se representaba el 6 de enero. Es que era moreno, alto y fornido; sus ojos
brillaban en su oscuro rostro. Y cuando bajaba a caballo desde el cerro,
vestido de rey, y tronaban los cohetones, los niños lo admirábamos. Su capa
roja de seda era levantada por el viento; empuñaba en alto su cetro reluciente
de papel dorado; y se apeaba de un salto frente al "palacio" de
Herodes; "Orreboar", saludaba con su voz de trueno al rey judío. Y
las barbas de Herodes temblaban
El hermano mayor, don Eloy, era blanco y delgado.
Se había educado en Lima; tenía modales caballerescos; leía revistas y estaba
suscrito a los diarios de la capital. Hacía de Rey Blanco; su hermano le
prestaba un caballo tordillo para que montara el 6 de enero. Era un caballo
hermoso, de crin suelta; los otros galopaban y él trotaba con pasos largos,
braceando.
Don Juan murió primero. Tenía treintidós años y
era la esperanza del pueblo. Había prometido comprar un motor para instalar un
molino eléctrico y dar luz al pueblo, hacer de la capital del distrito una
villa moderna, mejor que la capital de la provincia. Resistió doce dias de
fiebre. A su entierro asistieron indios y principales. Lloraron las indias en
la puerta del panteón. Eran centenares y cantaron a coro. Pero esa voz no
arrebataba, no hacía estremecerse, como cuando cantaban solas, tres o cuatro,
en los entierros de sus muertos. Hasta lloraron y gimieron junto a las paredes,
pero pude resistir y miré el entierro Cuando iban a bajar el cajón de la
sepultura don Eloy hizo una promesa: "¡Hermano —dijo mirando el cajón, ya
depositado en la fosa— un mes, un mes nada más, y estaremos juntos en la otra
vida!" Entonces la mujer de don Eloy y sus hijos lloraron a gritos. Los
acompañantes no pudieron contenerse. Los hombres gimieron; las mujeres se
desahogaron cantando como las indias. Los caballeros se abrazaron, tropezaban
con la tierra de las sepulturas. Comenzó el crepúsculo; las nubes se
incendiaban y lanzaban al campo su luz amarilla. Regresamos tanteando el
camino; el cielo pesaba. Las indias fueron primero, corriendo. Los amigos de
don Eloy demoraron toda la tarde en subir al pueblo; llegaron ya de noche.
Antes de los quince días murió don Eloy. Pero en
ese tiempo habían caído ya muchos niños de la escuela, decenas de indios,
señoras y otros principales. Sólo algunas beatas viejas acompañadas de sus
sirvientas iban a implorar en el atrio de la iglesia. Sobre las baldosas
blancas se arrodillaban y lloraban, cada una por su cuenta, llamando al santo
que preferían, en quechua y en castellano. Y por eso nadie se acordó después
como fue el entierro de don Eloy.
Las campanas de la aldea, pequeñas pero con alta
ley de oro, doblaban día y noche en aquellos días de mortandad. Cuando doblaban
las campanas y al mismo tiempo se oía el canto agudo de las mujeres que iban
siguiendo a los féretros, me parecía que estábamos sumergidos en un mar
cristalino en cuya hondura repercutía el canto mortal y la vibración de las
campanas; y los vivos estábamos sumergidos allí, separados por distancias que
no podían cubrirse, tan solitarios y aislados como los que morían cada día.
Hasta que una mañana, don Jáuregui, el sacristán
y cantor, entró a la plaza tirando de la brida al caballo tordillo del finado
don Juan. La crin era blanca y negra, los colores mezclados en las cerdas
lustrosas. Lo habían aperado como para un día de fiesta. Doscientos anillos de
plata relucían en el trenzado; el pellón azul de hilos también reflejaba la
luz; la montura de cajón, vacía, mostraba los refuerzos de plata. Los estribos
cuadrados, de madera negra, danzaban.
Repicaron las campanas, por primera vez en todo
ese tiempo. Repicaron vivamente sobre el pueblo diezmado. Corrían los chanchitos
mostrencos en los campos baldíos y en la plaza. Las pequeñas flores blancas de
la salvia y las otras flores aún más pequeñas y olorosas que crecían en el
cerro de Santa Brígida se iluminaron.
Don Jáuregui hizo dar vueltas al tordillo en el
centro de la plaza, junto a la sombra del eucalipto; hasta le dio de latigazos
y le hizo pararse en las patas traseras, manoteando en el aire. Luego gritó,
con su voz delgada, tan conocida en el pueblo:
—¡Aquí está el tifus, montado en el caballo
blanco de don Eloy! ¡Canten la despedida! ¡Ya se va, ya se va! ¡Aúúúú! ¡Aú ú!
Habló en quechua, y concluyó el pregón con el
aullido final de los jarahuis, tan largo, eterno siempre:
—¡Ah... ííí! ¡Yaúúú... yaúúú! ¡El tifus se está
yendo; ya se está yendo!
Y pudo correr. Detrás de él, espantaban al
tordillo algunas mujeres y hombres emponchados, enclenques. Miraban la montura
vacía, detenidamente. Y espantaban al caballo.
Llegaron al borde del precipicio de Santa
Brígida, junto al trono de la
Virgen. El trono era una especie de nido formado en las ramas
de un arbusto ancho y espinoso, de flores moradas. El sacristán conservaba el
nido por algún secreto procedimiento; en las ramas retorcidas que formaban el
asiento del trono no crecían nunca hojas, ni flores ni espinos. Los niños
adornábamos y temíamos ese nido y lo perfumáballlos con flores silvestres.
Llevaban a la Virgen
hasta el precipicio, el día de su fiesta. La sentaban en el nido como sobre un
casco, con el rostro hacia el río, un río poderoso y hondo, de gran correntada,
cuyo sonido lejano repercutía dentro del pecho de quienes lo miraban desde la
altura.
Don Jáuregui cantó en latín una especie de
responso junto al "trono" de la Virgen, luego se empinó y bajó el tapaojos, de la
frente del tordillo, para cegarlo.
—¡Fuera! —gritó— ¡Adiós calavera! ¡Peste!
Le dio un latigazo, y el tordillo saltó al
precipicio. Su cuerpo chocó y rebotó muchas veces en las rocas, donde goteaba
agua y brotaban líquenes amarillos. Llegó al río; no lo detuvieron los andenes
filudos del abismo.
Vimos la sangre del caballo, cerca del trono de la Virgen, en el sitio en que
se dio el primer golpe.
—¡Don Eloy, don Eloy! ¡Ahí está tu caballo! ¡Ha
matado a la peste! En su propia calavera. ¡Santos, santos, santos! ¡El alma del
tordillo recibid! ¡Nuestra alma es, salvada!
¡Adiós millahuay, despidillahuay…! (¡Decidme
adiós! ¡Despedidme...!).
Con las manos juntas estuvo orando un rato, el
cantor, en latín, en quechua y en castellano.
(1955)
Llegaban por bandadas las torcazas a la
hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En cambio las
calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre los
lúcumos, en las más altas ramas, y cantaban.
A esa hora descansaba un rato, Singu, el
pequeño sirviente de la hacienda. Subía a la piedra amarilla que había frente a
la puerta falsa de la casa; y miraba la quebrada, el espectáculo del río al
anochecer. Veía pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles
frutales.
La velocidad de las palomas le oprimía el
corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma,
vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las
calandrias cantaban cerca, en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del
bosque, llegaba la luz tibia de las palomas. Creía Singu que de ese canto
invisible brotaba la noche porque el canto de la calandria ilumina como la luz,
vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra.
Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los
duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las
pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos
oscuros, de las flores rosadas.
Estaba mirando el camino de la huerta,
cuando vio entrar en el callejón empedrado del caserío, un perro escuálido, de
color amarillo. Andaba husmeando, con el rabo metido entre las piernas. Tenía
"anteojos"; unas manchas redondas de color claro, arriba de los ojos.
Se detuvo frente a la puerta falsa. Empezó
a lamer el suelo donde la cocinera había echado el agua con que lavó las ollas.
Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba el agua sucia estirando el cuello. Se
agazapó un poco. Estaba atento, para saltar y echarse a correr si alguien abría
la puerta. Se hundieron aún más los costados de su vientre; resaltaban los
huesos de las piernas; sus orejas se recogieron hacia atrás; eran oscuras, por
las puntas.
Singu buscaba un nombre. Recordaba
febrilmente nombres de perros.
—¡"Hijo Solo"!—le dijo
cariñosamente—. ¡"Hijoo Solo"! ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito!
¡Ninito!
Como no huyó, sino que lo miró sorprendido,
alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió hablándole en quechua, con tono
cada vez más familiar.
—¿Has venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has
estado, en qué pueblo, con quién?
Se bajó de la piedra, sonriendo. El perro
no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos también eran de color amarillo, el
iris se contraía sin decidirse.
—Yo, pues, soy Singuncha. Tu dueño de la
otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido, yo te daba queso fresco,
leche también; harto. ¿Por qué te fuiste?
Abrió la puerta. De la leche que había para
los señores echó apresuradamente bastante, en un plato hondo; y corrió. Estaba
aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso el plato en el suelo. "Hijo
Solo" se acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras lamía haciendo
ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente hacia arriba; cerró
un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era negro.
Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro,
conteniendo la respiración, tratando de no parecer siquiera un ser vivo. No
huyó el perro, cesó un instante de lamer el plato. También él paralizó su
aliento; pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las
orejas.
Jamás había visto un animal más desvalido;
casi sin vientre y sin músculos. "¿No habrá vuelto de acompañar a su
dueño, desde la otra vida?", pensó. Pero viéndole la barriga, y la forma
de las patas, comprendió que era aún muy joven. Sólo los perros maduros pueden
guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos del perro para
caminar en la oscuridad de la otra vida.
Se abrazó al cuello de "Hijo
Solo". Todavía pasaban bandadas de palomas por el aire; y algunas
calandrias, brillando.
Hacia tiempo que Singu no sentía el tierno
olor de un perro, la suavidad del cuello y de su hocico. Si el señor no lo
admitía en la casa, él se iría, fugaría a cualquier pueblo o estancia de la
altura, donde podían necesitar pastores. No lo iban a separar del compañero que
Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada escondida. Debía ser cierto
que "Hijo Solo" fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los
niños. Le había dicho eso al perro, sólo para engañarlo; pero si él había oído,
si le había entendido, era porque así tenía que suceder; porque debían
encontrarse allí, en "Lucas Huayk’o", la hacienda temida y odiada en
cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato "Hijo Solo" había llegado hasta
ese infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de frente, por el puente, y
había escapado de Lucas Huayk’o"?
—Gringo! ¡Aquí sufriremos! Pero no será de
hambre —le dijo—. Comida hay, harto. Los patrones pelean, matan sus animales;
por eso dicen que "Lucas Huayk’o" es infierno. Pero tú eres de
Singuncha, "endio" sirviente. ¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela
torcacita! ¡Canta tuyay, tuyacha! ¡Todo tranquilo!
Abrazó al perro, más estrechamente; lo
levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste de "Hijo Solo" se
apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún desconcertado.
Sonriendo, Singucha alzó con una mano el hocico del perro, para mirarlo más
detenidamente, e infundirle confianza.
Vio que el iris de los ojos del perro
clareaba. Él conocía como era eso. El agua de los remansos renace así, cuando
la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen los colores de las piedras
del fondo y de los costados, las yerbas acuáticas ondean sus ramas en la luz
del agua que va clareando; los peces cruzan sus rayos. "Hijo Solo"
movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó
la lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No deseaba
ver más el Singuncha; no esperaba más del mundo.
Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado
sobre los pellejos en que el cholito dormía, junto a la despensa, en una
habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o
regaban, rezumaba agua por ese muro.
Quizá los perros conocen mejor al hombre
que nosotros a ellos. "Hijo Solo" comprendió cuál era la condición de
sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los
dueños de la hacienda, los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a
muerte? ¿Había oído las historias y rumores que corrían en los pueblos sobre
los señores de "Lucas Huayk’o"?
—¿Viven aún los dos?—se preguntaban en las
aldeas—. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los cercos, las tomas de agua, los
andenes?
—Dicen que don Adalberto ha desbarrancado
en la noche doce vacas lecheras de su hermano. Con veinte peones las robó y las
espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas
y los cóndores están despedazando a los animales finos.
—¡Anticristos!
—¡Y su padre vive!
—¡Se emborracha! ¡Predica como diablo
contra sus hijos! Se aloca.
—¿De dónde, de quién vendrá la maldición?
No criaban ya animales caseros ninguno de
los dos señores. No criaban perros. Podían ser objetos de venganza, fáciles.
—"Lucas Huayk’o" arde. Dicen que
el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente? Los viajeros pasan
corriendo el puente.
Sin embargo "Hijo Solo" conquistó
su derecho a vivir en la hacienda. Él y su dueño procedieron con sabiduría. Un
perro allí era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero los habían
matado a balazos, con veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los que
ambos señores criaron, en esta y en la otra banda.
Los primeros ladridos de "Hijo
Solo" fueron escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto del corredor.
"Hijo Solo" ladró al descubrir una piara de mulas que se acercaban al
puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo. Singu corrió a defenderlo.
—¿Es tuyo? ¿Desde cuando?
—Desde la otra vida, señor —contestó
apresuradamente el sirviente.
—¿Qué?
—Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí
nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el callejón se ha quedado, oliendo.
Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va ha hacer caso. De "endio"
es, no es de werak’ocha. Tranquilo va cuidar la hacienda.
—¿Contra quién? ¿Contra el criminal de mi
hermano? ¿No sabes que Don Adalberto come sangre?
—Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va
a ladrar. No contra Don Alberto.
"Hijo Solo" los escuchaba
inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina luz que tenía en
los ojos, desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha, junto a
la puerta falsa de la casa grande.
—Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda
—dijo Don Ángel—. Se desprecia a los perros. Se les mata fácil. No hay condena
por eso. Que se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te
cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le
beberá la sangre siempre, ese Caín, ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído
recuerdos a la quebrada.
—"Hijo Solo", patrón.
Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría.
Sus ojos amarillos tenían la placidez de la luz, no del crepúsculo sino del sol
declinante, que se posaba sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras
las calandrias cantaban desde los grandes árboles de la huerta.
"Más fácil es ver aquí un perro
muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él. Quizá mi hermano los
despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo, rápido".
El dueño de la hacienda bajó al patio,
hablando en voz baja. No se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro
exploró toda la hacienda por la banda izquierda que pertenecía a Don Ángel. No
escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía en la
alfalfa floreada; corría a saltos, levantando la cabeza, para mirar a su dueño.
Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato, resaltaba entre el verde
feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.
—¡Hijos de Dios en medio de la maldición!
—decía de ellos la cocinera.
El perro pretendía atrapar a los chihuillos
que vivían en los hosques de retama de los pequeños abismos. El cllihuillo
tiene vuelo lento y bajo; da la impresión de que va a caer, que está cansado.
El perro se lanzaba, anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los
campos de alfalfa buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha
reía a carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, la orilla
del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en "Lucas Huayk’o".
Singu era becerro, ayudante de cocina, guía
de las yuntas de aradores, vigilante de los riegos, espantador de pájaros,
mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde que encontró a su perro
"Hijo Solo", fue aún más diligente. Había trabajado siempre. Huérfano
recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar.
Lo alimentaron bien, con suero, leche,
desperdieios de la comida, huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó al
cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No
era tonto. Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo,
le llenaban la bolsa con mote y queso. Regresaba cantando y silbando. Los
señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El
otro, Don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las
aldeas de la hacienda, y las minas. Don Ángel los alfalfares, la huerta, el
ganado, el trapiche.
Singu no tomaba parte aún en la guerra. La
matanza de los animales, los incendios de los campos de trigo, las peleas, se
producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes, traía los caballos. Se
armaban de látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de
pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía caliente. La
cocinera 1loraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho,
como si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el
agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos
en quechua de los jinetes, su huída por el camino angosto; todo le confirmaba
que en "Lucas Huayk’o", de veras, el demonio salía a desplegar sus alas
negras y a batir el vientot desde las cumbres.
Hubo un período de calma en la quebrada;
coincidió con la llegada de "Hijo Solo".
—Este perro puede ser más de lo que parece
—comentó Don Ángel semanas después.
Pero sorprendieron a "Hijo Solo",
en medio del puente, al medio día.
Singuncha gritó, pidió auxilio. Lo
envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés.
Oyó que el perro caía al río. El sonido fue
hondo, no como el de un pequeño animal que golpeara con su desigual cuepo la
superficie del remanso. A él lo dejaron con un costal sucio amarrado al cuello.
Mientras se arrancaba el costal de la
cabeza, huyeron los emisarios de Don Adalberto. Los pudo ver aún en el recodo
del camino, sobre la tierra roja del barranco.
Nadie había oído los gritos del becerrero.
El remanso brillaba, tenía espuma en el centro, donde se percibía la corriente.
Singu miró el agua. Era transparente, pero
honda. Cantaba con voz profunda; no sólo ella, sino también los árboles y el
abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el
espacio. Singu no alcanzaría jamás a "Hijo Solo". Iba a lanzarse al
agua. Dudó y corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de
ovejas. Pasó a la otra banda, a la del demonio Don Adalberto; bajó el remanso.
Era profundo pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más líbero
que las cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin llorar. Su rostro
brillaba, parecía sorber el río.
¡Era cierto! "Hijo Solo" luchaba,
a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en la zona del vado. Pudo
sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchillo, un trozo de fleje que él
había afilado en las piedras. Pero el perro estaba ya aturdido, boqueando. El
río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del recodo, tras el
que aparecían los molinos de Don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de las
ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la orilla,
arrastrando al perro.
Se tendieron en la arena. "Hijo
Solo" boqueaba, vomitaba agua como un odre.
Singuncha empezó a temblar, a rechinar los
dientes. Tartamudeando maldecía a Don Adalberto, en quechua: "Excremento
del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita como a la velas que los
condenados llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en la cima de
"Aukimana"; "Hijo Solo" comerá tus ojos, tu lengua, y
vomitará tu pestilencia, como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!"
Se calentó en la arena el perro; puso su
cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo sus "anteojos", lo
miraba. Entonces lloró Singu.
—¡ Papacito! ¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero!
Le tocaba las manchas redondas que tenía en
la frente, sus "anteojos".
—iVamos a matar a Don Adalberto! ¡Dice Dios
quiere!—le dijo.
Sabía que en los bosques de retama y
lambras de Los Molinos cantaban las torcazas más hermosas del mundo. Desde
centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler su trigo a
"Lucas Huayk’o", porque se afirmaba que esas palomas eran la voz del
Señor, sus criaturas. Hacían turnos que duraban meses, y Don Adalberto tenía
peones de sobra. Se reía de su hermano.
—¡Para mí cantan, por orden del cielo,
estas palomas ! —decía—. Me traen gente de cinco provincias.
Escondido, Singuncha rezó toda la tarde.
Oyó, llorando, el canto de las torcazas que se posaron en el bosque, a tomar
sombra.
Al anochecer se encaminó hacia Los Molinos.
Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose tras los arbustos y las
piedras. Llegó frente al caserío donde residía Don Adalberto; pudo ver los
techos de calamina del primer molino, del más alto.
Cortó un retazo de su camisa, y lo deshizo,
hilo tras hilo; escarmenándolas con las uñas, formó una mota con las hilachas,
las convirtió en una mecha suave.
Había escogido las piedras, las había
probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte aún a plena luz del sol.
Más tarde vendrían "concertados"
a la orilla del río, a vigilar, armados de escopetas. Anochecía. Los patitos
volaban a poca altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando
las manchas rojas de sus alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus
ojos y la cabeza.
—¡Adiós niñitas¡—les dijo en voz alta.
Sabía que el sonido del río apagaría su
voz. Pero agarró del hocico al "Hijo Solo" para que no ladrase. El
ladrido de los perros corta todos los sonidos que brotan de la tierra.
Tupidas matas de retama seca escalaban la
ladera, desde el río. No las quemaban ni las tumbaban, porque vivían allí las
torcazas.
Llegaron palomas en grandes bandadas, y
empezaron a cantar.
Singuncha escogió hojas secas de yerbas y
las cubrió con ramas viejas de k’opayso y retama. No oía el canto. Su corazón
ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego
cayeron sobre el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó; de rodillas
mientras con un brazo tenía al perro por el cuello, sopló. Y casi de pronto se
alzó el fuego. Se retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el
bosque, a devorarlo.
—¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta
fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida!—gritó alejándose, y volvió a arrodillarse sobre
la arena.
Se quedó un buen rato en el río. Oyó
gritos, y tiros de carabina y dinamita.
Volvió hacia el remanso. Más allá del
recodo, cerca del vado, se lanzó al río. "Hijo Solo" aulló un poco y
lo siguió. Llegaban las palomas a esta banda, a la de Don Angen volando
descarriadas, cayendo a los alfalfares, tonteando por los aires.
Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni
atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de altura. Con su
perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia; o el Señor Dios lo haría
llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón de Santiago. Entonces
seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría al
cielo, cantando a dúo con el "Hijo Solo".
—¡Amarillito! ¡Jilguero! —iba diciéndole en
voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz de las llamas que
devoraban la otra banda de la hacienda.
En la quebrada se avivó más ferozmente la
guerra de los hermanos Caínes. Porque Don Adalberto no murió en el incendio.
(1957)
En el barranco de K’ello-k’ello se
encontraron, la tropa de caballos de don Garayar y los becerros de la señora
Grimalda. Nicacha y Pablucha gritaron desde la entrada del barranco:
—¡Sujetaychis! ¡Sujetaychis! (¡Sujetad!)
Pero la piara atropelló. En el camino que
cruza el barranco, se revolvieron los becerros, llorando.
—¡Sujetaychis!—Los mak’tillos Nicacha y
Pablucha subieron, camino arriba, arañando la tierra.
Las mulas se animaron en el camino,
sacudiendo sus cabezas; resoplando las narices, entraron a carrera en la
quebrada, las madrineras atropellaron por delante. Atorándose con el polvo, los
becerritos se arrimaron al cerroé algunos pudieron volverse y corrieron entre
la piara. La mula nazqueña de don Garayar levantó sus dos patas y clavó sus
cascos en la frente del «Pringo». El «Pringo» cayó al barranco, rebotó varias
veces entre los peñascos y llegó hasta el fondo del abismo. Boqueando sangre
murió a la orilla del riachuelo.
La piara siguió, quebrada adentro,
levantando polvo.
—¡Antes, uno nomás ha muerto! ¡Hubiera
gritado, pues, más fuerte!—Hablando, el mulero de don Garayar se agachó en el
canto del camino para mirar el barranco.
—¡Ay señorcito! ¡La señora nos latigueará;
seguro nos colgará en el trojal!
—¡Pringuchallaya! ¡Pringucha!
Mirando el barranco, los mak’tillos
llamaron a gritos al becerrito muerto.
La Ene, madre del
«Pringo», era la vaca más lechera de la señora Grimalda. Un balde lleno le
ordeñaban todos los días La llamaba Ene, porque sobre el lomo negro tenía
dibujada una letra N, en piel blanca. La
Ene era alta y robusta, ya había dado a la patrona varios
novillos grandes y varias lecheras. La patrona la miraba todos los días,
contenta:
—¡Es mi vaca! ¡Mi mamacha! (¡Mi
madrecital).
Le hacían cariño, palmeándole en el cuello.
Esta vez, su cría era el «Pringo». La
vaquera lo bautizó con ese nombre desde el primer día. «El Pringo», porque era
blanco entero. El Mayordomo quería llamarlo «Misti», porque era el más fino y
el más grande de todas las crías de su edad.
—Parece extranjero —decía.
Pero todos los concertados de la señora,
los becerreros y la gente del pueblo lo llamaron «Pringo». Es un nombre más
cariñoso, más de indios, por eso quedó.
Los becerreros entraron llorando a la casa
de la señora. Doña Grimalda salió al corredor para saber. Entonces los
becerreros subieron las gradas, atropellándose; se arrodillaron en el suelo del
corredor; y sin decir nada todavía, besaron el traje de la patrona; se taparon
la cara con la falda de su dueña, y gimieron, atorándose con su saliva y con
sus lágrimas.
—¡Mamitay!
—¡No pues! ¡Mamitay!
Doña Grimalda gritó, empujando con los pies
a los muchachos.
—¡Caray! ¿Qué pasa?
—«Pringo» pues, mamitay. En K’ello-k’ello,
empujando mulas de don Garayar
—¡«Pringo» pues! ¡Muriendo ya, mamitay!
Ganándose, ganándose, los becerreros
abrazaron los pies de doña Grimalda, uno más que otro; querían besar los pies
de la patrona.
—¡Ay Dios mío! ¡Mi becerritol ¡Santusa,
Federico, Antonio...!
Bajó las gradas y llamó a sus concertados
desde el patio.
—iCorran a K’ello-k’ello! ¡Se ha
desbarrancado el «Pringo»! ¿Qué hacen esos, amontonados allí? ¡Vayan, por
delante!
Los becerreros saltaron las gradas y
pasaron al zaguán, arrastrando sus ponchos. Toda la gente de la señora salió
tras de ellos.
Trajeron cargado al «Pringo». Lo tendieron
sobre un poncho, en el corredor. Doña Grimalda, lloró, largo rato, de cuclillas
junto al becerrito muerto. Pero la vaquera y los mak’tillos, lloraron todo el
día, hasta que entró el sol.
—¡Mi papacito! ¡Pringuchallaya!
—¡Ay niñito, súmak’wawacha! (¡Criatura
hermosa!).
—¡Súmak’ wawacha!
Mientras el Mayordomo le abría el cuerpo
con su cuchillo grande; mientras le sacaba el cuerito; mientras hundía sus
puños en la carne, para separar el cuero, la vaquera y los mak’tillos, seguían
llamando:
—¡Niñucha! ¡Por qué pues!
—¡Por qué pues, súmak’wawacha!
Al día siguiente, temprano, la Ene bajaría el cerro bramando
en el camino. Guiando a las lecheras vendría como siempre. Llamaría primero
desde el zaguán. A esa hora, ya goteaba leche de sus pezones hinchados.
Pero el Mayordomo le dio un consejo a la
señora.
—Así he hecho yo también, mamita, en mi
chacra de las punas —le dijo.
Y la señora aceptó.
Rayando la aurora, don Fermín clavó dos
estacas en el patio de ordeñar, y sobre las estacas un palo de lambras. Después
trajo al patio el cuero del «Pringo», lo tendió sobre el palo, estirándolo y
ajustando las puntas con clavos, sobre la tierra.
A la salida del sol, las vacas lecheras
estaban ya en el callejón llamando a sus crías. La Ene se paraba frente al
zaguán; y desde allí bramaba sin descanso, hasta que le abrían la puerta.
Gritando todavía pasaba el patio y entraba al corral de ordeñar.
Esa mañana, la Ene llegó apurada; rozando su
hocico en el zaguán, llamó a su «Pringo». El mismo don Fermín le abrió la
puerta. La vaca pasó corriendo el patio. La señora se había levantado ya, y
estaba sentada en las gradas del corredor.
La Ene entró al
corral. Estirando el cuello, bramando despacito, se acercó donde su «Pringo»;
empezó a lamerle, como todas las mañanas. Grande le lamía, su lengua áspera
señalaba el cuero del becerrito. La vaquera le maniató bien; ordeñándole un
poquito humedeció los pezones, para empezar. La leche hacía ruido sobre el
balde.
—¡Mamaya! ¡Y’astá mamaya! —llamando a
gritos pasó del corral al patio, el Pablucha.
La señora entró al corral, y vió a su vaca.
Estaba lamiendo el cuerito del «Pringo», mirándolo tranquila, con sus ojos
dulces.
Así fue, todas las mañanas; hasta que la
vaquera y el Mayordomo, se cansaron de clavar y desclavar el cuero del «Pringo».
Cuando la leche de la Ene
empezó a secarse, tiraban nomás el cuerito sobre un montón de piedras que había
en el corral, al pie del muro. La vaca corría hasta el extremo del corral,
buscando a su hijo; se paraba junto al cerco, mirando el cuero del becerrito.
Todas las mañanas lavaba con su lengua el cuero del «Pringo». Y la vaquera la
ordeñaba, hasta la última gota.
Como todas las vacas, la Ene también, acabado el
ordeño, empezaba a rumiar, después se echaba en el suelo, junto al cuerito seco
del «Pringo», y seguía, con los ojos medio cerrados. Mientras, el sol alto
despejaba las nubes, alumbraba fuerte y caldeaba la gran quebrada.
Estaba tendido en el suelo, sobre una cama
de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la
única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz
grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del
bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía
afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de
papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus
huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda
de un indio.
Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no
todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras
servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo
varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba
perfume.
—El corazón está listo. El mundo avisa.
Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’
“Rasu-Ñiti”.
Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de
cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el
guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.
Los pájaros que se espulgaban tranquilos
sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.
La mujer del bailarín y sus dos hijas que
desgranaban maíz en el corredor, dudaron.
— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese
canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.
Porque las tijeras sonaron más vivamente,
en golpes menudos.
Corrieron las tres mujeres a la puerta de
la habitación.
“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se
estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.
—¡Esposo! ¿Te despides? —preguntó la mujer,
respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al
“Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!
Corrieron las dos muchachas.
La mujer se acercó al marido.
—Bueno. ¡Wamani
está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame
el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado
mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la
habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka
que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla
aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.
Se puso el pantalón de terciopelo,
apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las
zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con
hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas,
brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del
bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.
La mujer se inclinó ante el dansak’. Le
abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco
le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela
roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la
sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’
“Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las
fiestas de centenares de pueblos.
—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza?
—preguntó el bailarín a su mujer.
Ella levantó la cabeza.
—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está
ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar
los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!
La mujer obedeció. En el corredor de los
maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la
tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las
parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega,
tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue
bajando, rápida pero ceremonialmente.
Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la
gente que venía a la casa del bailarín.
Llegaron las dos muchachas. Una de ellas
había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el
corredor. Fueron a ver después al padre.
Ya tenía el pañuelo rojo en la mano
izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo,
resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban,
se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no
tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los
colores del traje y la rigidez de los músculos.
—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre?
—preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.
Las tres lo contemplaron, quietas.
—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está
tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La
muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más
vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de
que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye!
También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha
salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar
los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento
de borrego!
Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo
la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.
—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas
por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está
obedeciendo.
Son hojas de acero sueltas. Las engarza el
dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede
producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua
pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que
protege al dansak’.
Bailan solos o en competencia. Las proezas
que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen
de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y
lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en
el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.
Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de
negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo,
tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín
y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre
“Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra
la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo
al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo
veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un
siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar
blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las
campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras;
el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no
volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos
hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto,
recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire.
Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura
del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando
el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo
vivo a su señor.
El genio de un dansak’ depende de quién
vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo
silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y
“condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo
lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que
conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno;
alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el
San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.
“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande,
de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su
“espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.
Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’,
tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba
siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las
de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las
danzas.
Tras de los músicos marchaba un joven:
“Atok’ sayku”,
el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las
tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba
para adentro. Todos lo notaban.
“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más
de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los
músicos venía un pequeño grupo de gente.
—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el
dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?
El muchacho se paró en el umbral y
contempló la cabeza del dansak’.
—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón.
¡Toca! —le dijo al arpista.
“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió
enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.
“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco.
El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se
cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de
sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el
jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.
—¡El Wamani está aleteando grande; está
aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.
Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto
empezó a henchirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su
cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo,
con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne
que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía
mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa.
¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la
madera.
—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar!
—dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa,
como de la boca de un loro.
Se le paralizó una pierna
—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la
mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.
El arpista cambió la danza al tono de
Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en
dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero
con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre
su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes
miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija
mayor, casi con júbilo.
—El dios está creciendo. ¡Matará al
caballo! —dijo.
Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como
revolcándose en polvo.
—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me
dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.
Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar
las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.
Con la mano izquierda sacudía el pañuelo
rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.
“Lurucha”, que no parecía mirar al
bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las
danzas de indios existe.
El pequeño público permaneció quieto. No se
oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los
cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?
La hija mayor del bailarín salió al
corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas
de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir
de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un
instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.
“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por
qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran
río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha”
aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento,
hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras
lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo
el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y
árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas,
oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre
la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan
silencio.
“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las
tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a
doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.
Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.
—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo
“Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí
la esposa—. Yo ya no lo veo.
“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu.
Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con
su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las
cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.
A la hija menor le atacó el ansia de cantar
algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar
porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban
agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi
hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra
fuerte que había en el suelo.
“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo
espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la
fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron
más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran
afuera.
—¡El Wamani está ya sobre el corazón!
—exclamó “Atok’ sayku”, mirando.
“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero
siguió moviendo la cabeza y los ojos.
El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa
vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada.
El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del
pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.
“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la
parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La
hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al
río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero
ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro
sentido. ¡Pero igual en violencia!
Duró largo, mucho tiempo, el “illapa
vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y
ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de
alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de
los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz
blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y
las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las
hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a
veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el
arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien
pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía
su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.
“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se
elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban.
Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la
estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las
competencias de los dansak’, a la media noche.
—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi
pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.
Nadie se movió.
Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con
tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos
aleteando.
“Lurucha” inventó los ritmos más
intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban
sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio.
Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.
—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien!
Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del
medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre
“Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija
menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!
“Lurucha” miró profundamente a la muchacha.
Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de
cañazo.
—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues,
necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani
es Wamani.
(1961)
Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda
de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo,
de sirviente, en la gran residencia. Era pequeño de cuerpo, miserable de ánimo,
débil, todo lamentable; sus ropas viejas.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo
contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la
residencia.
—Eres gente u otra cosa —le preguntó
delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.
Humillándose, el pongo no contestó.
Atemorizado, con los ojos helados, se quedó
de pie.
—¡A ver! —dijo el patrón— por lo menos
sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que
parecen que no son nada.
—¡Llévate esta inmundicia! —ordenó al
mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el pongo besó las manos al
patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus
fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban
hacer, lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos
siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. "Huérfano de
huérfanos; hijo del viento, de la luna, debe ser el frío de sus ojos, el
corazón, pura tristeza", había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.
El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba,
callado comía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión
de espanto y por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería
hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer
cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la
casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo, delante de
toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a
que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en
la cara.
—Creo que eres perro. ¡Ladra! —le decía.
El hombrecito no podía ladrar.
—Ponte en cuatro patas —le ordenaba
entonces.
El pongo obedecía, y daba unos pasos en
cuatro pies.
—Trota de costado, como perro —seguía
ordenándole el hacendado.
El hombrecito sabía correr imitando a los
perros pequeños de la puna. El patrón reía de muy buena gana; la risa le
sacudía todo el cuerpo.
—¡Regresa! —le gritaba cuando el sirviente
alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.
El pongo volvía, corriendo de costadito.
Llegaba fatigado. Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el
Ave María, despacio, como viento interior en el corazón.
—¡Alza las orejas ahora, vizcacha!
—¡Vizcacha eres! —mandaba el señor al
cansado hombrecito.
—Siéntate en dos patas; empalma las manos.
Como si en el vientre de su madre hubiera
sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba
exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos
como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo
fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del
corredor.
—Recemos el Padrenuestro —decía luego el
patrón a sus indios, que esperaban en fila.
El pongo se levantaba a pocos, y no podía
rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar
correspondía a nadie.
En el oscurecer, los siervos bajaban del
corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.
—¡Vete, pancita! —solía ordenar, después,
el patrón al pongo.
Y así, todos los días, el patrón hacía
revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a
fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.
Pero... una tarde a la hora del Ave María,
cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el
patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ese, ese hombrecito, habló
muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.
—Gran señor, dame tu licencia, padrecito
mío, quiero hablarte— dijo.
El patrón no oyó lo que oía.
—¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro?—
preguntó.
—Es a ti a quién quiero hablarte —repitió
el pongo.
—Habla... si puedes —contestó el hacendado.
—Padre mío, señor mío, corazón mío —empezó
a hablar el hombrecito—, soñé anoche que habíamos muerto los dos, juntos;
juntos habíamos muerto.
—¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio —le dijo
el gran patrón.
—Como éramos hombres muertos, señor mío,
aparecimos desnudos los dos juntos, desnudos ante nuestro gran padre San
Francisco.
—¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón,
entre enojado e inquieto por la curiosidad.
Viéndonos muertos, desnudos, juntos,
nuestro Gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden
no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pesando, creo, el
corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande,
tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
—¿Y tú?
—No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo
no puedo saber lo que valgo.
—Bueno sigue contando.
—Entonces, después nuestro padre dijo con
su boca: "De todos los ángeles el más hermoso que venga. A ese
incomparable que lo acompañe otro pequeño que sea también el más hermoso. Que
el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de
la chancaca más transparente.
—¿Y entonces? —pregunto el patrón. Los
indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.
—Dueño mío, apenas nuestro gran Padre San
Francisco dio la orden, apareció un ángel brillante, alto como el sol; vino
hasta llegar delante de nuestro Padre caminando despacio. Detrás del ángel
mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave, como el resplandor de las
flores. Traía en las manos una copa de oro.
—¿Y entonces? —repitió, el patrón.
—"Ángel mayor: cubre a este caballero
can la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando
pasen sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y
así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito
todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el
resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de
oro, transparente.
—Así tenía que ser— dijo el patrón, y luego
preguntó:
—¿Ya ti?
—Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro
Gran Padre San Francisco volvió a ordenar.
—"Que de todos los ángeles del cielo
venga el que menos vale, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de
gasolina excremento humano"
—¿Y entonces?
—Un ángel que ya no valía, viejo, de patas
escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su
sitio, llegó ante nuestro Gran Padre; llegó bien cansado, con las alas
chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande.
—"Oye viejo —ordenó nuestro gran Padre
a ese pobre ángel— embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que
hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo
como puedas. ¡Rápido!".
—Entonces con sus manos nudosas, el ángel
viejo, sacando el excremento de la lata me cubrió desigual, el cuerpo, así como
se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado, Y aparecía
avergonzado, en la luz del cielo, apestando.
—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón—
¡Continúa! ¿O todo concluye allí?...
—No, padrecito mío, señor mío. Cuando
nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro
Gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya
a mi, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras
nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria, y luego
dijo: "Todo cuando los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho.
Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". El viejo ángel
rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran
fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.
Tayta: padre, señor; mama: madre,
tenora. Kuna: forma el plural; cha, el diminutivo.
Lucha a zurriago entre solteros,
en carnavales.
Rasu-Ñiti:
que aplasta nieve.
Dios montaña que se presenta en figura
de cóndor.