LITERATURA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA
3° A – B
LITERATURA
ESPAÑOLA ANTERIOR A LA GUERRA CIVIL
El primer nuevo movimiento deportivo de la
literatura española del siglo XX es el Modernismo, creado por Rubén Darío en
Hispanoamérica. El desgaste del lenguaje modernista hizo que surgiesen críticos
y detractores desde su mismo seno, como es el caso de Antonio Machado y Juan
Ramón Jiménez (quien busca una depuración del simbolismo y un alejamiento del
preciosismo. La palabra clave será pureza, la cual, según la poética
juanramoniana, es tanto como desnudez: economía de medios, un extremado rigor
en la construcción del poema).
Las vanguardias españolas ocupan un espacio
paralelo al anterior, cuando no compartido. La recepción de la vanguardia en
España es un fenómeno bastante inmediato. Ya en 1909, la revista Prometeo
publica el manifiesto futurista del italiano Marinetti. En la misma revista,
Gómez de la Serna publica «El concepto de la nueva literatura», que bien puede
considerarse como la primera manifestación original de esta tendencia.
Los rasgos que caracterizan ese nuevo
espíritu son:
·
la asunción
de los nuevos inventos,
·
la
integración de las artes,
·
la
indistinción entre vida y literatura,
·
las rupturas
lógicas o la libertad formal.
Hacia 1923 el impulso renovador de las
vanguardias ultraísta y creacionista -movimientos pioneros de la vanguardia
española- comienza a flaquear y los escritores tientan caminos nuevos. Quien
mejor definirá esos valores literarios emergentes es José Ortega y Gasset,
personalidad de considerable influjo en el panorama literario español. Su
estudio La deshumanización del arte (1925), es fundamental para comprender las
ideas estéticas de esa década. El nuevo arte, según este pensador, tiende a
considerarse como juego y nada más. En ese sentido, el nuevo arte sí es «puro»,
en cuanto «deshumanizado», y también es necesariamente minoritario e impopular.
La importancia del factor estético hará que se use mucho la metáfora.
La Generación de 1927 no ofrece poéticas
explícitas como tal grupo. En los comienzos, la poética de estos autores tiene
mucho de voluntad integradora:
·
lenguaje
renovador, de raíz vanguardista y centrado en la imagen;
·
adscripción
a la llamada «deshumanización» o «poesía pura»;
·
rigor
constructivo;
·
consciente
asunción de la tradición propia, que españoliza el lenguaje cosmopolita de las
vanguardias. En especial, el del surrealismo. De hecho, a lo que más contribuye
el surrealismo español -desde el punto de vista histórico- es al cambio de
rumbo de la lírica española desde la búsqueda de la pureza hacia una pretendida
impureza y «rehumanización»; cambio que se realiza a finales de los veinte y
comienzos de los treinta, en pleno tránsito hacia fórmulas republicanas.
La rebelión militar y el estallido de la
guerra civil española conducirán la poesía a un terreno donde la misma idea de
pureza parecería un sarcasmo. Como es lógico, predomina la literatura de
tendencia y agitación en ambos bandos en conflicto.
Nómina del 27: Pedro Salinas, Jorge Guillén,
Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Rafael
Alberti, Dámaso Alonso, Emilio Prados, José Moreno Villa y Manuel Altolaguirre.
LA NARRATIVA ESPAÑOLA ANTERIOR A 1936
El siglo XX se inicia en España con un amplio
movimiento de renovación cultural y artística que tiene dos momentos
significativos: la Generación de 1898 (Miguel de Unamuno, Azorín, Ramón María
del Valle-Inclán, Pío Baroja) y la llamada Generación de 1914.
Esta renovación alcanza muy particularmente
al relato novelístico, al que impulsa a ensayar nuevas fórmulas. Así, propicia
no sólo el desarrollo de una novela de corte psicológico, sino de una novela
lírica en la que predomina la expresión de la subjetividad. Relacionada con
esta actitud hay que considerar el escaso interés que los escritores de este
periodo muestran hacia el relato tradicional de acontecimientos según un orden
cronológico; y ello a pesar del enorme éxito de otro conjunto de narradores que
se ciñen a los modos clásicos del relato para ponerlos ya al servicio del
entretenimiento o la mera diversión, ya al del impulso reformista y social
(Blasco Ibáñez, Felipe Trigo, v.gr.).
La ruptura del relato tradicional se logra
mediante una gran variedad de procedimientos estructurales y estilísticos más o
menos innovadores:
·
multiplicación
de puntos de vista,
·
digresiones
intelectualistas,
·
preciosismo
lingüístico que viene a revelar al narrador en detrimento del mundo narrado,
simbolismo.
Esta línea renovadora la prolongarán los
escritores del 14, muy especialmente Ramón Pérez de Ayala, Gabriel Miró y Ramón
Gómez de la Serna- sin desistir aún en su afán de encontrar un punto de
equilibrio entre el realismo y el experimentalismo aislador. El resultado es la
creación de un corpus novelístico que conjuga el acceso a un público
potencialmente amplio con una exigencia de valoración estética. Y eso sin que
se diluya en su totalidad la marcada preocupación reformista y social que tiñe
la actividad de gran parte de los autores e intelectuales del momento.
El clima cultural en el que surge la joven
novelística del 27 se caracteriza, pues, por una actitud antirrealista y por un
decidido afán experimental. Esta nueva narrativa se congregó en la serie Nova
Novorum de la Revista de Occidente. Allí se fragua un tipo de relato que ensaya
la incorporación a la narración:
·
del estilo
metafórico propio de la poesía,
·
del
fragmentarismo en boga en las artes plásticas y
·
de la visión
dinámica aprendida en el cine.
Se trata, por tanto, de una novela en la que
la narración se libera de la dependencia de la historia, que rompe con la
disposición lineal del tiempo, y que abre un amplio espacio para el
distanciamiento irónico o humorístico.
Toda la narrativa del 27 se puede ordenar en
dos grandes vertientes: la novela lírico-intelectual (Benjamín Jarnés, Antonio
Espina, Mauricio Bacarisse, Francisco Ayala, Pedro Salinas) y la humorística
(Jardiel Poncela, Edgar Neville).
Sin embargo, la crítica ha ignorado, cuando
no despreciado, la importancia de este relevante grupo de escritores que
sintoniza perfectamente con las modernas tendencias europeas de la época.
NARRATIVA SOCIAL
Pese a la repercusión de las Vanguardias,
entre finales de la década de los 20 y 1935 surge una generación de narradores
que, opuesta al arte deshumanizado, cultiva una novela realista y de finalidad
social. Esta nueva generación se propone una manifiesta rehabilitación de lo
humano, del valor testimonial y de la trascendencia moral y política de la
literatura. Figura clave en esta evolución de la novela es José Díaz Fernández.
Junto a él, son considerados precursores de la narrativa comprometida Joaquín
Arderíus, Ramón J. Sender y César Arconada.
LITERATURA
ESPAÑOLA POSTERIOR A LA GUERRA CIVIL
CONTEXTO HISTÓRICO-FILOSÓFICO
En 1939 acaba la Guerra Civil, y con ella
comienza una nueva época tanto literaria como social. Durante esta se da la
dictadura de Franco, hasta su muerte en 1975 y la consiguiente proclamación de
Adolfo Suárez como presidente del gobierno. Desde entonces se ha venido dando
un bipartidismo imperfecto en el que PP y PSOE se alternan en el poder. A raíz
de la Guerra Civil y de la 2ª Guerra Mundial aparece en el contexto filosófico
un pesimismo exacerbado en ambos bandos, que entra en contraste con el periodo
de exaltación de los vencedores, nada más acabar la guerra. El Régimen tendrá
un importante papel de censura, y las manifestaciones artísticas se verán por
tanto cohibidas
LA LÍRICA ESPAÑOLA DESPUÉS DE 1939
Si, en 1927, Góngora era erigido estandarte
de los nuevos poetas durante el tricentenario de su muerte, en 1936, el
centenario de la muerte de Garcilaso de la Vega supondrá el cambio hacia el
nuevo gusto. De ahí que se hable de «garcilasismo»: una corriente poética que
lo toma como modelo para la recuperación de formas clásicas —como el soneto— y
excusa para una temática fascista basada en el Amor, Dios o el Imperio, que
choca radicalmente con la realidad española del momento.
1944 es un año que marcará una inflexión en
este escenario de cartón piedra, y ello por Hijos de la ira (1944), de Dámaso
Alonso, que cataliza todo el malestar acumulado y abre una vía para la
manifestación de lo que aún no se puede nombrar sencillamente. La reacción
antigarcilasista se basa en una estética de confrontación indirecta: frente al
neoclasicismo, la libertad formal; frente al triunfalismo, la duda o el dolor;
frente a la retórica clerical, el diálogo con un Dios conflictivo. Estas
corrientes existenciales se encontrarán en las revistas Espadaña (León, 1944),
en torno a Victoriano Crémer y Eugenio de Nora, Corcel (Valencia, 1942) o Proel
(Santander, 1944).
Hay excepciones en ese panorama
mayoritariamente realista y existencial:
·
El fenómeno
de la vanguardia postista, con su revista Postismo, cuya primera etapa va de
1945 a 1949. El postismo recupera el gusto por el juego, consustancial a la
vanguardia, en torno a los nombres de Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro
o Ángel Crespo.
·
La
prolongación de un cierto surrealismo explícito, de la mano de Juan Eduardo
Cirlot y Sombra del Paraíso, de Vicente Aleixandre.
·
El grupo de
la revista Cántico, de Córdoba, cuya primera etapa irá de 1947 a 1949, en el
cual se da una reivindicación del Sur y la Belleza muy deudora del modernismo,
o bien la recuperación —también a contracorriente del ambiente literario
dominante— de la imagen y lo sensual de la poética del 27, concretamente de
Luis Cernuda.
La década de los 50 trae consigo el auge de
la poesía social, que busca profundizar en la estética realista con un sesgo
marcadamente de izquierda. Característica es la creencia en la poesía como
«instrumento, entre otros, para transformar el mundo» (tal como escribía
Gabriel Celaya) y como comunicación, algo que va a teorizar Carlos Bousoño, a
partir de ideas de Aleixandre. Otros autores de esta generación son José Hierro
y Ángel González.
Los llamados «Poetas del 50» desarrollarán lo
más personal de su obra en los sesenta. Sin embargo, sus primeros pasos se
darán en esta tendencia social. La originalidad del grupo del 50, y la clave de
lo más renovador de su lenguaje, está en que, aún dentro del realismo, ellos
entierran la concepción de la poesía como instrumento, sea para transformar el
mundo (Celaya), sea para la comunicación intersubjetiva (Bousoño). La negación
más temprana de estas ideas parte del artículo de Carlos Barral «Poesía no es
comunicación», publicado en el número 23 de Laye, en 1953. En él, Barral afirma
que la poesía es ante todo un medio de conocimiento, y en primer lugar, para el
propio poeta.
El abandono de cualquier posible concepción
instrumental de la poesía supone circunscribir la realidad referida a unas
coordenadas muy concretas, cotidianas. Así, Jaime Gil de Biedma presenta su
propia poesía como «poesía de la experiencia».
En 1970, Castellet publica su antología Nueve
novísimos poetas españoles, partida de nacimiento de una nueva promoción y,
sobre todo, de una nueva estética, ya curada de realismos. La antología permite
vislumbrar algunos rasgos que se asentarán en el futuro inmediato:
·
La decidida
vocación profesoral y reflexiva de todo un sector de estos escritores,
·
la
insistencia en el collage cultural.
Otros autores que no fueron recogidos en la
antología Nueve novísimos poetas españoles y que pertenecen con distintas
estéticas a esa misma generación del 70 son: Ramón Irigoyen, Antonio Carvajal,
Marcos Ricardo Barnatán, Francisco Gálvez, Antonio Colinas, Jenaro Talens,
Jaime Siles, Álvaro Salvador Jesús Munárriz,Luis Alberto de Cuenca y Justo
Navarro.
Los poetas que se han dado a conocer
alrededor de 1980 han procurado crear al margen de escuelas, normas, consignas
y modas. Escasamente preocupados por las rupturas violentas, han mirado con
respeto (para adaptarla a su nueva sensibilidad, tomarla como ejemplo o
parodiarla) hacia una larga tradición que va desde los clásicos, los
simbolistas e impresionistas hasta los poetas de los cincuenta —en especial,
Francisco Brines y Jaime Gil de Biedma—. Por el contrario, ha habido poco
interés en prolongar la estética de los novísimos.
Jaime Siles señala las siguientes
características para estos poetas:
·
Declive de
la estética novísima;
·
recuperación
de los poetas del 50;
·
relectura de
la tradición y revisión de las nóminas generacionales;
·
importancia
de la poesía escrita por mujeres, que son quienes modifican el sistema
referencial; y
·
acuñación de
un nuevo paradigma que, pese a su pluralidad, se polariza, y cuyos rasgos
distintivos más visibles son:
a.
la vuelta a
la métrica, a la rima y a la estrofa;
b.
el uso del
lenguaje coloquial y el empleo de términos del ámbito cotidiano;
c.
la
readaptación de la épica;
d.
el interés
por la elegía;
e.
la
reintroducción del humor, el pastiche y la parodia;
f.
la temática
urbana y la cotidianeidad;
g.
el
sentimiento de lo íntimo y lo individual;
h.
la
presencia, casi como denominador común en las poéticas, de tres palabras-clave
que imantan el núcleo generador de los distintos discursos: emoción, percepción
y experiencia;
i.
un cambio en
el sistema referencial;
j.
énfasis en
la experiencia, en la emoción, en la percepción y en la inteligibilidad del
texto;
k.
abomina de
lo conceptual y lo abstracto.
De las
variadas líneas que ha seguido la poesía de esta época, hay que destacar:
·
La tendencia
a un lirismo reflexivo, es decir, a un predominio de lo emocional sobre lo
racional. La expresión de la intimidad, las meditaciones sobre las propias
experiencias, las preocupaciones intelectuales y vitales, hedonistas, metafísicas,
místicas, neorrománticas e, incluso, sociales pasan ahora a un primer plano.
·
El triunfo
de la experiencia sobre la imaginación ha sido también común a los ya numerosos
poetas que, mediante la reivindicación con frecuencia del desaliño, del
prosaísmo, de las imperfecciones estilísticas, del humor y de la ironía han
pretendido dar cuenta de sus vivencias cotidianas y de sus particulares
relaciones con el entorno urbano.
·
El cultivo
de la poesía del silencio, concreta, minimalista. Los adscritos a esta tendencia,
mediante un afanoso esfuerzo de experimentación con el lenguaje, se han
caracterizado por una firme vocación de desprendimiento de todo aquello que
puede entorpecer la comunicación y por el despojamiento de lo que imposibilite
acercarse al núcleo esencial de lo que hay, existe, es o nos parece que es.
Todos han puesto un extremo celo en el uso de la palabra que se quiere esencial
y tensa, depurada y concisa, en la estela de los presupuestos de la «poesía
pura».
Algunos poetas que se dieron a conocer
alrededor de 1980 y en años posteriores son: Blanca Andreu, Felipe Benítez
Reyes, Matilde Camus, Francisco Domene, Jesús Ferrero, Álvaro García, Luis
García Montero, Menchu Gutiérrez, Rafael Inglada, Salvador López Becerra,
Salvador López Becerra, Julio Llamazares, Ana Rossetti, Pilar
Quirosa-Cheyrouze, Andrés Trapiello, Álvaro Valverde, Fernando de Villena,
Antonio Enrique, Roger Wolfe, José Carlos Cataño.
LA NOVELA POSTERIOR A 1939
NARRATIVA DURANTE LA DICTADURA FRANQUISTA:
DESDE 1939 HASTA 1975
Las novelas de los años inmediatamente
posteriores a la Guerra Civil demuestran una total dependencia de las
tendencias vigentes en el primer tercio del siglo. Con todo, el exilio, la
represión y la censura configuran un precario panorama, agravado por las penurias
editoriales y, en general, por el empobrecimiento intelectual del país.
A la sombra de la cultura oficial, pasarán a
primer plano los jóvenes del nuevo orden -que ya habían dado muestras de su
belicosidad ideológica y literaria a comienzos de los años treinta- junto a
novelistas anteriores que se reacomodan a la situación. Ello explica el
conformismo de una exigua producción novelística, entre testimonial y
panfletaria, que entronca remotamente con la novela comprometida de preguerra.
Junto a esta «novela de los vencedores» hay
otra corriente, denominada «neorromántica» o «estetizante», que se nutre de los
rescoldos del modernismo, de la experimentación novelesca unamuniana, del
preciosismo valleinclanesco y del desenfadado espíritu narrativo de los años
veinte. En la vertiente más estimulante de este esteticismo se encuentran las
novelas del primer Zunzunegui, junto a La novela número 13 (1940) y El bosque
animado (1943) de Wenceslao Fernández Flórez y otras de Tomás Borrás, Julio
Camba o Villalonga, además de Alfonso Albalá.
Una tercera vía recurrirá al siempre
frecuentado venero del realismo decimonónico. Sin embargo, las cautelas
existentes ante la tarea de afrontar la realidad llevan a mirar hacia el
pasado. Así sucederá con algunas novelas del Zunzunegui de mediados de siglo o
con La ceniza fue árbol (entre 1944 y 1957 sus tres primeras entregas),
trilogía-río de Ignacio Agustí sobre la burguesía catalana.
La familia de Pascual Duarte de Cela (1942),
Javier Mariño (1943) de Gonzalo Torrente Ballester, Nada (1945) de Carmen
Laforet y las primeras novelas de Miguel Delibes suponen el encuentro de la
novela de posguerra con la realidad cotidiana.
La década del cincuenta da paso al llamado
realismo social, el cual pretende -mediante el recuerdo de la guerra y sus
secuelas, la actitud crítica, los personajes colectivos (alienados, explotados,
víctimas)- desenmascarar situaciones sociales injustas en clara correspondencia
con las que se suceden en la realidad de cada día. Esta tendencia, predominante
a lo largo de la década, revitaliza el realismo tradicional a partir de
estímulos externos contemporáneos, entre los que se encuentran el cine
neorrealista y la novela americana e italiana. Cimas de esta corriente pueden
considerarse La colmena, de Camilo José Cela y La noria, de Luis Romero.
Aparecida en 1962, Tiempo de silencio de Luis
Martín Santos marca un considerable avance en la evolución de la narrativa de
la posguerra. Su mérito estriba en el tratamiento distanciado de la crítica
social mediante un alarde lingüístico y técnico que orienta la creación
novelesca hacia un horizonte formal más rico y novedoso.
Puede afirmarse que la década de los sesenta
supone, en lo que a la historia de la novela se refiere, una cierta clausura de
la interminable posguerra. Nuevas circunstancias económicas, sociológicas y
culturales (mínima relajación de la censura, las repercusiones del mayo francés
del 68, el conocimiento del nouveau roman, el llamado boom de la novela
hispanoamericana, el reencuentro con algunos novelistas del exilio, la sintonía
con el experimentalismo europeo) propician una mayor libertad de ejecución
entre los cultivadores del género. Esta mayor libertad da pie a una
experimentación narrativa, de la que surgen obras como Don Juan, de Gonzalo
Torrente Ballester; El roedor de Fortimbrás, de Gonzalo Suárez; Señas de
identidad, de Juan Goytisolo, Volverás a Región, de Juan Benet; El mercurio, de
José María Guelbenzu. Si bien no debemos olvidar que esta tendencia
experimental tenía precedentes: las Tentativas (1946), de Gabriel Celaya, el
realismo mágico del Alfanhui (1951), de Rafael Sánchez Ferlosio o la
desbordante fantasía de Álvaro Cunqueiro.
En vísperas de la muerte de Franco, este
proceso experimentador quedará coronado por personales y sólidas realizaciones,
entre las que se cuentan Una meditación (1970) y Un viaje de invierno (1972),
de Juan Benet; Reivindicación del Conde don Julián (1970), de Juan Goytisolo;
La saga/fuga de J. B. (1972), de Gonzalo Torrente Ballester; El gran momento de
Mary Tribune (1972), de Juan García Hortelano o Si te dicen que caí (1973), de
Juan Marsé.
NARRATIVA DESDE 1975 HASTA NUESTROS DÍAS
La Narrativa posterior a 1975 conoce un
progresivo auge hasta nuestros días, que se manifiesta básicamente en la amplia
producción y edición de novelas y relatos cortos -es significativa la
recuperación de este género tradicionalmente poco valorado-, con el
consiguiente aumento de las colecciones dedicadas a la narrativa, traducciones
de textos españoles a otras lenguas y proliferación de títulos, premios,
reseñas, suplementos, revistas, etc., que, si bien constituyen indicios de
vitalidad del género, no facilitan el establecimiento de unas líneas
dominantes, sino que ofrecen más bien un panorama confuso del fenómeno
narrativo. Por ello, las características que se presentan en las líneas
siguientes constituyen tan sólo puntos de referencia que han de tomarse con
reservas, dado que, si hay algo que define a la nueva novela, es precisamente
la falta de unos criterios universales.
Características principales de la narrativa
última:
·
Sin
renunciar por completo a la renovación formal, tiende a utilizar recursos más
tradicionales.
·
No tiene ya
como objetivo preferente la búsqueda o la experimentación, sino que prefiere la
vuelta al placer de contar.
·
Quedan lejos
ya las intenciones políticas o sociales y cualquier clase de finalidad
didáctica o ideológica.
·
Ausencia de
maestros, pese a que no falten influencias concretas reseñables.
·
Coexisten
temas, motivos, estilos y maneras de contar muy diversos entre sí.
·
Abundan los
tonos humorísticos, lúdicos o irónicos, pero también están presentes los aires
nostálgicos o líricos en novelas de fuerte carácter intimista; los tratamientos
culturalistas, exquisitos o refinados; el empleo libre y sin trabas de la fantasía.
No es frecuente, sin embargo, el empeño por el realismo a ultranza.
·
Por lo
general, han desaparecido los grandes personajes y han sido sustituidos muchas
veces por seres desvalidos e inseguros.
LENGUAJE, ESTRUCTURAS Y ESTILOS LITERARIOS
En cuanto al lenguaje, se advierte una
notable preocupación formal que muchas veces deriva en un barroquismo o en un
amaneramiento de la prosa, pero que, por lo general, revela la sensibilidad y
la preparación cultural y literaria de los narradores jóvenes y su esfuerzo por
lograr un estilo personal y de calidad. No es raro que muchas de las novelas de
los jóvenes autores constituyan auténticos ejercicios de virtuosismo
lingüístico.
La estructura narrativa se ha hecho más
ligera, variada y dinámica como consecuencia del experimentalismo de los
sesenta y setenta, pero también ha tendido al empleo de formas sencillas, no
demasiado alejadas de las tradicionales: por lo general, se prescinde de
disposiciones del texto que resulten trabajosas para el lector.
Aunque no es posible proceder a una
clasificación siquiera mínimamente rigurosa, se sugiere el siguiente esbozo de
clasificación que atiende a los motivos temáticos y formales dominantes y
básicos:
1. Novela negra o de carácter policíaco, sobre
la que han ejercido notable influencia los narradores de la generación
inmediatamente anterior, como Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta)
y Manuel Vázquez Montalbán (la serie de novelas protagonizadas por el detective
Carvalho, por ejemplo), y a la que puede adscribirse la producción de Juan
Madrid, Andréu Martín, Arturo Pérez-Reverte, etc.
2.
Novela
histórica, en sentido extenso. Esta tendencia venía desarrollándose desde años
atrás y a ella no han sido ajenos algunos novelistas de las generaciones
precedentes: Gonzalo Torrente Ballester (La isla de los jacintos cortados),
Eduardo Mendoza (La ciudad de los prodigios), Jesús Femández Santos
(Extramuros), etc. Han proliferado últimamente los escritores sobre cuestiones
históricas como Juan Eslava Galán (En busca del unicornio), Arturo
Pérez-Reverte (El húsar, El maestro de esgrima), Antonio Muñoz Molina (Beatus
ille, El jinete polaco), Julio Llamazares (Luna de lobos), Lourdes Ortiz
(Urraca), Antonio Enrique (Santuario del odio, La espada de Miramamolín),
Fernando de Villena (Iguazú, El testigo de los tiempos), etc.
3.
Novela
culturalista. Esta tendencia es patente en diversas manifestaciones de la
creación artística a partir de los novísimos y el grupo de poetas que
comenzaron a escribir en torno al año 70. Uno de ellos, Antonio Colinas, ha
publicado durante la década de los ochenta sus dos novelas, verdaderos
paradigmas de la corriente culturalista (Un año en el Sur y Larga carta a
Francesca). El culturalismo como tendencia es heterogéneo: en ocasiones evoca
ambientes de épocas pasadas, y se confunde con la novela histórica; describe
con minuciosidad ambientes exquisitos atemporales o presentes, pero vinculados
a la creación estética; recrea motivos literarios, legendarios o mitológicos.
pero, sobre todo, elige como motivo la reflexión acerca del proceso creativo.
Podrían adscribirse al grupo algunas novelas de Álvaro Pombo, Jesús Ferrero
—cuya narrativa, al menos durante su primera etapa, está marcada por gustos
exóticos (Bélver Yin, Opium)—, Álvaro del Amo (Los melómanos), Pedro Zarraluki
(Las fantásticas aventuras del barón Boldan), Javier Marías (Los dominios del
lobo, Travesía del horizonte, Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la
batalla piensa en mí, Tu rostro mañana), Antonio Enrique (La armónica Montaña),
Fernando de Villena (Sueño y destino).
4.
Novela
intimista. Aunque no es fácil deslindar esta categoría, ya que el intimismo
constituye una de las notas dominantes de la nueva narrativa, pueden
considerarse en este apartado aquellas novelas que de manera directa o metafórica
recojan un intento de ahondar en las raíces de la propia personalidad que se
presenta casi siempre como desasistida y frustrada. En algunos autores es
perceptible un profundo lirismo presente en la historia misma o en su expresión
formal y literaria, como ocurre con Julio Llamazares (La lluvia amarilla),
Adelaida García Morales (El sur, Bene); en otros, la historia aparece tamizada
por la ironía, el sarcasmo o, simplemente por la actitud de desesperanza o
desidia, como en Juan José Millás (El desorden de tu nombre), Ignacio Martínez
de Pisón (Nuevo plano de la ciudad secreta) y Fernando Delgado (Isla sin mar).
5. Novela experimental. El evidente retroceso
del experimentalismo que caracterizó al período anterior no ha impedido ni la
presencia minoritaria de una corriente experimental entre los narradores
jóvenes (Jorge Márquez, Julián Ríos y Aliocha Coll, por ejemplo) ni, sobre
todo, la asimilación de una renovación formal presente en muchos de los
novelistas jóvenes. Por lo demás, el experimentalismo se ha prolongado en la
narrativa de autores más veteranos como Miguel Espinosa (La fea burguesía) o
Juan Benet (Saúl ante Samuel).
EL TEATRO ESPAÑOL EN LA SEGUNDA MITAD DEL
SIGLO XX
Las angustias existenciales, primero, y las
inquietudes sociales, más tarde, habituales también en la poesía, el cine y la
narrativa española de la época, adquieren especial relieve en la obra de
Antonio Buero Vallejo y en la de Alfonso Sastre, quien funda, en 1950, el TAS
(Teatro de Agitación Social) y, en 1960, el Grupo de Teatro Realista (G.T.R.).
A la sombra de ambos autores van a surgir, a
partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta, diversos dramaturgos
—Lauro Olmo, José Martín Recuerda—, a los que habitualmente se agrupa bajo la
denominación de Generación realista.
Dichos autores, con la intención de poner al
descubierto las injusticias y contradicciones existentes en el seno de la
sociedad española, y sin adscripción específica a una ideología concreta,
sienten inclinación por un teatro crítico, comprometido y testimonial. También,
con el fin de establecer un paralelismo entre el pasado y el presente, cultivan
con frecuencia el teatro histórico. Todos ellos se mantuvieron al margen de los
experimentos vanguardistas y del teatro del absurdo. Sin embargo, la estética
realista deriva, con frecuencia, hacia el esperpento (en Martín Recuerda) y
hacia la farsa popular y el ambiente desgarrado del sainete (en Lauro Olmo).
Muy avanzada la década de los sesenta
comienza a desarrollarse un teatro de carácter experimental y vanguardista, que
ha recibido diversas denominaciones: subterráneo, del silencio, maldito,
marginado, inconformista, soterrado, innombrable, encubierto, de alcantarilla,
etc. Entre sus representantes, de muy distinta formación y edades, hay que
mencionar a: Fernando Arrabal, quien inició su carrera mucho antes, Francisco
Nieva, que alcanzará notables éxitos a partir de 1975, y Miguel Romero Esteo,
cordobés afincado en Málaga.
Surgen también numerosos grupos
independientes —Els Joglars, Els Comediants, Dagoll Dagom, La Cuadra, Teatro
Libre, etc.— que buscaron con ahínco una línea de trabajo peculiar e
inconfundible.
Sin embargo, el tan esperado florecimiento
teatral no se produjo. Las obras publicadas o estrenadas en este período de
tiempo ofrecen, con pocas excepciones, un interés limitado, y, como
consecuencia, el público, que, además, tiene cubiertas, a través del cine y de
otras formas de comunicación, sus necesidades de diversión y de verse
representado artísticamente, se siente cada vez menos atraído por este género
literario.
De los dramaturgos que iniciaron su carrera
en décadas precedentes, Antonio Buero Vallejo y Antonio Gala han mantenido una
presencia continuada en los escenarios. Los vinculados a la corriente realista
que dominó en los años cincuenta y sesenta, en las escasas obras que han podido
estrenar, han mostrado, junto a su fidelidad a antiguos presupuestos estéticos,
una mayor inclinación por recrear e interpretar asuntos de la historia pasada.
Los autores del teatro experimental que proliferó entre 1968 y 1975 han tenido,
si se exceptúa a Francisco Nieva, grandes dificultades para dar a conocer sus
producciones. Aunque no son un autor individual, merece destacar en este
apartado del teatro de experimentación al grupo La Fura dels Baus.
Los dramaturgos que al terminar la guerra, o
en épocas posteriores, se exiliaron —Max Aub, Rafael Alberti, León Felipe,
Pedro Salinas, José Bergamín, Jacinto Grau, etc.— permanecieron, con
excepciones irrelevantes, alejados de nuestros escenarios.
Mejor acogida han tenido otros dramaturgos de
la vieja guardia — Ramón María del Valle-Inclán, Federico García Lorca y, en
menor medida, Miguel Mihura, Jardiel Poncela y Alejandro Casona.
Por otra parte, diversos novelistas y
ensayistas —Carmen Martín Gaite, Eduardo Mendoza, Miguel Delibes, Javier Tomeo,
Fernando Savater— han hecho sus pinitos en este género, con creaciones
originales o con adaptaciones dramáticas de algunos de sus relatos.
También, como ha ocurrido en épocas pasadas,
los empresarios han abierto sus puertas, preferentemente, a los cultivadores de
un teatro de evasión, humorístico, de corte folletinesco o moralizador y de
crítica amable y superficial. Entre los más favorecidos han estado Ana Diosdado
y Juan José Alonso Millán.
De los dramaturgos que han iniciado o
consolidado su carrera en estos años, algunos —Álvaro del Amo, Sergi Belbel,
Vicente Molina Foix, entre otros— han permanecido fieles a procedimientos
vanguardistas e innovadores —las exploraciones de mundos oníricos, la
apropiación de técnicas habituales en el cine y en el teatro del absurdo y el
intento de derribar las barreras que separan la realidad de la ficción y la
vida de la apariencia han sido los más habituales— y, en algunos casos, se han
decantado por actitudes nihilistas y por la denuncia, mediante el empleo a
veces de símbolos y alegorías, de diversos aspectos de la sociedad
contemporánea. Otros —en especial, Fermín Cabal, Fernando Fernán Gómez, Paloma
Pedrero, Jesús Campos y José Sanchís Sinisterra—, aunque puedan servirse
esporádicamente de técnicas más novedosas, se han esforzado por revitalizar el
sainete, la farsa, el esperpento, la comedia de costumbres, el drama
naturalista y el realismo poético y fantástico. A través de estas modalidades
dramáticas han pretendido dar testimonio de los problemas de la sociedad en que
viven (la violencia, el paro, la droga, la delincuencia y las más diversas
formas de opresión social), en encontrar nuevos ángulos para enfrentarse a
conflictos habituales del ser humano (la soledad, la incomunicación, el
desvalimiento, la marginación, el amor, el sexo, la frustración, la
desesperanza, la necesidad de romper con prejuicios atávicos, las posibilidades
de un cambio social, encaradas casi siempre con notable escepticismo, etc.) o
han tenido como meta el juego intrascendente y ameno.
FEDERICO GARCÍA LORCA
Fuente Vaqueros, España, 1898 - Víznar, id.,
1936) Poeta y dramaturgo español. Los primeros años de la infancia de Federico
García Lorca transcurrieron en el ambiente rural de su pequeño pueblo granadino,
para después ir a estudiar a un colegio de Almería.
A partir de 1919, se instaló en Madrid, en la
Residencia de Estudiantes, donde conoció a Juan Ramón Jiménez y a Machado, y
trabó amistad con poetas de su generación y artistas como Buñuel o Dalí. En
este ambiente, Lorca se dedicó con pasión no sólo a la poesía, sino también a
la música y el dibujo, y empezó a interesarse por el teatro. Sin embargo, su
primera pieza teatral, El maleficio de la mariposa, fue un fracaso.
En 1921 publicó su primera obra en verso,
Libro de poemas, con la cual, a pesar de acusar las influencias románticas y
modernistas, consiguió llamar la atención. Sin embargo, el reconocimiento y el
éxito literario de Federico García Lorca llegó con la publicación, en 1927, de
Canciones y, sobre todo, con las aplaudidas y continuadas representaciones en
Madrid de Mariana Pineda, drama patriótico.
Entre 1921 y 1924, al mismo tiempo que
trabajaba en Canciones, escribió una obra basada en el folclore andaluz, el
Poema del cante jondo (publicado en 1931), un libro ya más unitario y madurado,
con el que experimenta por primera vez lo que será un rasgo característico de
su poética: la identificación con lo popular y su posterior estilización culta,
y que llevó a su plena madurez con el Romancero gitano (1928), que obtuvo un
éxito inmediato. En él se funden lo popular y lo culto para cantar al pueblo
perseguido de los gitanos, personajes marginales marcados por un trágico
destino. Formalmente, Lorca consiguió un lenguaje personal, inconfundible, que
reside en la asimilación de elementos y formas populares combinados con audaces
metáforas, y con una estilización propia de las formas de poesía pura con que
se etiquetó a su generación.
Tras este éxito, Lorca viajó a Nueva York,
ciudad en la que residió como becario durante el curso 1929-1930. Las
impresiones que la ciudad imprimió en su ánimo se materializaron en Poeta en
Nueva York (publicada póstumamente en 1940), un canto angustiante, con ecos de
denuncia social, contra la civilización urbana y mecanizada de hoy. Las formas
tradicionales y populares de sus anteriores obras dejan paso en esta otra a
visiones apocalípticas, hechas de imágenes ilógicas y oníricas, que entroncan
con la corriente surrealista francesa, aunque siempre dentro de la poética
personal de Lorca.
De nuevo en España, en 1932 Federico García
Lorca fue nombrado director de La Barraca, compañía de teatro universitario que
se proponía llevar a los pueblos de Castilla el teatro clásico del Siglo de
Oro. Su interés por el teatro, tanto en su vertiente creativa como de difusión,
responde a una progresiva evolución hacia lo colectivo y un afán por llegar de
la forma más directa posible al pueblo. Así, los últimos años de su vida los
consagró al teatro, a excepción de dos libros de poesía: Diván del Tamarit,
conjunto de poemas inspirados en la poesía arabigoandaluza, y el Llanto por
Ignacio Sánchez Mejías (1936), hermosa elegía dedicada a su amigo torero, donde
combina el tono popular con imágenes de filiación surrealista.
Las últimas obras de Federico García Lorca
son piezas teatrales. Yerma (1934) es una verdadera tragedia al modo clásico,
incluido el coro de lavanderas, con su corifeo que dialoga con la protagonista
comentando la acción. Parecido es el asunto en Bodas de Sangre (1933), donde un
suceso real inspiró el drama de una novia que huye tras su boda con un antiguo
novio (Leonardo). La huida, llena de premoniciones, en la que la propia muerte
aparece como personaje, presagia un final al que se viene aludiendo desde la
primera escena y en el que ambos hombres se matarán, segando así la posibilidad
de continuidad de la estirpe por ambas ramas y renovando la muerte del padre
del novio a manos de la familia de Leonardo. De esta manera, la pasión y la
autobúsqueda concluyen con la destrucción de todo el orden establecido.
Entre toda ellas destaca La Casa de Bernarda
Alba (1936), donde la pasión por la vida de la joven Adela, encerrada en su
casa junto con sus hermanas a causa del luto de su padre y oprimida bajo el
yugo de una madre tiránica, se rebelará sin temor a las últimas consecuencias.
De esta manera, su pasión por la vida se estrellará contra el muro de
incomprensión de su familia concluyendo todo con su eliminación. Junto con la
figura de la protagonista, destaca la serie de retratos femeninos que realiza
el autor, desde la propia Bernarda hasta la vieja criada confidente de todas
(La Poncia), la hermana amargada y envidiosa (Martirio) o la abuela enloquecida
que se opone a la tiranía de Bernarda.
La casa de Bernarda Alba, considerada su obra
maestra, fue también la última, ya que ese mismo año, al estallar la guerra
civil, fue detenido por las fuerzas franquistas y fusilado diez días más tarde,
bajo acusaciones poco claras que señalaban hacia su papel de poeta,
librepensador y personaje susceptible de alterar el «orden social».
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