PLATERO Y YO
A la memoria de AGUEDILLA, la pobre loca de la calle del Sol que me
mandaba moras y claveles.
Prologuillo
Suele creerse que yo escribí
“Platero y yo” para los niños, que es un libro para niños.
No. En , “La Lectura”, que sabía que yo estaba con ese
libro, me pidió que adelantase un conjunto de sus páginas más idílicas para su
“Biblioteca Juventud”. Entonces, alterando la idea momentánea, escribí este
prologo:
“Advertencia a los
hombres que lean este libro para niños: Este breve libro, en donde la
alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito
para... ¡qué se yo para quién!... para quien escribimos los poetas líricos...
Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien!
“Dondequiera que haya niños—dice Novalis—existe una edad de oro.” Pues por esa
edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón
del poeta, y se encuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tener que
abandonarlo nunca.
¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los
niños; siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su
lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol
blanco del amanecer!
Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque
creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas
excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y
para mujeres, etc.
Capítulo primero
Platero
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que
se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de
sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con
su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo
llamo dulcemente: ¿Platero? y viene a mí con un trotecillo alegre que parece
que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las
uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de
miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero
fuerte y seco por dentro como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos,
por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio
y despaciosos, se quedan mirándolo: —Tien’ asero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al
mismo tiempo.
Capítulo segundo
Mariposas blancas
La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridades malvas y
verdes perduran tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras,
de campanillas, de fragancia de hierba, de canciones, de cansancio y de anhelo.
De pronto, un hombre oscuro. con una gorra y un pincho, roja un instante la cara
fea por la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable, perdida
entre sacas de carbón. Platero se amedrenta.
—¿Ba argo?
—Vea usted... Mariposas blancas...
El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el
seroncillo, y no lo evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal
pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los Consumos...
Capítulo tercero
Juegos del anochecer
Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos,
ateridos, por la oscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco,
los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco
a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo...
Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan
unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado
algo de comer, se creen unos príncipes:
—Mi pare tie un reló e plata.
—Y er mío, un cabayo.
—Y er mío, una ejcopeta.
Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará
el hambre, caballo que llevará a la miseria... El corro, luego. Entre tanta
negrura, una niña forastera, que habla de otro modo, la sobrina del Pájaro
Verde, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente,
cual una princesa:
Yo soy laaa viudita del Condeee de Oréé...
...¡Sí, sí.!
¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la
primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno.
—Vamos, Platero...
Capítulo cuarto
El eclipse
Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la
frente sintió el fino aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en
un pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendo en Su escalera amparada, una
a una. Alrededor, el campo enlutó su verde, cual si el velo morado del altar
mayor lo cobijase. Se vió, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron,
pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura por blancura las azoteas! Los que
estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor, pequeños y
oscuros en aquel silencio reducido del eclipse.
Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, con el
anteojo de larga vista, con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas
partes: desde el mirador, desde la escalera del corral. desde la ventana del
granero, desde la cancela del patio. por sus cristales granas y azules...
Al ocultarse el sol que un momento antes, todo lo hacía dos,
tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo,
sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera
cambiado onzas primero y luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro
chico, mohoso y ya sin cambio. ¡Qué tristes y qué pequeñas las calles, las
plazas, la torre, los caminos de los montes!
Platero parecía, allá en el corral,
un burro menos verdadero, diferente y recortado; otro burro...
Capítulo quinto
Escalofrío
La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los
prados soñolientos se ven, vagamente, no sé qué cabras negras, entre las
zarzamoras... Alguien se esconde, tácito, a nuestro pasar... Sobre el vallado,
un almendro inmenso, níveo de flor y de luna, revuelta la copa con una nube
blanca, cobija el camino asaeteado de estrellas de marzo... Un olor penetrante
a naranjas..., humedad y silencio... La cañada de las Brujas...
—¡Platero, qué... frío!
Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en
el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras
rosas de cristal se enredara, queriendo retenerlo, a su trote...
Y trota Platero, cuesta arriba, encogida la grupa cual si
alguien le fuese a alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave, que parece que
nunca llega, del pueblo que se acerca...
Capítulo sexto
La miga
Si tú vinieras, Platero. con los demás niños, a la miga,
aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de
las Figuras de cera —el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de
flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en
su verde elemento—; más que el médico y el cura de Palos, Platero.
Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡ eres tan grandote
y tan poco fino ! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a
escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a
cantar, di, el Credo?
No. Doña Domitila —de hábito de Padre Jesús Nazareno, morado
todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero— te tendría, a lo
mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría
con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu
merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan
calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a
llover...
No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores
y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán,
cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes
ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas
dobles que las tuyas.
Capítulo séptimo
El loco
Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero
negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de
Platero.
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas
de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los
harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas. Corren detrás
de nosotros. Chillando largamente:
—¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!
...Delante “está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso
y puro, de un incendiado añil, mis ojos —¡tan lejos de mis oídos! —se abren
noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad
armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte...
Y quedan. allá lejos, por las
altas eras, unos agudos gritos, velados finamente entrecortados, jadeantes,
aburridos:
—¡El lo...co! ¡El lo...co!
Capítulo octavo
Judas
¡No te asustes, hombre! ¿Qué te pasa? Vamos, quietecito Es
que están matando a Judas, tonto. Sí. Están matando a Judas. Tenían puesto uno
en el Monturrio, otro en la calle de Enmedio; otro ahí. En el Pozo del Concejo
Yo los vi anoche, fijos como por una fuerza sobrenatural en el aire, invisible
en la oscuridad la cuerda que, de doblado a balcón. Los sostenía ¡Qué grotescas
mezcolanzas de viejos sombreros de copa y mangas de mujer, de caretas de
ministros y miriñaques, bajo las estrellas serenas! Los perros les ladraban sin
irse del todo, y los caballos, recelosos, no querían pasar bajo ellos...
Ahora las campanas dicen. Platero, que el velo del altar
mayor se ha roto No creo que haya quedado escopeta en el pueblo sin disparar a
Judas Hasta aquí llega el olor de la pólvora ¡Otro tiro! ¡Otro!
...Sólo que Judas, hoy, Platero, es el diputado, o la
maestra, o el forense, o el recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cada
hombre descarga su escopeta cobarde, hecho niño esta mañana del Sábado Santo,
contra el que tiene su odio, en una superposición de vagos y absurdos
simulacros primaverales.
Capítulo noveno
Las brevas
Fue el alba neblinosa y cruda,
buena para las brevas, y, con las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica.
Aún, bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos
grises enlazaban en la sombra fría, como bajo una falda, sus muslos opulentos,
dormitaba la noche; y las anchas hojas — que se pusieron Adán y Eva— atesoraban
un fino tejido de perlillas de rocío que empalidecía su blanda verdura Desde
allí dentro se veía, entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más
viva cada vez, los velos incolores del Oriente.
...Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada da
higuera. Rociíllo cogió conmigo la primera hoja de una, en un sofoco de risas y
palpitaciones “Toca aquí.” Y me ponía mi mano, con la suya, en su corazón,
sobre el que el pecho joven subía y bajaba como una menuda ola prisionera.
Adela apenas sabía correr, gordiflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le
arranqué a Platero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el asiento
de una cepa vieja, para que no se aburriera.
El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con
risas en la boca y lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva en la frente.
Seguimos Rociíllo y yo y, más que nunca por la boca, comimos brevas por los
ojos, por la nariz, por las mangas, por la nuca, en un griterío agudo y sin
tregua que caía, con las brevas desapuntadas, en las viñas frescas del
amanecer. Una breva le dió a Platero, y ya fue el blanco de la locura. Como el infeliz
no podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y un diluvio blando y
azul cruzó el aire puro, en todas direcciones, como una metralla rápida.
Un doble reír, caído y cansado,
expresó desde el suelo el femenino rendimiento.
Capítulo diez
¡Ángelus!
Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas
azules, rosas blancas, sin color... Diríase que el cielo se deshace en rosas.
Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros, las manos... ¿Qué haré
yo con tantas rosas?
—¿Sabes tú, quizá, de dónde es esta blanda flora, que yo no
sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje y lo deja dulcemente
rosado, blanco y celeste—más rosas, más rosas—, como un cuadro de Fra Angélico,
el que pintaba la gloria de rodillas?
De las siete galerías del Paraíso se creyera que tiran rosas
a la tierra. Cual en una nevada tibia y vagamente colorida, se quedan las rosas
en la torre, en el tejado, en los árboles. Mira: todo lo fuerte se hace, con su
adorno, delicado. Más rosas, más rosas, más rosas...
Parece, Platero, mientras suena el Angelus, que esta vida
nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva,
más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a
las estrellas, que se encienden ya entre las rosas... Más rosas... Tus ojos,
que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas.
Capítulo once
El moridero
Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el
carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los
montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no
tienen quien los quiera. No serán, descarnadas y sangrientas tus costillas por
los cuervos —tal la espina de un barco sobre el ocaso grana—, el espectáculo
feo de los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan en el coche
de las seis; ni, hinchado y rígido entre las almejas podridas de la gavia, el
susto de los niños que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta,
cogiéndose a las ramas, cuando salen las tardes de domingo, al otoño, a comer
piñones tostados por los pinares.
Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie deI pino
grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al
lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus
sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás
cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será
gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices
y los verderones te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de
música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante de
Moguer.
Capítulo doce
La púa
Entrando en la dehesa de los
Caballos, Platero ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo...
—Pero, hombre, ¿qué te pasa?
Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando
la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena
ardiente del camino.
Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón,
su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja. Una púa larga
y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo de
esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me lo he
llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente
le lama, con su larga lengua pura, la heridilla.
Después hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él
detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda...
Capítulo trece
Las golondrinas
Ahí la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha en su nido
gris del cuadro de la Virgen de Montemayor, nido respetado siempre. Está la
infeliz como asustada. Me parece que esta vez se han equivocado las pobres
golondrinas, como se equivocaron, la semana pasada, las gallinas, recogiéndose
en su cobijo cuando el sol de las dos se eclipsó. La primavera tuvo la
coquetería de levantarse este año más temprano; pero ha tenido que guardar de
nuevo, tiritando, su tierna desnudez en el lecho nublado de marzo. ¡Da pena ver
marchitarse, en capullo, las rosas vírgenes del naranjal!
Están ya aquí, Platero, las golondrinas, y apenas se las
oye, como otros años, cuando el primer día de llegar lo saludan y lo curiosean
todo, charlando sin tregua en su rizado gorjeo. Le contaban a las flores lo que
habían visto en Africa, sus dos viajes por el mar, echadas en el agua, con el
ala por vela, o en las jarcias de los barcos; de otros ocasos, de otras
auroras, de otras noches con estrellas...
No saben qué hacer. Vuelan mudas, desorientadas, como andan
las hormigas cuando un niño les pisotea el camino. No se atreven a subir y
bajar por la calle Nueva en insistente línea recta con aquel adornito al fin,
ni a entrar en sus nidos de los pozos, ni a ponerse en los alambres del
telégrafo, que el Norte hace zumbar, en su cuadro clásico de carteras, junto a
los aisladores blancos... ¡Se van a morir de frío, Platero!
Capítulo catorce
La cuadra
Cuando, al mediodía, voy a ver a Platero, un transparente
rayo del sol de las doce enciende un gran lunar de oro en la plata blanda de su
lomo. Bajo su barriga, por el oscuro suelo, vagamente verde, que todo lo
contagia de esmeralda, el techo viejo llueve claras monedas de fuego.
Diana, que está echada entre las patas de Platero, viene a
mí, bailarina, y me pone sus manos en el pecho, anhelando lamerme la boca con
su lengua rosa. Subida en lo más alto del pesebre, la cabra me mira curiosa,
doblando la fina cabeza de un lado y de otro, con una femenina distinción.
Entre tanto, Platero, que, antes de entrar yo, me había ya saludado con un
levantado rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre al mismo tiempo.
Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me
voy un momento, rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio. Luego,
subiéndome a una piedra, miro el campo.
El paisaje verde nada en la lumbrarada florida y soñolienta,
y en el azul limpio que encuadra el muro astroso, suena, dejada y dulce, una
campana.
Capítulo quince
El potro castrado
Era negro, con tornasoles granas, verdes y azules, todos de
plata, como los escarabajos y los cuervos. En sus ojos nuevos rojeaba a veces
un fuego vivo, como en el puchero de Ramona, la castañera de la plaza del
Marqués. ¡ Repiqueteo de su trote corto, cuando de la Friseta de arena entraba,
campeador, por los adoquines de la calle Nueva! ¡ Qué ágil, qué nervioso, qué
agudo fue, con su cabeza pequeña y sus remos finos!
Pasó, noblemente, la puerta baja del bodegón, más negro que
él mismo sobre el colorado sol del Castillo, que era fondo deslumbrante de la
nave, suelto el andar, juguetón con todo. Después, saltando el tronco de pino,
umbral de la puerta, invadió de alegría el corral verde, y de estrépito de
gallinas, palomas y gorriones. Allí lo esperaban cuatro hombres, cruzados los
velludos brazos sobre las camisetas de colores. Lo llevaron bajo la pimienta.
Tras una lucha áspera y breve, cariñosa un punto, ciega luego, lo tiraron sobre
el estiércol, y, sentados todos sobre él, Darbón cumplió su oficio, poniendo un
fin a su luctuosa y mágica hermosura.
Thy unus’d beauty must
be tomb’dwith thee, Which used, lives th’ executor to be.
—Dice Shakespeare a su amigo—.
...Quedó el potro, hecho caballo, blando, sudoroso,
extenuado y triste. Un solo hombre lo levantó, y, tapándolo con una manta, se
lo llevó, lentamente, calle abajo.
¡Pobre nube vana, rayo ayer, templado y sólido! Iba como un
libro descuadernado. Parecía que ya no estaba sobre la tierra; que entre sus
herraduras y las piedras, un elemento nuevo lo aislaba, dejándolo sin razón,
igual que un árbol desarraigado, cual un recuerdo, en la mañana violenta,
entera y redonda de primavera.
Capítulo dieciséis
La casa de enfrente
¡Que encanto siempre, platero, en mi niñez, el de la casa de
enfrente a la mía! Primero, en la calle de la Ribera, la casilla de Arreburra,
el aguador, con su corral al Sur, dorado siempre de sol, desde donde yo miraba
a Huelva, encaramándome en la tapia. Alguna vez me dejaban ir, un momento, y la
hija de Arreburra, que entonces me parecía una mujer, y que ahora, ya casada,
me parece como entonces, me daba azamboas y besos... Después, en la calle
Nueva—luego Cánovas, luego Fray Juan Pérez—, la casa de don José, el dulcero de
Sevilla, que me deslumbraba con sus botas de cabritilla de oro, que ponía en la
pita de su patio cascarones de huevos, que pintaba de amarillo canario con
fajas de azul marino las puertas de su zaguán; que venía, a veces, a mi casa, y
mi padre le daba dinero, y él le hablaba siempre del olivar... ¡Cuántos sueños
le ha mecido a mi infancia esa pobre pimienta que, desde mi balcón, veía yo,
llena de gorriones, sobre el tejado de don José!. (Eran dos pimientas que no
uní nunca: una, la que veía, copa con viento o sol, desde mi balcón; otra, la
que veía en el corral de don José, desde su tronco...)
Las tardes claras, las siestas de lluvia, a cada cambio leve
de cada día o de cada hora, ¡qué interés, qué atractivo tan extraordinario,
desde mi cancela, desde mi ventana, desde mi balcón, en el silencio de la
calle, el de la casa de enfrente!
Capítulo diecisiete
El niño tonto
Siempre que volvíamos por la calle de San José, estaba el
niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de
los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la
palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su
madre, nada para los demás. Un día, cuando pasó por la calle blanca aquel mal
viento negro, no vi ya al niño en su puerta. Cantaba un pájaro en el solitario
umbral, y yo me acordé de Curros, padre más que poeta, que, cuando se quedó sin
su niño, le preguntaba por él a la mariposa gallega:
Volvoreta d’aliñas douradas...
A hora que viene la primavera, pienso en el niño tonto, que
desde la calle de San José se fue al cielo. Estará sentado en su sillita, al
lado de las rosas únicas, viendo con sus ojos, abiertos otra vez, el dorado
pasar de los gloriosos.
Capítulo dieciocho
La fantasma
La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa y
fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se
envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía
dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio
dormidos, en la salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol,
con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de
aquel modo, como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la
visión sepulcral que traía de los altos oscuros; pero, al mismo tiempo,
fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud sensual...
Nunca olvidaré. Platero, aquella noche de septiembre. La
tormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una hora, como un corazón malo,
descargando agua y piedra entre la desesperadora insistencia del relámpago y
del trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio. Los últimos
acompañamientos —el coche de las nueve, las ánimas, el cartero— habían ya
pasado... Fui, tembloroso, a beber al comedor, y en la verde blancura de un
relámpago, vi el eucalipto de las Velarde —el árbol del cuco, como le decíamos,
que cayó aquella noche—, doblado todo sobre el tejado del alpende...
De pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un
grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa. Cuando volvimos a la
realidad, todos estábamos en sitio diferente del que teníamos un momento antes,
y como solos todos, sin afán ni sentimiento de los demás. Uno se quejaba de la
cabeza, otro de los ojos, otro del corazón... Poco a poco fuimos tornando a
nuestros sitios.
Se alejaba la tormenta... La luna, entre unas nubes enormes
que se rajaban de abajo arriba, encendía de blanco en el patio el agua que todo
lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba y venía a la escalera del corral,
ladrando loco. Lo seguimos... Platero, abajo ya, junto a la flor de la noche
que mojada, exhalaba un nauseabundo olor, la pobre Anilla, vestida de fantasma,
estaba muerta, aún encendido el farol en su mano negra por el rayo.
Capítulo diecinueve
Paisaje grana
La cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por
sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor, el
pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las hierbas y las florecillas,
encendidas y transparentes, embalsaman el instante sereno de una esencia
mojada, penetrante y luminosa.
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de
ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de aguas de carmín, de
rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se
hacen líquidos al tocarlos él; y hay por su enorme garganta como un pasar
profuso de umbrías aguas de sangre.
El paraje es conocido; pero el momento lo trastorna y lo
hace extraño, ruinoso y monumental. Se dijera, a cada instante, que vamos a
descubrir un palacio abandonado... La tarde se prolonga más allá de sí misma, y
la hora, contagiada de eternidad, es infinita, pacífica, insondeable...
—Anda, Platero.
Capítulo veinte
El loro
Estábamos jugando con Platero y con el loro, en el huerto de
mi amigo, el médico francés, cuando una mujer joven, desordenada y ansiosa,
llegó, cuesta abajo, hasta nosotros. Antes de llegar, avanzando el negro ver
angustiado a mí, me había suplicado:
—Zeñorito, ¿ejtá ahí eze médico?
Tras ella venían ya unos chiquillos astrosos, que, a cada
instante, jadeando, miraban camino arriba; al fin, varios hombres que traían a
otro, lívido y decaído. Era un cazador furtivo de esos que cazan venados en el
coto de Doñana. La escopeta, una absurda escopeta vieja amarrada con tomiza, se
le había reventado, y el cazador traía el tiro en un brazo. Mi amigo se llegó,
cariñoso, al herido; le levantó unos míseros trapos que le habían puesto, le
lavó la sangre y le fue tocando huesos y músculos. De cuando en cuando me
decía:
—Ce n’est rien...
Caía la tarde. De Huelva llegaba un olor a marisma, a brea,
a pescado... Los naranjos redondeaban, sobre el Poniente rosa, sus apretados
terciopelos de esmeralda. En una lila, lila y verde, el loro, verde y rojo, iba
y venía, curioseándonos con sus ojitos redondos.
Al pobre cazador se le llenaban
de sol las lágrimas saltadas; a veces dejaba oír un ahogado grito. Y el loro:
—Ce n’est rien...
Mi amigo ponía al herido
algodones y vendas... El pobre hombre:
—¡Aaay!
Y el loro, entre las lilas:
—Ce n’est rien... Ce
n’est rien...
Capítulo veintiuno
La azotea
Tú Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber
qué honda respiración ensancha el pecho cuando, al salir a ella de la
escalerilla oscura de madera, se siente uno quemado en el sol pleno del día,
anegado de azul como al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal, con
la que, como sabes, se da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe
el agua de las nubes.
¡Qué encanto el de la azotea! Las campanas de la torre están
sonando en nuestro pecho, al nivel de nuestro corazón, que late fuerte; se ven
brillar, lejos, en las viñas, los azadones, con una chispa de plata y sol; se
domina todo: las otras azoteas, los corrales, donde la gente, olvidada, se
afana, cada uno en lo suyo —el sillero, el pintor, el tonelero las manchas de
arbolado de los corralones, con el toro o la cabra; el cementerio, adonde a
veces llega, pequeñito, apretado y negro, un inadvertido entierro de tercera;
ventanas con una muchacha en camisa que se peina, descuidada, cantando; el río,
con un barco que no acaba de entrar; graneros, donde un músico solitario ensaya
el cornetín, o donde el amor violento hace, redondo, ciego y cerrado, de las
suyas...
La casa desaparece como un sótano. ¡Qué extraño, por la
montera de cristales, la vida ordinaria de abajo: las palabras, los ruidos, el
jardín mismo, tan bello desde él; tú, Platero, bebiendo, en el pilón, sin
verme, o jugando, como un tonto, con el gorrión o la tortuga!
Capítulo veintidós
Retorno
Veníamos los dos, cargados, de
los montes: Platero, de almoraduj yo, de lirios amarillos.
Caía la tarde de abril. Todo lo que en el Poniente había
sido cristal de oro, era luego cristal de plata; una alegoría, lisa y luminosa,
de azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue cual un zafiro
transparente, trocado en esmeralda. yo volvía triste...
Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de
refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto
monumental. Parecía, de cerca, como una Giralda vista de lejos, y mi nostalgia
de ciudades, aguda con la primavera, encontraba en ella un consuelo
melancólico.
Retorno..., ¿adónde?, ¿de qué?, ¿para qué?... Pero los
lirios que venían conmigo olían más en la frescura tibia de la noche que se
entraba; olían con un olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que
salía de la flor sin verse la flor, flor de olor sólo, que embriagaba el cuerpo
y el alma desde, la sombra solitaria.
—¡Alma mía, lirio en la sombra!—dije.
Y pensé, de pronto, en Platero,
que, aunque iba debajo de mí, se me había, como si fuera mi cuerpo, olvidado.
Capítulo veintitrés
La verja cerrada
Siempre que íbamos a la bodega del Diezmo, yo daba la vuelta
por la pared de a calle de San Antonio y me venía a la verja cerrada que da al
campo. Ponía mi cara contra los hierros y miraba a derecha e izquierda, sacando
los ojos ansiosamente, cuanto mi vista podía alcanzar. De su mismo umbral,
gastado y perdido entre ortigas y malvas, una vereda sale y se borra, bajando,
en las Angustias. Y, vallado suyo abajo, va un camino ancho y hondo por el que
nunca pasé...
¡Qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de hierros de la
verja, el paisaje y el cielo mismos que fuera de ella se veían! Era como si una
techumbre y una pared de ilusión quitaran de lo demás el espectáculo, para
dejarlo solo a través de la verja cerrada... Y se veía la carretera, con su
puente y sus álamos de humo, y el horno de ladrillos, y las lomas de Palos, y
los vapores de Huelva, y, al anochecer, las luces del muelle de Ríotinto y el
eucalipto grande y solo de los Arroyos sobre el morado ocaso último...
Los bodegueros me decían, riendo, que la verja no tenía
llave... En mis sueños, con las equivocaciones del pensamiento sin cauce, la
verja daba a los más prodigiosos jardines, a los campos más maravillosos... Y
así como una vez intenté, fiado en mi pesadilla, bajar volando la escalera de
mármol, fui, mil veces, con la mañana, a la verja, seguro de hallar tras ella
lo que mi fantasía mezclaba, no sé si queriendo o sin querer, a la realidad...
Capítulo veinticuatro
Don José, el cura
Ya, Platero, va ungido y
hablando con miel. Pero la que en realidad es siempre angélica es su burra, la
señora.
Creo que lo viste un día en su huerta, calzones de marinero,
sombrero ancho, tirando palabrotas y guijarros a los chiquillos que le robaban
las naranjas. Mil veces has mirado, los viernes, al pobre Baltasar, su casero,
arrastrando por los caminos la quebradura, que parece el globo del circo, hasta
el pueblo, para vender sus míseras escobas o para rezar con los pobres por los
muertos de los ricos...
Nunca oí hablar más mal a un hombre ni remover con sus
juramentos más alto el cielo. Es verdad que él sabe, sin duda, o al menos así
lo dice en su misa de las cinco, dónde y cómo está allí cada cosa... El árbol,
el terrón, el agua, el viento, la candela; todo esto, tan gracioso, tan blando,
tan fresco, tan puro, tan vivo, parece que son para él ejemplo de desorden, de
dureza, de frialdad, de violencia, de ruina. Cada día, las piedras todas del
huerto reposan la noche en otro sitio, disparadas, en furiosa hostilidad,
contra pájaros y lavanderas, niños y flores.
A la oración, se trueca todo. El silencio de don José se oye
en el silencio del campo. Se pone sotana, manteo y sombrero de teja, y, casi
sin mirada, entra en el pueblo oscuro, sobre su burra lenta, como Jesús en la
muerte...
Capítulo veinticinco
La primavera
¡Ay, qué relumbres y olores! ¡Ay, cómo ríen los prados!
¡Ay,
qué alboradas se oyen!
ROMANCE
POPULAR.
En mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada
chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo, desesperado,
de la cama. Entonces, al mirar el campo por la ventana abierta, me doy cuenta
de que los que alborotan son los pájaros.
Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡Libre
concierto de picos, fresco y sin fin! La golondrina riza, caprichosa, su gorjeo
en el pozo; silba el mirlo sobre la naranja caída; de fuego, la oropéndola
charla, de chaparro en chaparro; el chamariz ríe larga y menudamente en la cima
del eucalipto, y, en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente.
¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de
plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las
flores, por la casa—ya dentro, ya fuera—, en el manantial. Por doquiera, el
campo se abre en estadillos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva.
Parece que estuviéramos dentro
de un gran panal de luz, que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa
encendida.
Capítulo veintiséis
El aljibe
Míralo; está lleno de las últimas lluvias, Platero. No tiene
eco, ni se ve, allá en su fondo, como cuando está bajo, el mirador con sol,
joya policroma tras los cristales amarillos y azules de la montera.
Tú no has bajado nunca al aljibe, Platero. Yo, sí; bajé
cuando lo vaciaron, hace años. Mira; tiene una galería larga, y luego un cuarto
pequeñito. Cuando entré en él, la vela que llevaba se me apagó y una salamandra
se me puso en la mano. Dos fríos terribles se cruzaron en mi pecho cual dos
espadas que se cruzaran como dos fémures bajo una calavera... Todo el pueblo
está socavado de aljibes y galerías, Platero. El aljibe más grande es el del
patio del Salto del Lobo, plaza de la ciudadela antigua del Castillo. El mejor
es este de mi casa, que, como ves, tiene el brocal esculpido en una pieza sola
de mármol alabastrino. La galería de la iglesia va hasta la viña de los
Puntales, y allí se abre al campo, junto al río. La que sale del hospital nadie
se ha atrevido a seguirla del todo, porque no acaba nunca...
Recuerdo, cuando era niño, las noches largas de lluvia, en
que me desvelaba el rumor sollozante del agua redonda que caía, de la azotea,
en el aljibe. Luego, a la mañana, íbamos, locos, a ver hasta dónde había
llegado el agua. Cuando estaba hasta la boca, como está hoy, ¡qué asombro, qué
gritos, qué admiración!
... Bueno, Platero. Y ahora voy a darte un cubo de esta agua
pura y fresquita, el mismo cubo que se bebía de una vez Villegas, el pobre
Villegas, que tenía el cuerpo achicharrado ya del coñac y del aguardiente...
Capítulo veintisiete
El perro sarnoso
Venía, a veces, flaco y anhelante, a la casa del huerto. El
pobre andaba siempre huido, acostumbrado a los gritos y a las pedreas. Los
mismos perros le enseñaban los colmillos. Y se iba otra vez, en el sol del
mediodía, lento y triste, monte abajo.
Aquella tarde llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, el
guarda, que en un arranque de mal corazón había sacado la escopeta, disparó
contra él. No tuve tiempo de evitarlo. El mísero, con el tiro en las entrañas,
giró vertiginosamente un momento, en un redondo aullido agudo y cayó muerto
bajo una acacia.
Platero miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. Diana,
temerosa, andaba escondiéndose de uno en otro. El guarda, arrepentido quizá,
daba largas razones no sabía a quién, indignándose sin poder, queriendo acallar
su remordimiento. Un velo parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el
velo pequeñito que nubló el ojo sano del perro asesinado.
Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban, más
recientes cada vez hacia la tormenta, en el hondo silencio aplastante que la
siesta tendía por el campo aún de oro, sobre el perro muerto.
Capítulo veintiocho
Remanso
Espérate, Platero... O pace un rato en ese prado tierno, si
lo prefieres. Pero déjame ver a mí este remanso bello, que no veo hace tantos
años...
Mira cómo el sol, pasando su agua espesa, le alumbra la
honda belleza verdeoro, que los lirios de celeste frescura de la orilla
contemplan extasiados... Son escaleras de terciopelo, bajando en repetido
laberinto; grutas mágicas con todos los aspectos ideales que una mitología de
ensueño trajese a la desbordada imaginación de un pintor interno; jardines,
venustianos que hubiera creado la melancolía permanente de una reina loca de
grandes ojos verdes; palacios en ruinas, como aquel que ví en aquel mar de la
tarde, cuando el sol poniente hería, oblicuo, el agua baja... Y más, y más, y
más; cuanto el sueño más difícil pudiera robar, tirando a la belleza fugitiva
de su túnica infinita, al cuadro recordado de una hora de primavera con dolor,
en un jardín de olvido que no existiera del todo... Todo pequeñito, pero
inmenso, porque parece distante; clave de sensaciones innumerables, tesoro del
mago más viejo de la fiebre...
Este remanso, Platero, era mi corazón antes. Así me lo
sentía, bellamente envenenado, en su soledad, de prodigiosas exuberancias
detenidas... Cuando el amor humano lo hirió, abriéndole su dique, corrió la
sangre corrompida, basta dejarlo puro, limpio y fácil, como el arroyo de los
Llanos, Platero, en la más abierta, dorada y caliente hora de abril.
A veces, sin embargo, una pálida mano antigua me lo trae a
su remanso de antes, verde y solitario, y allí lo deja encantado, fuera de él,
respondiendo a las llamadas claras, “por endulzar su pena”, como Hylas a
Alcides en el idilio de Chénier, que ya te he leído, con una voz “desentendida
y vana”...
Capítulo veintinueve
Idilio de abril
Los niños han ido con Platero al arroyo o de los chopos, y
ahora lo traen trotando, entre juegos sin razón y risas desproporcionadas, todo
cargado de flores amarillas. Allá abajo les ha llovido —aquella nube fugaz que
veló el prado verde con sus hilos de oro y plata, en los que tembló, como en
una lira de llanto, el arco iris—. Y sobre la empapada lana del asnucho, las
campanillas mojadas gotean todavía.
¡Idilio fresco, alegre, sentimental! ¡Hasta el rebuzno de
Platero se hace tierno bajo la dulce carga llovida! De cuando en cuando vuelve
la cabeza y arranca las flores a que su bocota alcanza. Las campanillas, níveas
y gualdas, le cuelgan, un momento, entre el blanco babear verdoso y luego se le
van a la barrigota cinchada. ¡Quién, como tú, Platero, pudiera comer flores...,
y que no le hicieran daño!
¡Tarde equívoca de abril!... Los ojos brillantes y vivos de
Platero copian toda la hora del sol y lluvia, en cuyo ocaso, sobre el campo de
San Juan, se ve llover, deshilachada, otra nube rosa.
Capítulo treinta
El canario vuela
Un día el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de su
jaula. Era un canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al que yo no había
dado libertad por miedo de que se muriera de hambre o de frío, o de que se lo
comieran los gatos.
Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto, en el
pino de la puerta, por las lilas. Los niños estuvieron, toda la mañana también,
sentados en la galería, absortos en los breves vuelos del pajarillo
amarillento. Libre, Platero holgaba junto a los ronsales, jugando con una
mariposa.
A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande,
y allí se quedó largo tiempo, latiendo en el tibio sol que declinaba. De
pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula, otra vez
alegre.
¡Qué alborozo en el jardín! Los niños saltaban, tocando las
palmas, arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca, los seguía, ladrándole
a su propia y riente campanilla; Platero, contagiado, en un oleaje de carnes de
plata, igual que un chivillo, hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un
vals tosco, y poniéndose en las manos, daba coces al aire claro y suave.
Capítulo treinta y uno
El demonio
De pronto, con un duro y solitario trote, doblemente sucio
en una alta nube de polvo, aparece, por la esquina del Trasmuro, el burro. Un
momento después, jadeantes, subiéndose los caídos pantalones de andrajos, que
les dejan fuera las oscuras barrigas, los chiquillos, tirándole rodrigones y
piedras.
Es negro, grande, viejo, huesudo—otro arcipreste—; tanto que
parece que se le va a agujerear la piel sin pelo por doquiera. Se para, y,
mostrando unos dientes amarillos, como habones, rebuzna a lo alto ferozmente,
con una energía que no cuadra a su desgarbada vejez... ¿Es un burro perdido?
¿No lo conoces, Platero? ¿Qué querrá? ¿De quién vendrá huyendo, con ese trote
desigual y violento?
Al verlo, Platero hace cuerno, primero, ambas orejas con una
sola punta, se las deja luego una en pie y otra descolgada, y se viene a mí, y
quiere esconderse en la cuneta, y huir, todo a un tiempo. El burro negro pasa a
su lado, le da un rozón, le tira la albarda, lo huele, rebuzna contra el muro
del convento y se va trotando, Trasmuro abajo...
...Es, en el calor, un momento extraño de escalofrío— ¿mío,
de Platero?—, en el que las cosas parecen trastornadas, como si la sombra baja
de un paño negro ante el sol ocultase, de pronto, la soledad deslumbradora del
recodo del callejón, en donde el aire, súbitamente quieto, asfixia... Poco a
poco, lo lejano nos vuelve a lo real. Se oye, arriba, el vocerío mudable de la
plaza del Pescado, donde los vendedores que acaban de llegar de la Ribera
exaltan sus asedías, sus salmonetes, sus brecas, sus mojarras, sus bocas; la
campana de vuelta, que pregona el sermón de mañana; el pito del amolador...
Platero tiembla aún, de cuando en cuando, mirándome,
acoquinado, en la quietud muda en que nos hemos quedado los dos, sin saber por
qué...
—Platero, yo creo que ese burro no es un
burro...
Y Platero, mudo, tiembla de nuevo todo él de un solo
temblor, blandamente ruidoso, y mira, huido, hacia la gavia, hosca y
bajamente...
Capítulo treinta y dos
Libertad
Llamó mi atención, perdida por las flores de la vereda, un
pajarillo lleno de luz, que, sobre el húmedo prado verde, abría sin cesar su
preso vuelo policromo. Nos acercamos despacio, yo delante, Platero detrás.
Había por ahí un bebedero umbrío, y unos muchachos traidores le tenían puesta
una red a los pájaros. El triste reclamillo se levantaba hasta su pena,
llamando, sin querer, a sus hermanos del cielo.
La mañana era clara, pura, traspasada de azul. Caía del
pinar vecino un leve concierto de trinos exaltados, que venía y se alejaba, sin
irse, en el manso y áureo viento marero que ondulaba las copas. ¡Pobre
concierto inocente, tan cerca del ma corazón!
Monté en Platero, y, obligándolo con las piernas, subimos,
en un agudo trote, al pinar. En llegando bajo la sombría cúpula frondosa, batí
palmas, canté, grité. Platero, contagiado, rebuznaba una vez y otra, rudamente.
Y los ecos respondían, hondos y sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los
pájaros se fueron a otro pinar, cantando.
Platero, entre las lejanas maldiciones de los chiquillos
violentos, rozaba su cabezota peluda contra mi corazón, dándome las gracias
hasta lastimarme el pecho.
Capítulo treinta y tres
Los húngaros
Míralos, Platero, tirados en
todo su largor, como tienden los perros cansados el mismo rabo, en el sol de la
acera.
La muchacha, estatua de fango, derramada su abundante
desnudez de cobre entre el desorden de sus andrajos de lanas granas y verdes,
arranca la hierbaza seca a que sus manos, negras como el fondo de un puchero,
alcanzan. La chiquilla, pelos toda, pinta en la pared, con cisco, alegorías
obscenas. El chiquillo se orina en su barriga como una fuente en su taza,
llorando por gusto. El hombre y el mono se rascan, aquél la greña, murmurando,
y éste las costillas, como si tocase una guitarra.
De cuando en cuando, el hombre se incorpora, se levanta
luego, se va al centro de la calle y golpea con indolente fuerza el pandero,
mirando a un balcón. La muchacha, pateada por el chiquillo, canta, mientras
jura desgarradamente, una desentonada monotonía. Y el mono, cuya cadena pesa
más que él, fuera de punto, sin razón, da una vuelta de campana y luego se pone
a buscar entre los chinos de la cuneta uno más blando. Las tres... El coche de
la estación se va, calle Nueva arriba. El sol, solo.
—Ahí tienes, Platero, el ideal de la familia de Amaro... Un
hombre como un roble, que se rasca; una mujer, como una parra, que se echa; dos
chiquillos, ella y él, para seguir la raza, y un mono, pequeño y débil como el
mundo, que les da de comer a todos, cogiéndose las pulgas...
Capítulo treinta y cuatro
La novia
El claro viento del mar sube por la cuesta roja, llega al
prado del cabezo, ríe entre las tiernas florecillas blancas; después, se enreda
por los pinetes sin limpiar y mece, hinchándolas como velas sutiles, las
encendidas telarañas celestes, rosas, de oro... Toda la tarde es ya viento
marino. Y el sol y el viento ¡dan un blando bienestar al corazón!
Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se dijera que
no le peso. Subimos, como si fuésemos cuesta abajo, a la colina. A lo lejos,
una cinta de mar, brillante, incolora, vibra, entre los últimos pinos, en un
aspecto de paisaje isleño. En los prados verdes, allá abajo, saltan los asnos
trabados de mata en mata.
Un estremecimiento sensual vaga por las cañadas. De pronto,
Platero yergue las orejas, dilata las levantadas narices, replegándolas hasta
los ojos y dejando ver las grandes habichuelas de sus dientes amarillos. Está
respirando largamente, de los cuatro vientos, no sé qué honda esencia que debe
transirle el corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra colina, fina y gris sobre el
cielo azul, a la amada. Y dobles rebuznos sonoros y largos desbaratan con su
trompetería la hora luminosa y caen luego en gemelas cataratas.
He tenido que contrariar los instintos amables de mi pobre
Platero. La bella novia del campo lo ve pasar, triste como él, con sus ojazos
de azabache cargados de estampas... ¡Inútil pregón misterioso, que ruedas
brutalmente, como un instinto hecho carne libre, por las margaritas!
Y Platero trota indócil,
intentando a cada instante volverse, con un reproche en su refrenado trotecillo
menudo:
—Parece mentira, parece mentira, parece
mentira...
Capítulo treinta y cinco
La sanguijuela
Espera. ¿Qué es eso, Platero? ¿Qué tienes?
Platero está echando sangre por la boca. Tose y va despacio,
más cada vez. Comprendo todo en un momento. Al pasar esta mañana por la fuente
de Pinete, Platero estuvo bebiendo en ella. y, aunque siempre bebe en lo más
claro y con los dientes cerrados, sin duda una sanguijuela se le ha agarrado a
la lengua o al cielo de la boca...
—Espera, hombre. Enseña...
Le pido ayuda a Raposo, el aperador, que baja por allí del
Almendral, y entre los dos intentamos abrirle a Platero la boca. Pero la tiene
como trabada con hormigón romano. Comprendo con pena que el pobre Platero es
menos inteligente de lo que yo me figuro... Raposo coge un rodrigón gordo, lo
parte en cuatro y procura atravesarle un pedazo a Platero entre las quijadas...
No es fácil la empresa. Platero alza la cabeza al cenit, levantándose sobre las
patas, huye, se revuelve... Por fin, en un momento sorprendido, el palo entra
de lado en la boca de Platero. Raposo se sube en el burro y con las dos manos
tira hacia atrás de los salientes del palo para que Platero no lo suelte.
Sí, allá dentro tiene, llena y negra, la sanguijuela. Con
dos sarmientos hechos tijera se la arranco... Parece un costalillo de almagra o
un pellejillo de vino tinto; y, contra el sol, es como el moco de un pavo
irritado por un paño rojo. Para que no saque sangre a ningún burro más, la
corto sobre el arroyo, que un momento tiñe de la sangre de Platero la espumela
de un breve torbellino...
Capítulo treinta y seis
Las tres viejas
Súbete aquí en el vallado,
Platero. Anda, vamos a dejar que pasen esas pobres viejas...
Deben de venir de la playa o de los montes. Mira. Una es
ciega y las otras dos la traen por los brazos. Vendrán a ver a don Luis, el
médico, o al hospital... Mira qué despacito andan, qué cuido, qué mesura ponen
las dos que ven en su acción. Parece, que las tres temen a la misma suerte.
¿Ves cómo adelantan las manos cual para detener el aire mismo, apartando
peligros imaginarios, con mimo absurdo, hasta las más leves ramitas en flor,
Platero?.
Que te caes, hombre... Oye qué lamentables palabras van
diciendo. Son gitanas. Mira sus trajes pintorescos, de lunares y volantes. . ¿Ves?
Van a cuerpo, no caída, a pesar de la edad, su esbeltez. Renegridas, sudorosas.
sucias, perdidas en el polvo con sol de mediodía, aún una flaca hermosura recia
las acompaña, como un recuerdo seco y duro...
Míralas a las tres, Platero. ¡Con qué confianza llevan la
vejez a la vida, penetradas por la primavera esta, que hace florecer de
amarillo el cardo en la vibrante dulzura de su hervoroso sol!
Capítulo treinta y siete
La carretilla
En el arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta la viña,
nos encontramos, atascada, una vieja carretilla, perdida toda bajo su carga de
hierba y de naranjas. Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda,
queriendo ayudar con el empuje de su pechillo en flor al borricuelo, más
pequeño, ¡ay!, y más flaco que Platero. Y el borriquillo se despechaba contra
el viento, intentando, inútilmente, arrancar del fango la carreta, al grito
sollozante de la chiquilla Era vano su esfuerzo, como el de los niños
valientes, como el vuelo de esas brisas cansadas del verano que se caen, en un
desmayo, entre las flores.
Acaricié a Platero y, como pude, lo enganché a la
carretilla, delante del borrico miserable. Lo obligué entonces, con un cariñoso
imperio, y Platero, de un tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero, y les subió
la cuesta. ¡Qué sonreír el de la chiquilla. Fue como si el sol de la tarde, que
se quebraba, al ponerse entre las nubes de agua, en amarillos cristales, le
encendiese una aurora tras sus tiznadas lágrimas.
Con su llorosa alegría, me ofreció dos escogidas naranjas,
finas, pesadas, redondas. Las tomé, agradecido, y le di una al borriquillo
débil, como dulce consuelo; otra, a Platero, como premio áureo.
Capítulo treinta y ocho
El pan
Te he dicho, Platero, que el alma de Moguer es el vino,
¿verdad? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que un pan de trigo,
blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno — ¡oh sol moreno!—, como
la blanda corteza.
A mediodía, cuando el sol quema más, el pueblo entero
empieza a humear y a oler a pino y a pan calentito. A todo el pueblo se le abre
la boca. Es como una gran boca que come un gran pan. El pan se entra en todo:
en el aceite, en el gazpacho, en el queso y la uva, para dar sabor a beso, en
el vino, en el caldo, en el jamón, en él mismo, pan con pan. También solo, como
la esperanza, o con una ilusión...
Los panaderos llegan trotando en sus caballos, se paran en
cada puerta entornada, tocan las palmas y gritan : “¡El panaderooo!...“ Se oye
el duro ruido tierno de los cuarterones que, al caer en los canas tos que
brazos desnudos levantan, chocan con los bollos, de las hogazas con las
roscas...
Y los niños pobres llaman, al punto, a las campanillas de
las cancelas o a los picaportes de los portones, y lloran largamente hacia
adentro: “¡Un poquiiito de paaan!...”
Capítulo treinta y nueve
Aglae
¡Que reguapo estás hoy, Platero! Ven aquí... ¡Buen jaleo te
ha dado esta mañana la Macaria! Todo lo que es blanco y todo lo que es negro en
ti luce y resalta como el día y como la noche después de la lluvia. ¡Qué guapo
estás, Platero!
Platero, avergonzado un poco de verse así, viene a mí lento,
mojado aún de su baño, tan limpio que parece una muchacha desnuda. La cara se
le ha aclarado, igual que un alba, y en ella sus ojos grandes destellan vivos,
como si la más joven de las Gracias le hubiera prestado ardor y brillantez.
Se lo digo, y en un súbito entusiasmo fraternal, le cojo la
cabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón, le hago cosquillas... Él, bajos los
ojos, se defiende blandamente con las orejas, sin irse, o se liberta, en breve
correr, para pararse de nuevo en seco, como un perrillo juguetón.
—¡Qué guapo estás, hombre! —le repito.
Y Platero, lo mismo que un niño pobre que estrenara un
traje, corre tímido, hablándome, mirándome en su huida con el regocijo de las
orejas, y se queda, haciendo que come unas campanillas coloradas, en la puerta
de la cuadra.
Aglae, la donadora de bondad y de hermosura, apoyada en el
peral que ostenta triple copa de hojas, de peras y de gorriones, mira la escena
sonriendo, casi invisible en la transparencia del sol matinal.
Capítulo cuarenta
El pino de la corona
Dondequiera que paro, Platero, me parece que paro bajo el
pino de la Corona. Adondequiera que llego—ciudad, amor, gloria—me parece que
llego a su plenitud verde y derramada bajo el gran cielo azul de nubes blancas.
El es faro rotundo y claro en los mares difíciles de mi sueño, como lo es de
los marineros de Moguer en las tormentas de la barra; segura cima de mis días
difíciles, en lo alto de su cuesta roja y agria, que toman los mendigos, camino
de Sanlúcar.
¡Qué fuerte me siento siempre que reposo bajo su recuerdo!
Es lo único que no ha dejado, al crecer yo, de ser grande, lo único que ha sido
mayor cada vez. Cuando le cortaron aquella rama que el huracán le tronchó, me
pareció que me habían arrancado un miembro; y, a veces, cuando cualquier dolor
me coge de improviso, me parece que le duele al pino de la Corona.
La palabra magno le cuadra como al mar, como al cielo y como
a mi corazón. A su sombra, mirando las nubes, han descansado razas y razas por
siglos, como sobre el agua, bajo el cielo y en la nostalgia de mi corazón.
Cuando, en el descuido de mis pensamientos, las imágenes arbitrarias se colocan
donde quieren, o en esos instantes en que hay cosas que se ven cual en una
visión segunda y a un lado de lo distinto, el pino de la Corona, transfigurado
en no sé qué cuadro de eternidad, se me presenta, más rumoroso y más gigante
aún, en la duda, llamándome a descansar a su paz, como el término verdadero y
eterno de mi viaje por la vida.
Capítulo cuarenta y uno
Darbón
Darbón, el médico de Platero, es grande como el buey pío,
rojo como una sandía. Pesa once arrobas. Cuenta, según él, tres duros de edad.
Cuando habla le faltan notas, cual a los pianos viejos;
otras veces, en lugar de palabra, le sale un escape de aire. Y estas pifias
llevan un acompañamiento de inclinaciones de cabeza, de manotadas ponderativas,
de vacilaciones chochas, de quejumbres de garganta y salivas en el pañuelo, que
no hay más que pedir. Un amable concierto para antes de la cena.
No le queda muela ni diente, y casi sólo come migajón de
pan, que ablanda primero en la mano. Hace una bola y ¡a la boca roja! Allí la
tiene, revolviéndola, una hora. Luego, otra bola, y otra Masca con las encías,
y la barba le llega, entonces, a la aguileña nariz.
Digo que es grande como el buey pío. En la puerta del banco,
tapa la casa. Pero se enternece, igual que un niño, con Platero. Y si ve una
flor o un pajarillo, se ríe de pronto, abriendo toda su boca, con una gran risa
sostenida, cuya velocidad y duración él no puede regular, y que acaba siempre
en llanto. Luego, ya sereno, mira largamente del lado del cementerio viejo:
— Mi niña, mi pobrecita niña...
Capítulo cuarenta y dos
El niño y el agua
En la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón
polvoriento, que, por despacio que se pise, lo llena a uno hasta los ojos de su
blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, en grupo franco y risueño,
cada uno con su alma. Aunque no hay un solo árbol, el corazón se llena,
llegando, de un nombre, que los ojos repiten escritos en el cielo azul Prusia
con grandes letras de luz: Oasis.
Ya la mañana tiene calor de siesta y la chicharra sierra su
olivo, en el corral de San Francisco. El sol le da al niño en la cabeza; pero
él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el suelo, tiene la mano bajo el
chorro vivo, y el agua le pone en la palma un tembloroso palacio de frescura y
de gracia que sus ojos negros contemplan arrobados. Habla solo, sorbe su nariz,
se rasca aquí y allá entre sus harapos con la otra mano. El palacio, igual
siempre y renovado a cada instante, vacila a veces. Y el niño se recoge
entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni ese latido de la sangre que
cambia, con un cristal movido solo, la imagen tan sensible de un calidoscopio,
le robe al agua la sorprendida forma primera.
—Platero, no sé si entenderás o
no lo que te digo, pero ese niño tiene en su mano mi alma.
Capítulo cuarenta y tres
Amistad
Nos entendemos bien. Yo lo dejo
ir a su antojo, y él me lleva siempre a donde quiero.
Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta
acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar al cielo al través de su enorme
y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va, entre céspedes, a la
Fuente vieja; que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los
pinos, evocadora, con su bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me
adormile, seguro, sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de tales amables
espectáculos.
Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se
torna fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, le
hago rabiar... El comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan
igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis
propios sueños.
Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada. De
nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los burros y de los
hombres...
Capítulo cuarenta y cuatro
La arrulladora
La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual una moneda,
bruñidos los negros ojos y reventando sangre los labios prietos entre la tizne,
está a la puerta de la choza, sentada en una teja. durmiendo al hermanito.
Vibra la hora de mayo, ardiente y clara como un sol por
dentro. En la paz brillante se oye el hervor de la olla que cuece en el campo,
la brama de la dehesa de los Caballos, la alegría del viento de mar en la
maraña de los eucaliptos.
Sentida y dulce, la carbonera canta: Mi niiiño se va a dormiii en graaasia de la Pajtoraaa... Pausa. El
viento en las copas... ...y pooor
dormirse mi niñooo, se duermeee la arruyadoraaa...
El viento... Platero, que anda, manso, entre los pinos
quemados, se llega, poco a poco... Luego se echa en la tierra fosca y, a la
larga copla de madre, se adormila, igual que un niño.
Capítulo cuarenta y cinco
El árbol del corral
Este árbol, Platero; esta acacia que yo mismo sembré, verde
llama que fue creciendo, primavera tras primavera, y que ahora mismo nos cubre
con su abundante y franca hoja pasada de sol poniente, era, mientras viví en
esta casa, hoy cerrada, el mejor sostén de mi poesía. Cualquier rama suya,
engalanada de esmeralda por abril o de oro por octubre, refrescaba, sólo con
mirarla un punto, mi frente, como la mano más pura de una musa. ¡Qué fina, qué
grácil, qué bonita era!
Hoy, Platero, es dueña casi de todo el corral. ¡Qué basta se
ha puesto! No sé si se acordará de mí. A mí me parece otra. En todo este tiempo
en que la tenía olvidada, igual que si no existiese, la primavera la ha ido
formando, año tras año, a su capricho, fuera del agrado de mi sentimiento.
Nada me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol puesto por
mí. Un árbol cualquiera que por primera vez acariciamos, nos llena, Platero, de
sentido el corazón. Un árbol que hemos amado tanto, que tanto hemos conocido,
no nos dice nada vuelto a ver Platero. Es triste; mas es inútil decir más. No,
no puedo mirar ya, en esta fusión de la acacia y el ocaso, mi lira colgada. La
rama graciosa no me trae el verso, ni la iluminación interna de la copa el
pensamiento. Y aquí, adonde tantas veces vine de la vida, con una ilusión de
soledad musical, fresca y olorosa, estoy mal, y tengo frío, y quiero irme, como
entonces, del casino, de la botica o del teatro, Platero.
Capítulo cuarenta y seis
La tísica
Estaba derecha en una triste silla, blanca la cara y mate,
cual un nardo ajado, en medio de la encalada y fría alcoba. Le había mandado el
médico salir al campo, a que le diera el sol de aquel mayo helado; pero la
pobre no podía.
—Cuando yego ar puente—me
dijo—¡ya v’usté, zeñorito, ahí ar lado que ejtá!, m’ahogo...
La voz pueril, delgada y rota,
se le caía, cansada; como se cae, a veces, la brisa en el estío.
Yo le ofrecí a Platero para que diese un paseíto. Subida en
él, ¡qué risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos negros y dientes
blancos!
...Se asomaban las mujeres a las puertas a vernos pasar. Iba
Platero despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil lirio de cristal
fino. La niña, con su hábito cándido de la Virgen de Montemayor, lazado de
grana, transfigurada por la fiebre y la esperanza, parecía un ángel que cruzaba
el pueblo, camino del cielo del Sur.
Capítulo cuarenta y siete
El rocío
Platero—le dije—, vamos a esperar las Carretas. Traen el
rumor del lejano bosque de Donaña, el misterio del pinar de las Animas, la
frescura de las Madres y de los dos Fresnos, el olor de la Rocina...
Me lo lleve, guapo y lujoso, a que piropeara a las muchachas
por la calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría, en una vaga
cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego nos pusimos en el vallado de
los Hornos, desde donde se ve todo el camino de los Llanos.
Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave llovizna de
los Rocíos caía sobre las viñas verdes, de una pasajera nube malva. Pero la
gente no levantaba siquiera los ojos al agua.
Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos ataviados a la
moruna y la crin trenzada, las alegres parejas de novios, ellos alegres,
valientes ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía, se alcanzaba incesantemente
en una locura sin sentido. Seguía luego el carro de los borrachos, estrepitoso,
agrio y trastornado. Detrás, las carretas, con lechos, colgadas de blanco, con
las muchachas morenas, duras y floridas, sentadas bajo el dosel, repicando
panderetas y chillando sevillanas. Más caballos, más burros... Y el
mayordomo—”¡Viva la Virgen del Rocíoooo! ¡Vivaaaa!”—calvo, seco y rojo, el
sombrero ancho a la espalda y la vara de oro descansada en el estribo. Al fin,
mansamente tirado por dos grandes bueyes píos, que parecían obispos con sus
frontales de colorines y espejos, en los que chispeaba el trastorno del sol
mojado, cabeceando con la desigual tirada de la yunta, el Sin Pecado, amatista
y de plata en su carro blanco, todo en flor, como un cargado jardín mustio.
Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y los cohetes
negros y el duro herir de los cascos herrados en las piedras...
Platero, entonces, dobló sus
manos, y, como una mujer, se arrodilló—¡una habilidad suya!—, blando, humilde y
consentido.
Capítulo cuarenta y ocho
Ronsard
Libre ya Platero del cabestro. y paciendo entre las castas
margaritas del pradecillo, me he echado yo bajo un pino, he sacado de la
alforja moruna un breve libro y, abriéndolo por una señal, me he puesto a leer
en alta voz:
Comme on voit sur la branche au mois de mai la rose En sa belle
jeunesse, en sa première fleur, Rendre le ciel jaloux de...
Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve
pajarillo, que el sol hace, cual toda la verde cima suspirante, de oro. Entre
vuelo y gorjeo se oye el partirse de las semillas que el pájaro se está
almorzando.
...jaloux de sa vive couleur...
Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una proa
viva, sobre mi hombro. Es Platero, que, sugestionado, sin duda, por la lira de
Orfeo, viene a leer conmigo. Leemos:
...vive couleur,
Quand l’aube ses
pleurs au point du jour l’a...
Pero el pajarillo, que debe de
digerir aprisa, tapa la palabra con una nota falsa.
Ronsard, olvidado un instante de su soneto “Quand en songeant ma follâtre
j’accolle”..., se debe de haber reído en el infierno...
Capítulo cuarenta y nueve
El tío de las vistas
De pronto, sin matices, rompe el silencio de la calle el
seco redoble de un tamborcillo. Luego, una voz cascada tiembla un pregón
jadeoso y largo. Se oyen carreras, calle abajo... Los chiquillos gritan: “ ¡El
tío de las vistas! ¡Las vistas! ¡Las vistas!
En la esquina, una pequeña caja verde con cuatro banderitas
rosas, espera sobre su catrecillo, la lente al soI. El viejo toca y toca el
tambor. Un grupo de chiquillos sin dinero, las manos en el bolsillo o a la
espalda, rodean, mudos, la cajita. A poco, llega otro corriendo, con su perra
en la palma de la mano. Se adelanta, pone sus ojos en la lente...
—¡Ahooora se verá... al General Prim... en su caballo
blancoooo...!—dice el viejo forastero con fastidio, y toca el tambor.
—¡El puerto..., de Barcelonaaa...! —y más
redoble.
Otros niños van llegando con su perra lista, y la adelantan
al punto al viejo, mirándolo absortos, dispuestos a comprar su fantasía.
El viejo dice:
—Ahooora se verá... el castillo
de la Habanaaa ¡ —y toca el tambor...
Platero, que se ha ido con la niña y el perro de enfrente a
ver las vistas, mete su cabezota por entre las de los niños, por jugar. El
viejo, con un súbito buen humor, le dice: “¡Venga tu perra!”
Y los niños sin dinero se ríen
todos sin ganas, mirando al viejo con una humilde solicitud aduladora...
Capítulo cincuenta
La flor del camino
¡Que pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasan
a su lado todos los tropeles—los toros, las cabras, los potros, los hombres, y
ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado solo,
sin contaminarse de impureza alguna.
Cada día, cuando, al empezar la cuesta, tomamos el atajo, tú
la has visto en su puesto verde. Ya tiene a su lado un pajarillo, que se
levanta —¿por qué—? al acercarnos; o está llena, cual una breve copa, del agua
clara de una nube de verano; ya consiente el robo de una abeja o el voluble
adorno de una mariposa.
Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo
podrá ser eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como una primavera
de mi vida... ¿Qué le diera yo al otoño, Platero a cambio de esta flor divina,
para que ella fuese, diariamente, el ejemplo sencillo y sin término de la
nuestra?
Capítulo cincuenta y uno
Lord
No sé si tú, Platero, sabrás ver una fotografía. Yo se las
he enseñado a algunos hombres del campo y no veían nada en ellas. Pues éste es
Lord, Platero, el perrito foxterrier de
que a veces te he hablado. Míralo. Está, ¿lo ves?, en un cojín de los del patio
de mármol, tomando, entre las macetas de geranios, el sol de invierno.
¡Pobre Lord! Vino de Sevilla cuando yo estaba allí pintando.
Era blanco, casi incoloro de tanta luz, pleno como un muslo de dama, redondo e
impetuoso como el agua en la boca de un caño. Aquí y allá, mariposas posadas,
unos toques negros. Sus ojos brillantes eran dos breves inmensidades de
sentimientos de nobleza. Tenía vena de loco. A veces, sin razón, se ponía a dar
vueltas vertiginosas entre las azucenas del patio de mármol, que en mayo lo
adornan todo, rojas, azules, amarillas de los cristales traspasados de sol de
la montera, como los palomos que pinta don Camilo... Otras se subía a los
tejados y promovía un alboroto piador en los nidos de los aviones... La Macaria
lo enjabonaba cada mañana, y estaba tan radiante siempre como las almenas de la
azotea sobre el cielo azul, Platero.
Cuando se murió mi padre pasó toda la noche velándolo junto
a la caja. Una vez que mi madre se puso mala se echó a los pies de su cama y
allí se pasó un mes sin comer ni beber... Vinieron a decir un día a mi casa que
un perro rabioso lo había mordido... Hubo que llevarlo a la bodega del Castillo
y atarlo allí al naranjo, fuera de la gente.
La mirada que dejó atrás por la callejuela cuando se lo
llevaban sigue agujereando mi corazón como entonces, Platero; igual que la luz
de una estrella muerta, viva siempre, sobrepasando su nada con la exaltada
intensidad de su doloroso sentimiento... Cada vez que un sufrimiento material
me punza el corazón, surge ante mí, larga como la vereda de la vida a la
eternidad, digo, del arroyo al pino de la Corona, la mirada Que Lord dejó en él
para siempre cual una huella macerada.
Capítulo cincuenta y dos
El pozo
¡El pozo!... Platero, ¡qué palabra tan honda, tan
verdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra la que taladra,
girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.
Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al
alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una flor azul
de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el nido. Luego, tras un
pórtico de sombra yerta, hay un palacio de esmeralda, y un lago, que, al
arrojarle una piedra a su quietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin.
(La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo,
adornada de volubles estrellas. ¡Silencio! Por los caminos se ha ido la vida a
lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo. Se ve por él como el otro
lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de la noche,
dueño de todos los secretos del mundo. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque
umbrío y fragante, magnético salón encantado!)
—Platero, si algún día me echo a
este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las
estrellas.
Platero rebuzna, sediento y
anhelante. Del pozo sale, asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.
Capítulo cincuenta y tres
Albérchigos
Por el callejón de la Sal, que retuerce su breve estrechez,
violeta de cal con sol y ciclo azul, hasta la torre, tapa de su fin, negra y
desconchada de esta parte del Sur por el constante golpe del viento de la mar;
lentos, vienen niño y burro. El niño, hombrecito enanillo y recortado, más
chico que su caído sombrero ancho, se mete en su fantástico corazón serrano,
que le da coplas y coplas bajas:
...con grandej fatiguiiiyaaaa yo je lo pediaaa...
Suelto, el burro mordisquea la escasa hierba sucia del callejón,
levemente abatido por la carguilla de albérchigos. De cuando en cuando, el
chiquillo, como si tornara un punto a la calle verdadera, se para en seco, abre
y aprieta sus desnudas piernecillas terrosas, como para cogerle con fuerza, en
la tierra, y, ahuecando la voz con la mano, canta duramente, con una voz en la
que torna a ser niño en la e:
—¡Albéeerchigooo!...
Luego, cual si la venta le
importase un bledo —como dice el padre Díaz—, torna a su ensimismado canturreo
gitano:
...yo a ti no te curpooo, ni te curparíaaa...
Y le da varazos a las piedras, sin
saberlo...
Huele a pan calentito y a pino quemado. Una brisa tarda
conmueve levemente la calleja. Canta la súbita campanada gorda que corona las
tres, con su adornillo de la campana chica. Luego un repique, nuncio de fiesta,
ahoga en su torrente el rumor de la corneta y los cascabeles del coche de la
estación, que parte, pueblo arriba, el silencio, que se había dormido. Y el
aire trae sobre los tejados un mar ilusorio en su olorosa, movida y refulgente
cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido de sus olas iguales en su
solitario esplendor.
El chiquillo torna a su parada, a su despertar y a su
grito:
—¡Albéeerchigooo!...
Platero no quiere andar. Mira y mira al niño y husmea y topa
a su burro. Y ambos rucios se entienden en no sé qué movimiento gemelo de
cabezas, que recuerda, un punto, el de los osos blancos.
—Bueno, Platero; yo le digo al
niño que me dé su burro, y tú te irás con él y serás un vendedor de
albérchigos..., ¡ea!
Capítulo cincuenta y cuatro
La coz
Ibamos, cortijo de Montemayor, al herradero de los novillos.
El patio empedrado, umbrío bajo el inmenso y ardiente cielo azul de la
tardecita, vibraba sonoro del relinchar de los alegres caballos pujantes, del
reír fresco de las mujeres, de los afilados ladridos inquietos de los perros.
Platero, en un rincón, se impacientaba.
—Pero, hombre—le dije—, si tú no
puedes venir con nosotros; si eres muy chico...
Se ponía tan loco, que le pedía
al Tonto que se subiera en él y lo llevara con nosotros.
Por el campo claro, ¡qué alegre cabalgar! Estaban las
marismas risueñas, ceñidas de oro, con el sol en sus espejos rotos, que
doblaban los molinos cerrados. Entre el redondo trote duro de los caballos.
Platero alzaba su raudo trotecillo agudo, que necesitaba multiplicar
insistentemente, como el tren de Riotinto su rodar menudo, para no quedarse
solo con el Tonto en el camino. De pronto sonó como un tiro de pistola. Platero
le había rozado la grupa a un fino potro tordo con su boca, y el potro le había
respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso, pero yo le vi a Platero una
mano corrida de sangre. Eché pie a tierra y , con una espina y una crin, le
prendí la vena rota. Luego le dije al Tonto que se lo llevara a casa.
Se fueron los dos, lentos y
tristes, por el arroyo seco que baja del pueblo. tornando la cabeza al
brillante huir de nuestro tropel...
Cuando, de vuelta del cortijo,
fui a ver a Platero, me lo encontré mustio y doloroso
—¿Ves—le suspiré—que tú no
puedes ir a ninguna parte con los hombres?
Capítulo cincuenta y cinco
Asnografía
Leo en un Diccionario: Asnografía,
s. f. : Se dice, irónicamente, por
descripción del asno.
¡Pobre asno! ¡Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres!
Irónicamente... ¿Por qué? ¿Ni una descripción seria mereces, tú, cuya
descripción cierta sería un cuento de primavera? ¡Si al hombre que es bueno
debieran decirle asno! ¡Si al asno que es malo debieran decirle hombre¡
Irónicamente... De ti, tan
intelectual, amigo del viejo y del niño, del arroyo y de la mariposa, del sol y
del perro, de la flor y de la luna, paciente y reflexivo, melancólico y amable,
Marco Aurelio de los prados...
Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente con sus
ojazos lucientes, de una blanda dureza, en los que el sol brilla, pequeñito y
chispeante, en un breve y convexo firmamento verdinegro. ¡Ay! ¡Si su peluda
cabezota idílica supiera que yo le hago justicia, que yo soy mejor que esos hombres
que escriben Diccionarios, casi tan bueno como él !
Y he puesto al margen del libro:
Asnografía, sentido figurado: Se debe
decir, con ironía, ¡claro está!, por descripción del hombre imbécil que escribe
Diccionarios.
Capítulo cincuenta y seis
Corpus
Entrando por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto,
las campanas, que ya habíamos oído tres veces desde los Arroyos, conmueven, con
su pregonera coronación de bronce, el blanco pueblo. Su repique voltea y voltea
entre el chispeante y estruendoso subir de los cohetes, negros en el día, y la
chillona metalería de la música.
La calle, recién encalada y ribeteada de almagra, verdea
toda, vestida de chopos y juncias. Lucen las ventanas colchas de damasco
granate, de percal amarillo, de celeste raso, y, donde hay luto, de lana
cándida, con cintas negras. Por las últimas casas, en la vuelta del Porche,
aparece, tarda, la Cruz de los espejos, que, entre los destellos del Poniente,
recoge ya la luz de los cirios rojos que lo gotean todo de rosa. Lentamente
pasa la procesión. La bandera carmín, y San Roque, Patrón de los panaderos,
cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y San Telmo, Patrón de los
marineros, con su navío de plata en las manos; la bandera gualda, y San Isidro,
Patrón de los labradores, con su yuntita de bueyes; y más banderas de más
colores, y más Santos, y luego, Santa Ana, dando lección a la Virgen niña, y
San José, pardo, y la Inmaculada, azul... Al fin, entre la Guardia Civil, la
Custodia, ornada de espigas granadas y de esmeraldinas uvas agraces su calada
platería, despaciosa en su nube celeste de incienso.
En la tarde que cae, se alza, limpio, el latín andaluz de
los salmos. El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle del
Río, en la cargazón de oro viejo de las dalmáticas y las capas pluviales.
Arriba, en derredor de la torre escarlata, sobre el ópalo terso de la hora
serena de junio, las palomas tejen sus altas guirnaldas de nieve encendida...
Platero, en aquel hueco de silencio, rebuzna. Y su
mansedumbre se asocia con la campana, con el cohete, con el latín y con la
música de Modesto, que tornan al punto al claro misterio del día; y el rebuzno
se le endulza, altivo, y, rastrero, se le diviniza...
Capítulo cincuenta y siete
Paseo
Por los hondos caminos del estío, colgados de tiernas
madreselvas, ¡cuán dulcemente vamos! Yo leo, canto, o digo versos al cielo.
Platero mordisquea la hierba escasa de los vallados en sombra, la flor
empolvada de las malvas, las vinagreras amarillas. Está parado más tiempo que
andando. Yo lo dejo...
El cielo azul, azul, azul, asaeteado de mis ojos en
arrobamiento, se levanta, sobre los almendros cargados, a sus últimas glorias.
Todo el campo, silencioso y ardiente, brilla. En el río, una velita blanca se
eterniza, sin viento. Hacia los montes, la compacta humareda de un incendio
hincha sus redondas nubes negras.
Pero nuestro caminar es bien corto. Es como un día suave e
indefenso, en medio de la vida múltiple. ¡Ni la apoteosis del cielo, ni el
ultramar a que va el río, ni siquiera la tragedia de las llamas!
Cuando, entre un olor a naranjas, se oye el hierro alegre y
fresco de la noria, Platero rebuzna y retoza alegremente. ¡Qué sencillo placer
diario! Ya en la alberca, yo lleno mi vaso y bebo aquella nieve líquida.
Platero sume en el agua umbría su boca, y bebotea, aquí y allá, en lo más
limpio, avaramente...
Capítulo cincuenta y ocho
Los gallos
No sé a qué comparar el malestar aquel, Platero... Una
agudeza grana y oro que no tenía el encanto de la bandera de nuestra patria
sobre el mar o sobre el cielo azul... Sí. Tal vez una bandera española sobre el
cielo azul de una plaza de toros... mudéjar... como las estaciones de Huelva a
Sevilla. Rojo y amarillo de disgusto, como en los libros de Galdós, en las
muestras de los estancos, en los cuadros malos de la otra guerra de Africa...
Un malestar como el que me dieron siempre las barajas de naipes finos con los
hierros de los ganaderos en los oros, los cromos de las cajas de tabacos y de
las cajas de pasas, las etiquetas de las botellas de vino, los premios del
colegio del Puerto, las estampitas del chocolate...
¿A qué iba yo allí o quién me llevaba? Me parecía el
mediodía de invierno caliente, como un cornetín de la banda de Modesto... Olía
a vino nuevo, a chorizo en regüeldo, a tabaco... Estaba el diputado, con el
alcalde y el Litri, ese torero gordo y lustroso de Huelva... La plaza del
reñidero era pequeña y verde; y la limitaban, desbordando sobre el aro de
madera , caras congestionadas, como vísceras de vaca en carro o de cerdo en
matanza, cuyos ojos sacaba el calor, el vino y el empuje de la carnaza del
corazón chocarrero. Los gritos salían de los ojos... Hacía calor y todo—¡tan
pequeño: un mundo de gallos! —estaba cerrado.
Y en el rayo ancho del alto sol, que atravesaban sin cesar,
dibujándolo como un cristal turbio, nubaradas de lentos humos azules, los
pobres gallos ingleses, dos monstruosas y agrias flores carmíneas, se
despedazaban, cogiéndose los ojos, clavándose, en saltos iguales, los odios de
los hombres, rajándose del todo con los espolones con limón... o con veneno. No
hacían ruido alguno, ni veían, ni estaban allí siquiera...
Pero y yo, ¿por qué estaba allí, y tan mal? No sé... De
cuando en cuando miraba con infinita nostalgia por una lona rota, que trémula
en el aire, me parecía la vela de un bote de la Ribera, un naranjo sano, que en
el sol puro de fuera aromaba el aire con su carga blanca de azahar... ¡Qué
bien—perfumada mi alma—ser naranjo en flor, ser viento puro, ser sol alto!
...Y, sin embargo, no me iba...
Capítulo cincuenta y nueve
Anochecer
En el recogimiento pacífico y rendido de los crepúsculos del
pueblo, ¡qué poesía cobra la adivinación de lo lejano, el confuso recuerdo de
lo apenas conocido! Es un encanto contagioso que retiene todo el pueblo como
enclavado en la cruz de un triste y largo pensamiento.
Hay un olor al nutrido grano limpio que, bajo las frescas
estrellas, amontona en las eras sus vagas colinas—¡oh Salomón!—,tiernas y
amarillentas. Los trabajadores canturrean por lo bajo, en un soñoliento
cansancio. Sentadas en los zaguanes, las viudas piensan en los muertos, que
duermen tan cerca, detrás de los corrales. Los niños corren de una sombra a
otra, como vuelan de un árbol a otro los pájaros...
Acaso, entre la luz sombría que perdura en las fachadas de
cal de las casas humildes, que ya empiezan a enrojecer las farolas de petróleo,
pasan vagas siluetas terrosas, calladas, dolientes—un mendigo nuevo, un
portugués que va hacia las rozas, un ladrón acaso—, que contrastan, en su
oscura apariencia medrosa, con la mansedumbre que el crepúsculo malva, lento y
místico, pone en las cosas conocidas... Los chiquillos se alejan, y en el
misterio de las puertas sin luz se habla de unos hombres que “sacan el unto a
los niños para curar a la hija del rey, que está hética”...
Capítulo sesenta
El sello
Aquél tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la
cajita de plata y aparecía, apretado contra el paño de tinta morada, como un
pájaro en su nido. ¡Qué ilusión cuando, después de oprimirlo un momento contra
la palma blanca, fina y malva de mi mano aparecía en ella la estampilla:
Francisco Ruiz, Moguer.
¡Cuánto soñé yo con aquel sello de mi amigo del colegio de
don Carlos! Con una imprentilla que me encontré arriba, en el escritorio viejo
de mi casa, intenté formar uno con mi nombre. Pero no quedaba bien, y, sobre
todo, era difícil la impresión. No era como el otro, que con tal facilidad
dejaba, aquí y allá, en un libro, en la pared, en la carne, su letrero:
Francisco Ruiz, Moguer.
Un día vino a mi casa, con Arias, el platero de Sevilla, un
viajante de escritorio. ¡Qué embeleso de reglas, de compases, de tintas de
colores, de sellos! Los había de todas las formas y tamaños. Yo rompí mi
alcancía, y con un duro que me encontré, encargué un sello con mi nombre y
pueblo. ¡Qué larga semana aquélla! ¡Qué latirme el corazón cuando llegaba el
coche del correo! ¡Qué sudor triste cuando se alejaban, en la lluvia, los pasos
del cartero! ¡Al fin una noche, me lo trajo. Era un breve aparato complicado,
con lápiz, pluma, iniciales para lacre..., qué sé yo! Y dando a un resorte,
aparecía la estampilla, nuevecita, flamante.
¿Quedó algo por sellar en mi casa? ¿Qué no era mío? Si otro
me pedía el sello—¡cuidado, que se va a gastar ¡—, ¡qué angustia! Al día
siguiente, ¡con qué prisa alegre llevé al colegio todo!: libros. blusa,
sombreros, botas, manos, con el letrero:
Juan Ramón Jiménez, Moguer.
Capítulo sesenta y uno
La perra parida
La perra de que te hablo, Platero, es la de Lobato, el
tirador. Tú la conoces bien, porque la hemos encontrado muchas veces por el
camino de los Llanos... ¿Te acuerdas? Aquella dorada y blanca, como un poniente
anubarrado de mayo... Parió cuatro perritos, y Salud, la lechera, se los llevó
a su choza de las Madres porque se le estaba muriendo un niño, y don Luis le
había dicho que le diera caldo de perritos. Tú sabes bien lo que hay de la casa
de Lobato al puente de las Madres, por la pasada de las Tablas...
Platero, dicen que la perra anduvo como loca todo aquel día,
entrando y saliendo, asomándose a los caminos, encaramándose en los vallados,
oliendo a la gente... Todavía a la oración la vieron, junto a la casilla del
celador, en los Hornos, aullando tristemente sobre unos sacos de carbón contra
el ocaso.
Tú sabes bien lo que hay de la calle de Enmedio a la pasada
de las Tablas... Cuatro veces fue y vino la perra durante la noche, y cada una
se trajo a un perrito en la boca, Platero. Y al amanecer, cuando Lobato abrió
su puerta, estaba la perra en el umbral mirando dulcemente a su amo, con todos
los perritos agarrados, en torpe temblor, a sus tetillas rosadas y llenas...
Capítulo sesenta y dos
Ella y nosotros
Platero, acaso ella se iba— ¿adónde?—en aquel tren negro y
soleado que, por la vía alta, cortándose sobre los nubarrones blancos, huía
hacia el Norte.
Yo estaba abajo, contigo, en el trigo amarillo y ondeante,
goteado todo de sangre de amapolas, a las que ya julio ponía la coronita de
ceniza. Y las nubecillas de vapor celeste—¿te acuerdas?— entristecían un
momento el sol y las flores, rodando vanamente hacia la nada...
¡Breve cabeza rubia, velada de negro!... Era como el retrato
de la ilusión en el marco fugaz de la ventanilla. Tal vez ella pensara:
“¿Quiénes serán ese hombre enlutado y ese burrillo de plata?”
¡Quiénes habíamos de ser! Nosotros...
¿verdad, Platero?
Capítulo sesenta y tres
Gorriones
A mañana de Santiago está nublada de blanco y gris, como
guardada en algodón. Todos se han ido a misa. Nos hemos quedado en el jardín
los gorriones, Platero y yo.
¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, aveces,
llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan,
cómo se cogen de los picos! Este cae sobre una rama, se va y la deja temblando;
el otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél
ha saltado al tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día
pardo aviva.
¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía
de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos
las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos
avernos que extasian o que amedrantan a los pobres hombres esclavos, sin más
moral que la suya ni más Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces
hermanos.
Viajan sin dinero y sin maletas: mudan de casa cuando se les
antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y so tienen que abrir sus
alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en
todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
Y cuando las gentes ¡las pobres gentes!, se van a misa los
domingos, cerrando las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de amor sin rito,
se vienen de pronto, con su algarabía fresca y jovial, al jardín de las casas
cerradas, en las que algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo
tierno—¿te juntas conmigo?—los contemplan fraternales.
Capítulo sesenta y cuatro
Frasco Vélez
Hoy no se puede salir, Platero.
Acabo de leer en la plazoleta de los Escribanos el bando del alcalde:
“Todo Can que transite por los andantes de esta Noble Ciudad
de Moguer, sin su correspondiente Sálamo o bozal, será pasado por las armas por
los Agentes de mi Autoridad.”
Eso quiere decir, Platero, que hay perros rabiosos en el
pueblo. Ya ayer noche he estado oyendo tiros y más tiros de la Guardia
municipal, nocturna consumera volante, creación también de Frasco Vélez, por el
Monturrio, por el Castillo, por los Trasmuros.
Lolilla, la tonta, dice alto por las puertas y ventanas que
no hay tales perros rabiosos, y que nuestro alcalde actual, así como el otro,
Vasco, vestía al Tonto de fantasma, busca la soledad que dejan sus tiros para
pasar su aguardiente de pita y de higo. Pero ¿y si fuera verdad y te mordiera
un perro rabioso?
¡No quiero
pensarlo, Platero!
Capítulo sesenta y cinco
El verano
Platero va chorreando sangre, una sangre espesa y morada, de
las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra un pino, que nunca llega...
Al abrir los ojos, después de un inmenso sueño instantáneo, el paisaje de arena
se me torna blanco, frío en, su ardor. espectral.
Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores
vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con las cuatro lágrimas de
carmín; y una calina que asfixia, enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca
visto, amarillo con lunares negros, se eterniza, mudo, en una rama.
Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar a
los rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas... Cuando
llegamos a la sombra del nogal grande rajo dos sandías, que abren su escarcha
grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo,
a lo lejos, las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la
suya como si fuese agua.
Capítulo sesenta y seis
Fuego en los montes
La campana gorda!... Tres..., cuatro toques... ¡Fuego! Hemos
dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra angostura de la escalerilla
de madera hemos subido, en alborotado silencio afanoso, a la azotea.
—¡En el campo de Lucena! —grita Anilla, que ya estaba
arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche... — ¡Tan, tan, tan,
tan! Al llegar afuera—¡qué respiro!—, la campana limpia su duro golpe sonoro y
nos amartilla a los oídos y nos aprieta el corazón.
—Es grande, es grande... Es un buen
fuego...
Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama distante parece
quieta en su recortada limpidez. Es como un esmalte negro y bermellón, igual a
aquella Caza de Piero di Cosimo, en
donde el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A veces brilla
con mayor brío otras, lo rojo se hace casi rosa, del color de la luna
naciente... La noche de agosto es alta y parada, y se diría que el fuego está
ya en ella para siempre, como un elemento eterno... Una estrella fugaz corre
medio cielo y se sume en el azul, sobre las Monjas... Estoy conmigo...
Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae a
la realidad... Todos han bajado... Y en un escalofrío, con que la blandura de
la noche, que ya va a la vendimia, me hiere, siento como si acabara de pasar
junto a mí aquel hombre que yo creía en mi niñez que quemaba los montes, una
especie de Pepe el Pollo—Oscar Wilde moguereño—, ya un poco viejo, moreno y con
rizos canos, vestida su afeminada redondez con una chupa negra y un pantalón de
grandes cuadros en blanco y marrón, cuyos bolsillos reventaban de largas
cerillas de Gibraltar...
Capitulo sesenta y siete
El arroyo
Este arroyo, Platero, seco ahora, por el que vamos a la
dehesa de los Caballos, está en mis viejos libros amarillos, unas veces como
es, al lado del pozo ciego de su prado, con sus amapolas pasadas de sol y sus
damascos caídos; otras, en superposiciones y cambios alegóricos, mudado, en mi
sentimiento, a lugares remotos, no existentes o sólo sospechados...
Por él, Platero, mi fantasía de niño brilló sonriendo, como
un vilano al sol, con el encanto de los primeros hallazgos, cuando supe que él,
el arroyo de los Llanos, era el mismo arroyo que parte el camino de San Antonio
por su bosquecillo de álamos cantores; que andando por él, seco, en verano, se
llegaba aquí; que echando un barquito de corcho allí, en los álamos, en
invierno, venía hasta estos granados, por debajo del puente de las Angustias,
refugio mío cuando pasaban toros...
¡Qué encanto este de las imaginaciones de la niñez, Platero,
que yo no sé si tú tienes o has tenido! Todo va y viene, en trueques
deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como estampa momentánea de la
fantasía...
Y anda uno semiciego, mirando tanto adentro como afuera,
volcando, a veces, en la sombra del alma la carga de imágenes de la vida, o
abriendo al sol, como una flor cierta, y poniéndola en una orilla verdadera, la
poesía, que luego nunca más se encuentra, del alma iluminada.
Capítulo sesenta y ocho
Domingo
La pregonera vocinglería de la esquila de vuelta, cercana
ya, ya distante, resuena en el cielo de la mañana de fiesta, como si todo el
azul fuera de cristal. Y el campo, un poco enfermo ya, parece que se dora de
las notas caídas del alegre revuelo florido.
Todos, hasta el guarda, se han ido al pueblo para ver la
procesión. Nos hemos quedado solos Platero y yo. ¡Qué paz! ¡Qué pureza! ¡Qué
bienestar! Dejo a Platero en el prado alto, y yo me echo, bajo un pino lleno de
pájaros que no se van, a leer. Omar Khayam...
En el silencio que queda entre dos repiques, el hervidero
interno de la mañana de septiembre cobra presencia y sonido. Las avispas
orinegras vuelan en torno de la parra cargada de sanos racimos moscateles, y
las mariposas, que andan confundidas con las flores, parece que se renuevan, en
una metamorfosis de colorines, al revolar. Es la soledad como un gran
pensamiento de luz.
De cuando en cuando, Platero deja
de comer, y me mira... Yo, de cuando en cuando, dejo de leer, y miro a
Platero...
Capítulo sesenta y nueve
El canto del grillo
Platero y yo conocemos bien, de
nuestras correrías nocturnas, el canto del grillo.
El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante,
bajo y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco a poco, va subiendo,
va poniéndose en su sitio, como si fuera buscando la armonía del lugar y de a
hora. De pronto, ya las estrellas en el cielo verde y transparente, cobra el
canto un dulzor melodioso e cascabel libre.
Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren del todo
las flores de la noche y vaga por el llano una esencia pura y divina, de
confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y el canto del grillo se exalta,
llena todo el campo; es cual la voz de la sombra. No vacila ya, ni se calla.
Como surtiendo de sí propio, cada nota es gemela de la otra, en una hermandad
de oscuros cristales.
Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el mundo y
duerme bien el labrador, viendo el cielo en el fondo alto de su sueño. Tal vez
el amor, entre las enredaderas de una tapia, anda extasiado, los ojos en los
ojos. Los habares mandan al pueblo mensajes de fragancia tierna, cual en una
libre adolescencia candorosa y desnuda. Y los trigos ondean, verdes de luna,
suspirando al viento de las dos, de las tres, de las cuatro... El canto del
grillo, de tanto sonar, se ha perdido...
¡Aquí está! ¡Oh canto del grillo por la madruga da cuando,
corridos de escalofríos, Platero y yo nos vamos a la cama por las sendas
blancas de relente! La luna se cae, rojiza y soñolienta. Ya el canto está
borracho de luna, embriagado de estrellas, romántico, misterioso, profuso. Es
cuando unas grandes nubes luctuosas, bordeadas de un malva azul y triste, sacan
el día de la mar, lentamente...
Capítulo setenta
Los toros
A que no sabes, Platero, a qué venían esos niños? A ver si
yo los dejaba que te llevasen para pedir contigo la llave en los toros de esta
tarde. Pero no te apures tú. Ya les he dicho que no lo piensen siquiera...
¡Venían locos, Platero! Todo el pueblo está conmovido con la
corrida. La banda toca desde el alba, rota ya y desentonada, ante las tabernas;
van v vienen coches y caballos calle Nueva arriba, calle Nueva abajo. Ahí
detrás, en la calleja, están preparando el Canario, ese coche amarillo que les
gusta tanto a los niños, para la cuadrilla. Los patios se quedan sin flores,
para las presidentas. Da pena ver a los muchachos andando torpemente por las
calles con sus sombreros anchos, sus blusas, su puro, oliendo a cuadra y a
aguardiente...
A eso de las dos, Platero, en ese instante de soledad con
sol, en ese hueco claro del día, mientras diestros y presidentas se están
vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y nos iremos por la calleja al
campo, como el año pasado...
¡Qué hermoso el campo en estos días de fiesta, en que todos
lo abandonan! Apenas si en un majuelo, en una huerta, un viejecito se inclina
sobre la cepa agria, sobre el regato puro... A lo lejos sube sobre el pueblo,
como una corona chocarrera, el redondo vocerío, las palmas la música de la
plaza de toros, que se pierden a medida que uno se va, sereno, hacia la mar...
Y el alma, Platero, se siente reina verdadera de lo que posee por virtud de su
sentimiento, del cuerpo grande y sano de la Naturaleza, que, respetado, da a
quien lo merece el espectáculo sumiso de su hermosura resplandeciente y eterna.
Capítulo setenta y uno
Tormenta
Miedo. Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo
ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio... El amor se para.
Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los ojos. Más silencio...
El trueno, sordo, retumbante, interminable, como un bostezo
que no acaba del todo, como una enorme carga de piedra que cayera del cenit al
pueblo, recorre, largamente, la mañana desierta. (N o hay por dónde huir.) Todo
lo débil—flores, pájaros— desaparece de la vida.
Tímido, el espanto mira, por la ventana entreabierta, a
Dios, que se alumbra trágicamente. Allá en Oriente, entre desgarrones de nubes,
se ven malvas y rosas tristes, sucios, fríos, que no pueden vencer la negrura.
El coche de las seis, que parecen las cuatro, se siente por la esquina, en un
diluvio, cantando el cochero por espantar el miedo. Luego, un carro de la
vendimia, vacío, de prisa...
¡Ángelus! Un
Ángelus duro y abandonado, solloza entre el tronido. ¿El último Ángelus del mundo? Y se quiere que la
campana acabe pronto, o que suene más, mucho más, que ahogue la tormenta. Y se
va de un lado a otro, y se llora, y no se sabe lo que se quiere...
(No hay por dónde escapar.) Los
corazones están yertos. Los niños llaman desde todas partes...
—¿Qué será de Platero, tan solo
en la indefensa cuadra del corral?
Capítulo setenta y dos
Vendimia
Este año, Platero, ¡qué pocos burros han venido con uva! Es
en balde que los carteles digan con grandes letras: A seis reales. ¿Dónde están aquellos burros de Lucena, de Almonte,
de Palos, cargados de oro líquido, prieto, chorreante, como tú, conmigo, de
sangre; aquellas recuas que esperaban horas y horas mientras se desocupaban los
lagares? Corría el mosto por las calles, y las mujeres y los niños llenaban
cántaros, orzas, tinajas...
¡Qué alegres en aquel tiempo las bodegas, Platero, la bodega
del Diezmo! Bajo el gran nogal que cayó el tejado, los bodegueros lavaban,
cantando, las botas con un fresco, sonoro y pesado cadeneo; pasaban los
trasegadores, desnuda la pierna, con las jarras de mosto o de sangre de toro,
vivas y espumeantes; y allá en el fondo, bajo el alpende, los toneleros daban
redondos golpes huecos, metidos en la limpia viruta olorosa... Yo entraba en
Almirante por un a puerta y salía por la otra—las dos alegres puertas
correspondidas, cada una de las cuales le daba a la otra su estampa de vida y
de luz, entre el cariño de los bodegueros...
Veinte lagares pisaban día y noche. ¡Qué locura, qué
vértigo, qué ardoroso optimismo! Este año, Platero, todos están con las
ventanas tabicadas, y basta y sobra con el del corral y con dos o tres
lagareros. Y ahora, Platero, hay que hacer algo, que siempre no vas a estar de
holgazán...
Los otros burros han estado mirando, cargados, a Platero,
libre y vago; y para que no lo quieran mal ni piensen mal de él, me llego con
él a la era vecina, lo cargo de uva y lo paso al lagar, bien despacio, por
entre ellos... Luego me lo llevo de allí disimuladamente...
Capítulo setenta y tres
Nocturno
Del pueblo en fiesta, rojamente iluminado hacia el cielo,
vienen agrios valses nostálgicos en el viento suave. La torre se ve, cerrada,
lívida, muda y dura, en Un errante limbo violeta, azulado, pajizo... Y allá,
tras las bodegas oscuras del arrabal, la luna caída, amarilla, y soñolienta, se
pone, solitaria, sobre el río.
El campo está solo con sus árboles y con la sombra de sus
árboles. Hay un canto roto de grillo. Una conversación somnámbula de aguas
ocultas, una blandura húmeda, como si se deshiciesen las estrellas. . .
Platero, desde la tibieza de su cuadra, rebuzna tristemente.
La cabra andará despierta, y su campanilla insiste agitada,
dulce luego. Al fin, se calla... A lo lejos, hacia Montemayor, rebuzna otro
asno... Otro, luego, por el Vallejuelo... Ladra un perro...
Es la noche tan clara, que las flores del jardín se ven de
su color, como en el día. Por la última casa de la calle de la Fuente, bajo una
roja y vacilante farola, tuerce le esquina un hombre solitario... ¿Yo? No; yo,
en la fragante penumbra celeste, móvil y dorada, que hacen la luna, las lilas,
la brisa y la sombra, escucho mi hondo corazón sin par...
La esfera gira, sudorosa y blanda...
Capítulo setenta y cuatro
Sarito
Para la vendimia, estando yo una tarde grana en la viña del
arroyo, las mujeres me dijeron que un negrito preguntaba por mí.
Iba yo hacia la era cuando él venía ya
vereda abajo:
—¡Sarito!
Era Sarito, el criado de Rosalina, mi novia portorriqueña.
Se había escapado de Sevilla para torear por los pueblos, y venía de Niebla,
andando, el capote, dos veces colorado, al hombro, con hambre y sin dinero.
Los vendimiadores lo acechaban de reojo, en un mal
disimulado desprecio; las mujeres, más por los hombres que por ellas, lo
evitaban. Antes, al pasar por el lagar, se había peleado ya con un muchacho,
que le había partido una oreja de un mordisco
Yo le sonreía y le hablaba afable. Sarito, no atreviéndose a
acariciarme a mí mismo, acariciaba a Platero, que andaba por allí comiendo uva;
y me miraba, en tanto, noblemente...
Capítulo setenta y cinco
Última siesta
¡Qué triste belleza, amarilla y
descolorida, la del sol de la tarde, cuando me despierto bajo la higuera!
Una brisa seca, embalsamada de derretida jara, me acaricia
el sudoroso despertar. Las grandes hojas, levemente movidas, del blando árbol
viejo, me enlutan o me deslumbran. Parece que me mecieran suavemente en una
cuna que fuese del sol a la sombra, de la sombra al sol.
Lejos, en el pueblo desierto, las campanas de las tres
suenan las vísperas, tras el oleaje de cristal del aire. Oyéndolas, Platero,
que me ha robado una gran sandía de dulce escarcha grana, en pie, inmóvil me
mira con sus enormes ojos vacilantes, en los que le anda una pegajosa mosca
verde.
Frente a sus ojos cansados, mis ojos se me cansan otra
vez... Torna la brisa, cual una mariposa que quisiera volar y a la que, de
pronto, se le doblaran las alas... las alas..., mis párpados flojos, que, de
pronto, se cerraran...
Capítulo setenta y seis
Los fuegos
Para septiembre, en las noches de velada, nos poníamos en el
cabezo que hay detrás de la casa del huerto, a sentir el pueblo en fiesta desde
aquella paz fragante que emanaban los nardos de la alberca. Pioza, el viejo
guarda de viñas, borracho en el suelo de la era, tocaba cara a la luna, hora
tras hora, su caracol.
Ya tarde, quemaban los fuegos. Primero eran sordos
estampidos enanos; luego, cohetes sin cola, que se abrían arriba, en un
suspiro, cual un ojo estrellado que viese, un instante, rojo, morado, azul el
campo; y otros, cuyo esplendor caía como una doncellez desnuda que se doblara
de espaldas, como un sauce de sangre que gotease flores de luz ¡Oh, qué pavos
reales encendidos, qué macizos aéreos de claras rosas, qué faisanes de fuego
por jardines de estrellas¡
Platero, cada vez que sonaba un estallido, se estremecía,
azul, morado, rojo en el súbito iluminarse del espacio; y en la claridad
vacilante, que agrandaba y encogía su sombra sobre el cabezo, yo veía sus
grandes ojos negros que me miraban asustados.
Cuando, como remate, entre el lejano vocerío del pueblo,
subía al cielo constelado la áurea corona giradora del castillo, poseedora del
trueno gordo, que hace cerrar los ojos y taparse los oídos a las mujeres,
Platero huía entre las cepas, como alma que lleva el diablo, rebuznando
enloquecido hacia los tranquilos pinos en sombra.
Capítulo setenta y siete
El vergel
Como hemos venido a la capital, he querido que Platero vea
El Vergel... Llegamos despacito, verja abajo, en la grata sombra de las acacias
y de los plátanos, que están cargados todavía. El paso de Platero resuena en
las grandes losas que abrillanta el riego, azules de cielo a trechos, y a
trechos blancas de flor caída, que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y
fino.
¡Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapa
también el agua, por la sucesión de los claros de yedra goteante de la verja!
Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blanca pasa, chillón y tintineador,
el cochecillo del paseo, con sus banderitas moradas y su toldillo verde; el
barco del avellanero, todo engalanado de granate y oro, con las jarcias
ensartadas de cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos, con su
gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; el barquillero, rendido bajo su
lata roja... En el cielo, por la masa de verdor tocado ya del mal otoño, donde
el ciprés y la palmera perduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va
encendiendo, entre nubecillas rosas...
Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en El Vergel, me dice
el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:
—Er burro no pué’entrá, zeñó.
—¿El burro? ¿Qué burro?— le digo
yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal.
—¡Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de
zéee...!
Entonces, ya en la realidad, como Platero no pude entrar por ser burro, yo, por
ser hombre, no quiero entrar, y me voy de nuevo con él, verja arriba,
acariciándolo y hablándole de otra cosa...
Capítulo setenta y ocho
La luna
Platero acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas
en el pozo del corral, y volvía a la cuadra, lento y distraído, entre los altos
girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en el quicio de cal y envuelto
en la tibia fragancia de los heliotropos.
Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de septiembre,
dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos. Una gran nube
negra, como una gigantesca gallina que hubiese puesto un huevo de oro, puso la
luna sobre una colina.
Yo le dije a la luna: ...Ma sola ha questa luna in ciel, che da nessuno cader fu vista mai se non
in sogno.
Platero la miraba fijamente, y
sacudía, con un duro ruido blando, una oreja. Me miraba absorto y sacudía la
otra...
Capítulo setenta y nueve
Alegría
Platero juega con Diana, la
bella perra blanca que se parece a la luna creciente, con la vieja cabra gris,
con los niños...
Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su
leve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y Platero, poniendo las
orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la embiste blandamente y la hace
rodar sobre la hierba en flor.
La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas,
tirando con los dientes de la punta de las espadañas de la carga. Con una
clavellina o con una margarita en la boca, se pone frente a él, le topa en el
testuz, y brinca luego, y baja alegremente, mimosa, igual que una mujer...
Entre los niños, Platero es de juguete. ¡Con qué paciencia
sufre sus locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto, para
que ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta, iniciando, de pronto, un trote falso!
¡Claras tardes del otoño moguereño! Cuando el aire puro de
octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo idílico de
balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladreos y de campanillas...
Capítulo ochenta
Pasan los patos
He ido a darle agua a Platero. En la noche serena, toda de
nubes vagas y estrellas, se oye, allá arriba, desde el silencio del corral, un
incesante pasar de claros silbidos.
Son los patos. Van tierra adentro, huyendo de la tempestad
marina. De cuando en cuando, como si nosotros hubiéramos ascendido o como si
ellos hubiesen bajado, se escuchan los ruidos más leves de sus alas, de sus
picos, como cuando, por el campo, se oye clara la palabra de alguno que va
lejos...
Horas y horas, los silbidos
seguirán pasando, en un huir interminable.
Platero, de cuando en cuando, deja de beber y levanta la
cabeza como yo, como las mujeres de Millet, a las estrellas, con una blanda
nostalgia infinita...
Capítulo ochenta y uno
La niña chica
La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto la veía
venir hacia él, entre las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero de
arroz, llamándolo dengosa: “¡Platero, Plateriiillo!”, el asnucho quería partir
la cuerda, y saltaba igual que un niño, y rebuznaba loco.
Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él,
y le pegaba pataditas, y le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza
rosa, almenada de grandes dientes amarillos; o, cogiéndole las orejas, que él
ponía a su alcance, lo llamaba con todas las variaciones mimosas de su nombre:
“¡Platero! ¡Platerón! ¡Platerillo! ¡Platerete! ¡Platerucho!”
En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba,
río abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio,
lo llamaba triste:”¡Plateriiillo!... “ Desde la casa oscura y llena de suspiros
se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh estío melancólico!
¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro! Septiembre, rosa y oro, como
ahora, declinaba. Desde el cementerio, !cómo resonaba la campana de vuelta en
el ocaso abierto, camino de la gloria!... Volví por las tapias, solo y mustio;
entré en la casa por la puerta del corral, y, huyendo de los hombres, me fui a
la cuadra y me senté a pensar, con Platero.
Capítulo ochenta y dos
El pastor
En la colina, que la hora morada va tornando oscura y
medrosa, el pastorcillo, negro contra el verde ocaso de cristal, silba en su
pito, bajo el temblor de Venus. Enredadas en las flores, que huelen más y ya no
se ven, cuyo aroma las exalta hasta darles forma en la sombra en que están
perdidas, tintinean paradas, las esquilas claras y dulces del rebaño, disperso
un momento, antes de entrar al pueblo, en el paraje conocido. — Zeñorito, zi
eze gurro juera mío...
El chiquillo, más moreno y más idílico en la hora dudosa,
recogiendo en los ojos rápidos cualquier brillantez del instante, parece uno de
aquellos mendiguillos que pintó Bartolomé Esteban, el buen sevillano.
Yo le daría el burro... Pero ¿qué iba yo a
hacer sin ti, Platero?
La luna, que sube, redonda, sobre la ermita de Montemayor,
se ha ido derramando suavemente por el prado, donde aún yerran vagas claridades
del día; y el suelo florido parece ahora de ensueño, no sé qué encaje primitivo
y bello; y las rocas son más grandes, más inminentes y más tristes; y llora más
el agua del regato invisible...
Y el pastorcillo grita, codicioso, ya
lejos:
— ¡Ayn! Zi eze gurro juera míooo...
Capítulo ochenta y tres
El canario se muere
Mira, Platero, el canario de los niños ha amanecido hoy
muerto en su jaula de plata. Es verdad que el pobre estaba ya muy viejo... El
invierno último, tú te acuerdas bien, lo pasó silencioso, con la cabeza
escondida en el plumón. Y al entrar esta primavera, cuando el sol hacía jardín
la estancia abierta y abrían las mejores rosas del patio, él quiso también
engalanar la vida nueva, y cantó pero su voz era quebradiza y asmática, como la
voz de una flauta cascada.
El mayor de los niños, que lo
cuidaba, viéndolo yerto en el fondo de la jaula, se ha apresurado, lloroso, a
decir:
—¡Puej no l’a faltao na: ni comida, ni
agua!
No. No le ha faltado nada,
Platero. “Se ha muerto porque sí” , diría Campoamor, otro canario viejo...
Platero, ¿habrá un paraíso de los pájaros? ¿Habrá un vergel
verde sobre el cielo azul, todo en flor de rosales áureos, con almas de pájaros
blancos, rosas, celestes, amarillos?
Oye, a la noche, los niños, tú y yo bajaremos el pájaro
muerto al jardín. La luna está ahora llena, y a su pálida plata, el pobre
cantor, en la mano cándida de Blanca, parecerá el pétalo mustio de un lirio
amarillento Y lo enterraremos en la tierra del rosal grande.
A la primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir del
corazón de una rosa blanca. El aire fragante se pondrá canoro, y habrá por el
sol de abril un errar encantado de alas invisibles y un reguero secreto de
trinos claros de oro puro.
Capítulo ochenta y cuatro
La colina
¿No me has visto nunca, Platero,
echado en la colina, romántico y clásico a un tiempo?
...Pasan los toros, los perros, los cuervos, y no me muevo,
ni siquiera miro. Llega la noche, y sólo me voy cuando la sombra me quita. No
sé cuándo me vi allí por vez primera y aún dudo si estuve nunca. Ya sabes qué
colina digo; la colina roja aquella que se levanta, como un torso de hombre y
de mujer, sobre la viña vieja de Cobano.
En ella he leído cuanto he leído y he pensado todos mis
pensamientos. En todos los museos vi este cuadro mío, pintado por mí mismo: yo,
de negro, echado en la arena, de espaldas a mí, digo a ti o a quien mirara, con
mi idea libre entre mis ojos y el Poniente.
Me llaman, a ver si voy ya a comer o a dormir, desde la casa
de la Piña. Creo que voy, pero no sé si me quedo allí. Y yo estoy cierto,
Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en donde esté, ni en la
tumba ya muerto; sino en la colina roja, clásica a un tiempo y romántica,
mirando, con un libro en la mano, ponerse el sol sobre el río...
Capítulo ochenta y cinco
El otoño
Ya el sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sus
sábanas, y los labradores madrugan más que él. Es verdad que está desnudo y que
hace fresco.
¡Cómo sopla el Norte! Mira, por el suelo, las ramitas
caídas; es el viento tan agudo, tan derecho, que están todas paralelas,
apuntadas al Sur.
El arado va, como una tosca arma de guerra, a la labor
alegre de la paz, Platero; y en la ancha senda húmeda, los árboles amarillos,
seguros de verdecer, alumbran, a un lado y otro, vivamente, como suaves
hogueras de oro claro, nuestro rápido caminar.
Capítulo ochenta y seis
El perro atado
La entrada del otoño es para mí, Platero, un perro atado,
ladrando limpia y largamente, en la soledad de un corral, de un patio o de un
jardín, que comienzan con la tarde a ponerse fríos y tristes... Dondequiera que
estoy, Platero, oigo siempre, en estos días que van siendo cada vez más
amarillos, ese perro atado, que ladra al sol de ocaso...
Su ladrido me trae, como nada, la elegía. Son los instantes
en que la vida anda toda en el oro que se va, como el corazón de un avaro en la
última onza de su tesoro que se arruina. Y el oro existe apenas, recogido en el
alma avaramente y puesto por ella en todas partes, como los niños cogen el sol
con un pedacito de espejo y lo llevan a las paredes en sombra, uniendo en una
sola las imágenes de la mariposa y de la hoja seca...
Los gorriones, los mirlos, van subiendo de rama en rama en el
naranjo o en la acacia, más altos cada vez con el sol. El sol se torna rosa,
malva... La belleza hace eterno el momento fugaz y sin latido, como muerto para
siempre aún vivo. Y el perro le ladra, agudo y ardiente, sintiéndola tal vez
morir, a la belleza...
Capítulo ochenta y siete
La tortuga griega
Nos la encontramos mi hermano y yo volviendo, un mediodía,
del colegio por la callejilla. Era en agosto— ¡aquel cielo azul Prusia, negro
casi, Platero!—, y para que no pasáramos tanto calor, nos traían por allí, que
era más cerca... Entre la hierba de la pared del granero, casi como tierra, un
poco protegida por la sombra del Canario, el viejo familiar amarillo que en
aquel rincón se pudría, estaba, indefensa. La cogimos, asustados, con la ayuda
de la mandadera y entramos en casa anhelantes, gritando: “¡Una tortuga, una
tortuga!” Luego la regamos, porque estaba muy sucia, y salieron, como de una
calcomanía, unos dibujos en oro y negro...
Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro Verde y otros que oyeron
a éstos, nos dijeron que era una tortuga griega. Luego, cuando en los Jesuítas
estudié yo Historia Natural, la encontré pintada en el libro, igual a ella en
un todo, con ese nombre; y la vi embalsamada en la vitrina grande, con un
cartelito que rezaba ese nombre también. Así, no cabe duda, Platero, de que es
una tortuga griega.
Ahí está, desde entonces. De niños hicimos con ella algunas
perrerías: la columpiábamos en el trapecio, le echábamos a Lord, la teníamos
días enteros boca arriba... Una vez, el Sordito le dio un tiro para que
viéramos lo dura que era. Rebotaron los plomos, y uno fue a matar un pobre
palomo blanco que estaba bebiendo bajo el peral.
Pasan meses y meses sin que se la vea. Un día, de pronto,
aparece en el carbón, fija, como muerta. A veces, un nido de huevos hueros, son
señal de su estancia en algún sitio; come con las gallinas, con los palomos,
con los gorriones, y lo que más le gusta es el tomate. A veces, en primavera,
se enseñorea del corral, y parece que ha echado de su seca vejez eterna y sola
una rama nueva; que se ha dado a luz a sí misma para otro siglo...
Capítulo ochenta y ocho
Tarde de octubre
Han pasado las vacaciones y, con las primeras hojas
amarillas, los niños han vuelto al colegio. Soledad. El sol de la casa, también
con hojas caídas, parece vacío, En la ilusión suenan gritos lejanos y remotas
risas...
Sobre los rosales, aún con flor, cae la tarde, lentamente.
Las lumbres del ocaso prenden las últimas rosas, y el jardín, alzando como una
llama de fragancia hacia el incendio del Poniente, huele todo a rosas quemadas.
Silencio.
Platero, aburrido como yo, no sabe qué hacer. Poco a poco se
viene a mí, duda un punto, y, al fin, confiado, pisando seco y duro en los
ladrillos, se entra conmigo por la casa...
Capítulo ochenta y nueve
Antonia
El arroyo traía tanta agua, que los lirios amarillos, firme
gala de oro de sus márgenes en el estío, se ahogaban en aislada dispersión,
donando a la corriente fugitiva, pétalo a pétalo, su belleza...
¿Por dónde iba a pasarlo Antoñilla con aquel traje
dominguero?. Las piedras que pusimos se hundieron en el fango. La muchacha
siguió, orilla arriba, hasta el vallado de los chopos, a ver si por allí
podía... No podía... Entonces yo le ofrecí a Platero, galante.
Al hablarle yo, Antoñilla se encendió toda, que mando su
arrebol las pecas que picaban de ingenuidad el contorno de su mirada gris.
Luego se echó a reír, súbitamente, contra un árbol... Al fin se decidió. Tiró a
la hierba el pañuelo rosa de estambre, corrió un punto y, ágil como una galga,
se escarranchó sobre Platero, dejando colgadas a un lado y otro sus duras
piernas, que redondeaban, en no sospechada madurez, los círculos rojos y
blancos de las medias bastas.
Platero lo pensó un momento, y, dando un salto seguro, se
clavó en la otra orilla. Luego, como Antoñilla, entre cuyo rubor y yo estaba ya
el arroyo, le taconeara en la barriga, salió trotando por el llano, entre el
reír de oro y plata de la muchacha morena sacudida.
...Olía a lirio, a agua, a amor. Cual una corona de rosas
con espinas, el verso que Shakespeare hizo decir a Cleopatra, me ceñía,
redondo, el pensamiento:
¡O happy horse, to
bear the weight of Antony!
—¡Platero!— le grité, al fin, iracundo,
violento y desentonado...
Capítulo noventa
El racimo olvidado
Después de las largas lluvias de octubre, en el oro celeste
del día abierto, nos fuimos todos a las viñas. Platero llevaba la merienda y
los sombreros de las niñas en un cobujón del seroncillo, y en el otro, de
contrapeso, tierna, blanca y rosa, como una flor de albérchigo, a Blanca.
¡Qué encanto el del campo renovado! Iban los arroyos
rebosantes, estaban blandamente aradas las tierras, y en los chopos marginales,
festoneados todavía de amarillo, se veían ya los pájaros, negros.
De pronto, las niñas, una tras otra,
corrieron, gritando:
—¡Un raciiimo! ¡Un raciiimo!
En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredados
mostraban aún algunas renegridas y carmíneas hojas secas, encendía el picante
sol un claro y sano racimo de ámbar, brilloso como la mujer en su otoño. ¡Todas
lo querían! Victoria, que lo cogió, lo defendía a su espalda. Entonces yo se lo
pedí, y ella, con esa dulce obediencia voluntaria que presta al hombre la niña
que va para mujer, me lo cedió de buen grado.
Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le di una a Victoria,
una a Blanca, una a Lola, una a Pepa—¡los niños!—, y la última, entre risas y
palmas unánimes, a Platero, que la cogió, brusco, con sus dientes enormes.
Capítulo noventa y uno
Almirante
Tú no lo conociste. Se lo llevaron antes que tú vi nieras.
De él aprendí la nobleza. Como ves, la tabla con su nombre sigue sobre el
pesebre que fué suyo, en el que están su silla, su bocado y su cabestro.
¡Qué ilusión cuando entró en el corral por vez primera,
Platero! Era marismeño y con él venía a mí un cúmulo de fuerza, de vivacidad,
de alegría. ¡Qué bonito era! Todas las mañanas, muy temprano, me iba con él
ribera abajo y galopaba por las marismas levantando las bandadas de grajos que
me rodeaban por los molinos cerrados. Luego subía por la carretera y entraba,
en duro y cerrado trote corto, por la calle Nueva.
Una tarde de invierno vino a mi casa monsieur Dupont, el de
las bodegas de San Juan, su fusta en la mano. Dejó sobre el velador de la
salita unos billetes y se fue con Lauro hacia el corral. Después, ya
anochecido, como en un sueño, vi pasar por la ventana a monsieur Dupont con
Almirante, enganchado en su charret, calle Nueva arriba, entre la lluvia.
No sé cuántos días tuve el corazón encogido. Hubo que llamar
al médico y me dieron bromuro y éter y no sé qué más, hasta que el tiempo, que
todo lo borra, me lo quitó del pensamiento, como me quitó a Lord y a la niña
también, Platero.
Sí, Platero. ¡Qué buenos amigos
hubierais sido Almirante y tú!
Capítulo noventa y dos
Viñeta
Platero, en los húmedos y blandos surcos paralelos de la
oscura haza recién arada, por los que corre ya otra vez un ligero brote de
verdor de las semillas removidas, el sol, cuya carrera es ya tan corta,
siembra, al ponerse, largos regueros de oro sensitivo. Los pájaros frioleros se
van, en grandes y altos bandos, al Moro. La más leve ráfaga de viento desnuda
ramas enteras de sus últimas bojas amarillas.
La estación convida a miramos el alma, Platero. Ahora
tendremos otro amigo: el libro nuevo, escogido y noble. Y el campo todo se nos
mostrará abierto, ante el libro abierto, propicio en su desnudez al infinito y
sostenido pensamiento solitario.
Mira, Platero, este árbol que, verde y susurrante, cobijó,
no hace un mes aún, nuestra siesta. Solo, pequeño y seco, se recorta, con un
pájaro negro entre las hojas que le quedan, sobre la triste vehemencia amarilla
del rápido Poniente.
Capítulo noventa y tres
La escama
Desde la calle de la Aceña, Platero, Moguer es otro pueblo.
Allí empieza el barrio de los ma rineros. La gente habla de otro modo, con
términos marinos, con imágenes libres y vistosas. Visten mejor los hombres,
tienen cadenas pesadas y fuman buenos cigarros y pipas largas. ¡Qué diferencia
entre un hombre sobrio, seco y sencillo de la Carretería, por ejemplo, Raposo,
y un hombre alegre, moreno y rubio, Picón, tú lo conoces, de la calle de la
Ribera!
Granadilla, la hija del sacristán de San Francisco, es de la
calle del Coral. Cuando vienen algún día a casa, deja la cocina vibrando de su
viva charla gráfica. Las criadas, que son una de la Friseta, otra del
Monturrio, otra de los Hornos, la oyen embobadas. Cuenta de Cádiz, de Tarifa y
de la Isla; habla de tabaco de contrabando, de telas de Inglaterra, de medias
de seda, de plata, de oro... Luego sale taconeando y contoneándose, ceñida su
figulina ligera y rizada en el fino pañuelo negro de espuma...
Las criadas se quedan comentando sus palabras de colores.
Veo a Montemayor mirando una escama de pescado contra el sol, tapado el ojo
izquierdo con la mano... Cuando le pregunto qué hace, me responde que es la
Virgen del Carmen, que se ve, bajo el arco iris, con su manto abierto y
bordado, en la escama; la Virgen del Carmen, la Patrona de los marineros; que
es verdad, que se lo ha dicho Granadilla...
Capítulo noventa y cuatro
Pinito
¡Eese!... !Eese!... ¡Eese!... ¡... maj
tonto que Pinitooo!...
Casi se me había olvidado quién era Pinito. Ahora, Platero,
en este sol suave del otoño, que hace de los vallados de arena roja un incendio
más colorado que caliente, la voz de ese chiquillo me hace, de pronto, ver
venir a nosotros, subiendo la cuesta con una carga de sarmientos renegridos, al
pobre Pinito.
Aparece en mi memoria y se borra otra vez. Apenas puedo
recordarlo. Lo veo, un punto, seco, moreno, ágil, con un resto de belleza en su
sucia fealdad; mas, al querer fijar mejor su imagen, se me escapa todo, como un
sueño con la mañana, y ya no sé tampoco si lo que pensaba era de él... Quizá
iba corriendo casi en cueros por la calle Nueva, en una mañana de agua,
apedreado por los chiquillos; o, en un crepúsculo invernal, tornaba, cabizbajo
y dando tumbos, por las tapias del cementerio viejo, al Molino de viento, a su
cueva sin alquiler, cerca de los perros muertos, de los montones de basura y
con los mendigos forasteros.
—... maj tonto que Pinitooo!... ¡Eese!...
¡Qué daría yo, Platero, por haber hablado una vez sola con
Pinito, El pobre murió, según dice la Macaria, de una borrachera, en casa de
las Colillas, en la gavia del Castillo, hace ya mucho tiempo, cuando era yo
niño aún, como tú ahora, Platero. Pero ¿sería tonto? ¿Cómo, cómo sería?
Platero, muerto él sin saber yo cómo era, ya sabes que,
según ese chiquillo, hijo de una madre que lo conoció sin duda, yo soy más
tonto que Pinito.
Capítulo noventa y cinco
El río
Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, el
mal corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja recoge aquí y allá, esta
tarde, entre el fango violeta y amarillo, el sol poniente; y por su cauce casi
sólo pueden ir barcas de juguete. ¡Qué pobreza!
Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes,
bergantines, faluchos—El Lobo, La joven Eloísa, el San Cayetano, que era de mi
padre y que mandaba el pobre Quintero; La Estrella, de mi tío, que, mandaba
Picón—, ponían sobre el cielo de San Juan la confusión alegre de sus
mástiles—¡sus palos mayores, asombro de los niños!—; o iban a Málaga, a Cádiz,
a Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino... Entre ellos, las lanchas
complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus nombres pintados de verde,
de azul, de blanco, de amarillo, de carmín... Y los pescadores subían al pueblo
sardinas, ostiones, anguilas, lenguados, cangrejos... El cobre de Riotinto lo
ha envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los ricos comen
los pobres la pesca miserable de hoy... Pero el falucho, el bergantín, el laúd,
todos se perdieron.
¡Qué miseria! ¡Ya el Cristo no ve el aguaje alto en las
mareas! Sólo queda, leve hilo de sangre de un muerto, mendigo harapiento y
seco, la exangüe corriente del río, color de hierro igual que este ocaso rojo
sobre el que La Estrella, desarmada, negra y podrida, al cielo la quilla
mellada, recorta como una espina de pescado su quemada mole, en donde juegan,
cual en mi pobre corazón las ansias, los niños de los carabineros.
Capítulo noventa y seis
La granada
¡Qué hermosa esta granada, Platero! Me la ha mandado
Aguedilla, escogida de lo mejor de su arroyo de las Monjas. Ninguna fruta me
hace pensar, como ésta, en la frescura del agua que la nutre. Estalla de salud
fresca y fuerte. ¿Vamos a comérnosla?
¡Platero, qué grato gusto amargo y seco el de la piel, dura
y agarrada como una raíz a la tierra! Ahora, el primer dulzor, aurora hecha
breve rubí, de los granos que se vienen pegados a la piel. Ahora, Platero, el
núcleo apretado, sano, completo, con sus velos finos, el exquisito tesoro de
amatistas comestibles, jugosas y fuertes, como el corazón de no sé qué reina
joven. ¡Qué llena está, Platero! Ten, come. ¡Qué rica! ¡Con qué fruición se
pierden los dientes en la abundante sazón alegre y roja! Espera, que no puedo
hablar. Da al gusto una sensación como la del ojo perdido en el laberinto de
colores inquietos de un calidoscopio. ¡Se acabó!
Yo ya no tengo granados, Platero. Tú no viste los del
corralón de la bodega de la calle de las Flores. Ibamos por las tardes... Por
las tapias caídas se veían los corrales de las casas de la calle del Coral,
cada uno con su encanto, y el campo, y el río. Se oía el toque de las cornetas
de los carabineros y la fragua de Sierra... Era el descubrimiento de una parte
nueva del pueblo que no era la mía, en su plena poesía diaria. Caía el sol y
los granados se incendiaban como ricos tesoros, junto al pozo en sombra que
desbarataba la higuera llena de salamanquesas...
¡Granada, fruta de Moguer, gala de su escudo! ¡Granadas
abiertas al sol grana del ocaso! ¡Granadas del huerto de las Monjas, de la
cañada del Peral, de Sabariego, con los reposados valles hondos con arroyos
donde se queda el cielo rosa, como en mi pensamiento, hasta bien entrada la
noche!
Capítulo noventa y siete
El cementerio viejo
Yo quería, Platero, que tú entraras aquí conmigo; por eso te
he metido, entre los burros del ladrillero, sin que te vea el enterrador. Ya
estamos en el silencio... Anda...
Mira, éste es el patio de San José. Ese rincón umbrío y
verde, con la verja caída, es el cementerio de los curas... Este patinillo
encalado que se funde, sobre el Poniente, en el sol vibrante de las tres, es el
patio de los niños... Anda... El Almirante... Doña Benita... La zanja de los
pobres, Platero...
¡Cómo entran y salen los gorriones de los
cipreses!
¡Míralos qué alegres! Esa abubilla
que ves ahí, en la salvia, tiene el nido en un nicho... Los niños del
enterrador. Mira con qué gusto se comen su pan con manteca colorada... Platero,
mira esas dos mariposas blancas...
El patio nuevo... Espera... ¿Oyes? Los cascabeles... Es el
coche de las tres, que va por la carretera a la estación... Esos pinos son los
del Molino de viento... Doña Lutgarda... El capitán... Alfredito Ramos, que
traje yo, en su cajita blanca, de niño, una tarde de primavera, con mi hermano,
con Pepe Sáenz y con Antonio Rivero... ¡Calla...! El tren de Riotinto que pasa
por el puente... Sigue... La pobre Carmen, la tísica, tan bonita, Platero...
Mira esa rosa con sol... Aquí está la niña, aquel nardo que no pudo con sus
ojos negros... Y aquí, Platero, está mi padre...
Platero...
Capítulo noventa y ocho
Lipiani
Échate a un lado, Platero, y
deja pasar a los niños de la escuela.
Es jueves, como sabes, y han venido al campo. Unos días los
lleva Lipiani a lo del padre Castellano; otros, al puente de las Angustias;
otros, a la Pila. Hoy se conoce que Lipiani está de humor, y, como ves, los ha
traído hasta la Ermita.
Algunas veces he pensado que Lipiani te deshombrara— ya
sabes lo que es desasnar a un niño, según palabra de nuestro alcalde— ;pero me
temo que te murieras de hambre. Porque el pobre Lipiani, con el pretexto de la
hermandad en Dios y aquello de que los niños se acerquen a mí, que él explica a
su modo, hace que cada niño reparta con él su merienda, las tardes de campo,
que él menudea, y así se come trece mitades él solo.
¡Mira qué contentos van todos! Los niños, como corazonazos
mal vestidos, rojos y palpitantes, traspasados de la ardorosa fuerza de esta
alegre y picante tarde de octubre. Lipiani, contoneando su mole blanda en el
ceñido traje canela de cuadros, que fue de Boria, sonriente su gran barba
entrecana con la promesa de la comilona bajo el pino... Se queda el campo
vibrando a su paso como un metal policromo, igual que la campana gorda que
ahora, calladas ya a sus vísperas, sigue zumbando sobre el pueblo como un gran
abejorro verde, en la torre de oro desde donde ella ve la mar.
Capítulo noventa y nueve
El castillo
¡Que bello está el cielo esta tarde, Platero, con su
metálica luz de otoño, como una ancha espada de oro limpio! Me gusta venir por
aquí, porque desde esta cuesta en soledad se ve bien el ponerse del sol y nadie
nos estorba, ni nosotros inquietamos a nadie...
Sólo una casa hay, blanca y azul, entre las bodegas y los
muros sucios que bordean el jaramago y la ortiga, y se diría que nadie vive en
ella. Este es el nocturno campo de amor de la Colilla y de su hija, esas buenas
mozas blancas, iguales casi, vestidas siempre de negro. En esta gavia es donde
se murió Pinito y donde estuvo dos días sin que lo viera nadie. Aquí pusieron
los cañones cuando vinieron los artilleros. A don Ignacio, ya tú lo has visto,
confiado, con su contrabando de aguardiente. Además, los toros entran por aquí
de las Angustias, y no hay ni chiquillos siquiera.
...Mira la viña por el arco del puente de la gavia, roja y
decadente, con los hornos de ladrillo y el río violeta al fondo. Mira las
marismas, solas. Mira cómo el sol poniente, al manifestarse, grande y grana,
como un dios visible, atrae a él el éxtasis de todo y se hunde, en la raya de
mar que está detrás de Huelva, en el absoluto silencio que le rinde el mundo;
es decir, Moguer, su campo, tú y yo, Platero.
Capítulo cien
La plaza vieja de toros
Una vez más pasa por mí, Platero, en incogible ráfaga, la
visión aquella de la plaza vieja de toros que se quemó una tarde... de..., que
se quemó, yo no sé cuando...
Ni sé tampoco cómo era por dentro... Guardo una idea de
haber visto— ¿o fue en una estampa de las que venían en el chocolate que me
daba Manolito Flórez?— unos perros chatos, pequeños y grises, como de maciza
goma, echados al aire por un toro negro... Y una redonda soledad absoluta, con
una alta hierba muy verde... Sólo sé cómo era por fuera, digo por encima; es
decir, lo que no era plaza... Pero no había gente... Yo daba, corriendo, la
vuelta por las gradas de pino, con la ilusión de estar en una plaza de toros
buena y verdadera, como las de aquellas estampas, más alto cada vez; y, en el
anochecer de agua que se venía encima, se me entró, para siempre ,en el alma,
un paisaje lejano de un rico verdor negro, a la sombra, digo, al frío del
nubarrón, con el horizonte de pinares recortado sobre una ola y leve claridad
corrida y blanca, allá sobre el mar...
Nada más... ¿Qué tiempo estuve allí? ¿Quién me sacó? ¿Cuándo
fue? No lo sé, ni nadie me lo ha dicho, Platero... Pero todos me responden
cuando les hablo de ello:
—Sí; la plaza del Castillo, que
se quemó... Entonces sí que venían toreros a Moguer...
Capítulo ciento uno
El eco
El paraje es tan solo, que parece que siempre hay alguien
por él. De vuelta de los montes, los cazadores alargan por aquí el paso y se
suben por los vallados para ver más lejos. Se dice que, en sus correrías por
este término, hacía noche aquí Parrales, el bandido... La roca roja está contra
el naciente y, arriba, alguna cabra desviada, se recorta, a veces, contra la
luna amarilla del anochecer. En la pradera, una charca que solamente seca
agosto, coge pedazos de cielo amarillo, verde, rosa, ciega casi por las piedras
que desde lo alto tiran los chiquillos a las ranas, o por levantar el agua en
un remolino estrepitoso.
...He parado a Platero en la vuelta del camino, junto al
algarrobo que cierra la entrada del prado negro todo de sus alfanjes secos; y
aumentando mi boca con mis manos, he gritado contra la roca: “¡Platero!”
La roca, con respuesta seca,
endulzada un poco por el contagio del agua próxima, ha dicho: “¡Platero!”
Platero ha vuelto, rápido, la cabeza, irguiéndola y
fortaleciéndola, y con un impulso de arrancar, se ha estremecido.
“¡Platero!”, he gritado de nuevo a la roca.
La roca de nuevo ha dicho: “¡Platero!”
Platero me ha mirado, ha mirado
a la roca y, remangando el labio, ha puesto un interminable rebuzno contra el
cenit.
La roca ha rebuznado larga y
oscuramente con él en un rebuzno paralelo al suyo, con el fin más largo.
Platero ha vuelto a rebuznar.
La roca ha vuelto a rebuznar.
Entonces, Platero, en un rudo alboroto testarudo, se ha
cerrado como un día malo, ha empezado a dar vueltas con el testuz o en el
suelo, queriendo romper la cabezada, huir, dejarme solo, hasta que me lo he ido
trayendo con palabras bajas, y poco a poco su rebuzno se ha ido quedando solo
en su rebuzno, entre las chumberas.
Capítulo ciento dos
Susto
Era la comida de los niños. Soñaba la lámpara su rosada
lumbre tibia sobre el mantel de nieve y los geranios rojos y las pintadas
manzanas coloreaban de una áspera alegría fuerte aquel sencillo idilio de caras
inocentes. Las niñas comían como mujeres; los niños discutían como algunos
hombres. Al fondo, dando el pecho blanco al pequeñuelo, la madre, joven, rubia
y bella, los miraba sonriendo. Por la ventana del jardín, la clara noche de
estrellas temblaba, dura y fría.
De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazos de
la madre. Hubo un súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas caídas,
todos corrieron tras ella, con un raudo alborotar, mirando espantados a la
ventana.
¡El tonto de Platero! Puesta en el cristal su cabezota
blanca, agigantada por la sombra, los cristales y el miedo, contemplaba, quieto
y triste, el dulce comedor encendido.
Capítulo ciento tres
La fuente vieja
Blanca siempre sobre el pinar siempre verde; rosa o azul,
siendo blanca, en la aurora; de oro o malva en la tarde, siendo blanca; verde o
celeste, siendo blanca en la noche; la Fuente vieja, Platero, donde tantas
veces me has visto parado tanto tiempo, encierra en sí, como una clave o una
tumba, toda la elegía del mundo, es decir, el sentimiento de la vida verdadera.
En ella he visto el Partenón, las Pirámides, las catedrales
todas. Cada vez que una fuente, un mausoleo, un pórtico me desvelaron con la
insistente permanencia de su belleza, alternaba en mi duermevela su imagen con
la imagen de la Fuente vieja.
De ella fui a todo. De todo torné a ella. De tal manera está
en su sitio, tal armoniosa sencillez la eterniza, el color y la luz son suyos
tan por entero, que casi se podría coger de ella en la mano, como su agua, el
caudal completo de la vida. La pintó Böcklin sobre Grecia; fray Luis la
tradujo; Beethoven la inundó de alegre llanto; Miguel Ángel se la dio a Rodin.
Es la cuna y es la boda; es la
canción y es el soneto; es la realidad y es la alegría; es la muerte.
Muerta está ahí, Platero, esta noche, como una carne de
mármol entre el oscuro y blando verdor rumoroso; muerta, manando de mi alma el
agua de mi eternidad.
Capítulo ciento cuatro
Camino
¡Qué de hojas han caído la noche pasada, Platero! Parece que
los árboles han dado una vuelta y tienen la copa en el suelo y en el cielo las
raíces, en un anhelo de sembrarse en él. Mira ese chopo: parece Lucía, la
muchacha titiritera del circo, cuando, derramada la cabellera de fuego en la
alfombra, levanta, unidas, sus finas piernas bellas, que alarga la malla gris.
Ahora, Platero, desde la desnudez de las ramas, los pájaros
nos verán entre las hojas de oro, como nosotros los veíamos a ellos entre las
hojas verdes, en la primavera. La canción suave que antes cantaron las hojas
arriba, ¡en qué seca oración arrastrada se ha tornado abajo!
¿Ves el campo, Platero, todo lleno de hojas secas? Cuando
volvamos por aquí, el domingo que viene, no verás una sola. No sé dónde se
mueren. Los pájaros, en su amor de la primavera, han debido de decirles el
secreto de ese morir bello y oculto, que no tendremos tú ni yo, Platero...
Capítulo ciento cinco
Piñones
Ahí viene, por el sol de la calle Nueva, la chiquilla de los
piñones. Los trae crudos y tostados. Voy a comprarle, para ti y para mí, una
perra gorda de piñones tostados, Platero.
Noviembre superpone invierno y verano en días dorados y
azules. Pica el sol, y las venas se hinchan como sanguijuelas, redondas y
azules... Por las blancas calles tranquilas y limpias pasa el liencero de la
Mancha con su fardo gris al hombro; el quincallero de Lucena, todo cargado de
luz amarilla, sonando su tin tan que recoge en cada sonido el sol... Y, lenta,
pegada a la pared, pintando con cisco, en larga raya, la cal, doblada con su
espuerta, la niña de la Arena, que pregona larga y
sentidamente: “¡A
loj tojtaiiitoooj piñoneee...!”
Los novios los comen juntos en las puertas, trocando, entre
sonrisas de llama, meollos escogidos. Los niños que van al colegio, van
partiéndolos en los umbrales con una piedra... Me acuerdo que, siendo yo niño,
íbamos al naranjal de Mariano, en los Arroyos, las tardes de invierno.
Llevábamos un pañuelo de piñones tostados, y toda mi ilusión era llevar la
navaja con que los partíamos, una navaja de cabo de nácar, labrada en forma de
pez, con dos ojitos correspondidos de rubí, al través de los cuales se veía la
torre Eiffel...
¡Qué gusto tan bueno dejan en la boca los piñones tostados,
Platero! ¡Dan un brío, un optimismo! Se siente uno con ellos seguro en el sol
de la estación fría, como hecho ya monumento inmortal, y se anda con ruido, y
se lleva sin peso la ropa de invierno, y hasta echaría uno un pulso con León,
Platero, o con el Manquito, el mozo de los coches...
Capítulo ciento seis
El toro huido
Cuando llego yo, con Platero, al naranjal, todavía la sombra
está en la cañada, blanca de la uña de león con escarcha. El sol aún no da oro
al cielo incoloro y fúlgido, sobre el que la colina de chaparros dibuja sus más
finas aulagas... De cuando en cuando, un blando rumor ancho y prolongado me
hace alzar los ojos. Son los estorninos, que vuelven a los olivares, en largos
bandos, cambiando en evoluciones ideales...
Toco las palmas... El eco... ¡Manuel! .... Nadie... De
pronto, un rápido rumor grande y redondo... El corazón late con un
presentimiento de todo su tamaño. Me escondo, con
Platero, en la
higuera vieja...
Sí, ahí va. Un toro colorado pasa, dueño de la mañana,
olfateando, mugiendo, destrozando por capricho lo que encuentra. Se para un
momento en la colina y llena el valle, hasta el cielo, de un lamento corto y
terrible. Los estorninos, sin miedo, siguen pasando con un rumor que el latido
de mi corazón ahoga, sobre el cielo rosa.
En una polvareda, que el sol que asoma ya toca de cobre, el
toro baja, entre las pitas, al pozo. Bebe un momento, y luego, soberbio,
campeador, mayor que el campo, se va, cuesta arriba, los cuernos colgados de
despojos de vid, hacia el monte, y se pierde, al fin, entre los ojos ávidos y
la deslumbrante aurora, ya de oro puro.
Capítulo ciento siete
Idilio de noviembre
Cuando, anochecido, vuelve Platero del campo con su blanca
carga de ramas de pino para el horno, casi desaparece bajo la amplia verdura
rendida. Su paso es menudo, unido, como el de la señorita del circo en el
alambre, fino, juguetón... Parece que no anda. En punta las orejas, se diría un
caracol debajo de su casa.
Las ramas verdes, ramas que, erguidas, tuvieron cuervos—
¡qué horror !, ¡ahí han estado, Platero!— , se caen, pobres, hasta el polvo
blanco de las sendas secas del crepúsculo.
Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que va
ya a diciembre, la tierna humildad del burro cargado empieza, como el año
pasado, a parecer divina...
Capítulo ciento ocho
La yegua blanca
Vengo triste, Platero... Mira; pasando por la calle de las
Flores, ya en la Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a los dos niños
gemelos, estaba muerta la yegua blanca del Sordo. Unas chiquillas casi desnudas
la rodeaban, silenciosas.
Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que el Sordo
llevó esta mañana la yegua al moridero, harto ya de darle de comer. Ya sabes
que la pobre era tan vieja como don Julián y tan torpe. No veía, ni oía, y
apenas podía andar... A eso del mediodía, la yegua estaba otra vez en el portal
de su amo. El, irritado, cogió un rodrigón y la quería echar a palos. No se
iba. Entonces la pinchó con la hoz. Acudió la gente y , entre maldiciones y
bromas, la yegua. salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos la
seguían con piedras y gritos... Al fin, cayó al suelo y allí la remataron.
Algún sentimiento compasivo revoló sobre ella: “¡Dejadla morir en paz!”, como
si tú o yo hubiésemos estado allí, Platero; pero fue como una mariposa en el
centro de un vendaval.
Todavía, cuando la he visto, las piedras yacían a su lado,
fría ya ella como ellas. Tenía un ojo abierto del todo, que, ciego en su vida,
ahora que estaba muerta parecía como si mirara. Su blancura era lo que iba
quedando de luz en la calle oscura, sobre la que el cielo del anochecer, muy
alto con el frío, se aborregaba todo de levísimas nubecillas de rosa...
Capítulo ciento nueve
Cencerrada
Verdaderamente, Platero, que estaban bien. Doña Camila iba
vestida de blanco y rosa, dando lección, con el cartel y el puntero, a un
cochinito. El, Satanás, tenía un pellejo vacío de mosto en una mano y con la
otra le sacaba a ella de la faltriquera una bolsa de dinero. Creo que hicieron
las figuras Pepe el Pollo y Concha la Mandadera, que se llevó no sé qué ropas viejas
de mi casa. Delante iba Pepito el Retratado, vestido de cura, en un burro
negro, con un pendón. Detrás, todos los chiquillos de la calle de Enmedio, de
la calle de la Fuente, de la Carretería, de la plazoleta de los Escribanos, del
callejón de tío Pedro Tello, tocando latas, cencerros, peroles, almireces,
gangarros, calderos, en rítmica armonía, en la luna llena de las calles.
Ya sabes que doña Camila es tres veces viuda y que tiene
sesenta años, y que Satanás, viudo también, aunque una sola vez, ha tenido
tiempo de consumir el mosto de setenta vendimias. ¡Habrá que oírlo esta noche
detrás de los cristales de la casa cerrada, viendo y oyendo su historia y la de
su nueva esposa, en efigie y en romance!
Tres días, Platero, durará la cencerrada. Luego, cada vecina
se irá llevando del altar de la plazoleta, ante el que, alumbradas las
imágenes, bailan los borrachos, lo que es suyo. Luego seguirá unas noches más
el ruido de los chiquillos. Al fin, sólo quedarán la luna llena y el romance...
Capítulo ciento diez
Los gitanos
Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre,
derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a nadie... ¡Qué bien lleva su pasada
belleza, gallarda todavía, como en roble, el pañuelo amarillo de talle, en
invierno, y la falda azul de volantes, lunareada de blanco! Va al Cabildo, a
pedir permiso para acampar, como siempre, tras el cementerio. Ya recuerdas los
tenduchos astrosos de los gitanos, con sus hogueras, sus mujeres vistosas y sus
burros moribundos, mordisqueando la muerte, en derredor.
¡Los burros, Platero! ¡Ya estarán temblando los burros de la
Friseta, sintiendo a los gitanos desde, los corrales bajos! (Yo estoy tranquilo
por Platero, porque para llegar a su cuadra tendrían los gitanos que saltar
medio pueblo, y, además, porque Rengel, el guarda, me quiere y lo quiere a él.)
Pero, por amedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y poniendo negra la voz:
—¡Adentro, Platero, adentro!
¡Voy a cerrar la cancela, que te van a llevar!
Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa,
trotando, la cancela, que se cierra tras él con duro estrépito de hierro y
cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de las flores y de éste al
corral, como una flecha, rompiendo—¡brutote!—, en su corta fuga, la enredadera
azul.
Capítulo ciento once
La llama
Acércate más, Platero. Ven... Aquí no hay que guardar
etiquetas. El casero se siente feliz a tu lado, porque es de los tuyos. Allí,
su perro, ya sabes que te quiere. Y yo, ¡no te digo nada, Platero!...! ¡Qué
frío hará en el naranjal! Ya oyes a Raposo: “¡Dioj quiá que no je queme nesta
noche muchaj naranja!”
¿No te gusta el fuego, Platero? No creo que mujer desnuda
alguna pueda poner su cuerpo con la llamarada. ¿Qué cabellera suelta, que
brazos, qué piernas resistirían la comparación con estas desnudeces ígneas? Tal
vez no tenga la Naturaleza muestra mejor que el fuego. La casa está cerrada y
la noche fuera y sola; y, sin embargo, !cuánto más cerca que el campo mismo
estamos, Platero, de la Naturaleza, en esta ventana abierta al antro plutónico!
El fuego es el universo dentro de casa. Colorado e interminable, como la sangre
de una herida del cuerpo, nos calienta y nos da hierro, con todas las memorias
de la sangre.
Platero, ¡qué hermoso es el fuego! Mira cómo Alí, casi
quemándose en él, lo contempla con sus vivos ojos abiertos. ¡Qué alegría!
Estamos envueltos en danzas de oro y danzas de sombras. La casa toda baila, y
se achica y se agiganta en juego fácil, como los rusos. Todas las formas surgen
de él, en infinito encanto: ramas y pájaros, el león y el agua, el monte y la
rosa. Mira: nosotros mismos, sin quererlo, bailamos en la pared, en el suelo,
en el techo.
¡Qué locura, qué embriaguez, qué
gloria! El mismo amor parece muerte aquí, Platero.
Capítulo ciento doce
Convalecencia
Desde la débil iluminación amarilla de mi cuarto de
convaleciente, blando de alfombras y tapices, oigo pasar por la calle nocturna,
como en un sueño con relente de estrellas, ligeros burros que retornan del
campo, niños que juegan y gritan.
Se adivinan cabezotas oscuras de asnos, y cabecitas finas de
niños que, entre los rebuznos, cantan, con cristal y plata, coplas de Navidad.
El pueblo se siente envuelto en una humareda de castañas tostadas, en un vaho
de establos, en un aliento de hogares en paz...
Y mi alma se derrama, purificadora, como si un raudal de
aguas celestes le surtiera de la peña en sombra del corazón. ¡Anochecer de
redenciones! ¡Hora íntima, fría y tibia a un tiempo, llena de claridades
infinitas!
Las campanas, allá arriba, allá fuera, repican entre las
estrellas. Contagiado, Platero rebuzna en su cuadra, que, en este instante de
cielo cercano, parece que está muy lejos... Yo lloro, débil, conmovido y solo,
igual que Fausto...
Capítulo ciento trece
El burro viejo
...En fin, anda tan
cansado que a cada passo se pierde... (El potro rucio del Alcayde de los
Vélez.)
Romancero general.
No sé cómo irme de aquí,
Platero. ¿Quién lo deja ahí al pobre, sin guía y sin amparo?
Ha debido de salirse del moridero. Yo creo que no nos oye ni
nos ve. Ya lo viste esta mañana en ese mismo vallado, bajo las nubes blancas,
alumbrada su seca miseria mohina, que llenaban de islas vivas las moscas, por
el sol radiante, ajeno a la belleza prodigiosa del día de invierno. Daba una
lenta vuelta, como sin oriente, cojo de todas las patas, y se volvía otra vez
al mismo sitio. No ha hecho más que mudar de lado. Esta mañana miraba al
Poniente y ahora mira al Naciente.
¡Qué traba la de la vejez, Platero! Ahí tienes a ese pobre
amigo, libre y sin irse, aun viniendo ya hacia él la primavera. ¿O es que está
muerto, como Bécquer, y sigue en pie, sin embargo? Un niño podría dibujar su
contorno fijo, sobre el cielo del anochecer.
Ya lo ves... Lo he querido
empujar y no arranca... Ni atiende a las llamadas... Parece que la agonía lo ha
sembrado en el suelo...
Platero, se va a morir de frío en ese vallado alto, esta
noche, pasado por el Norte... No sé cómo irme de aquí; no sé qué hacer.
Platero...
Capítulo ciento catorce
El alba
En las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallos
alertas ven las primeras rosas del alba y las saludan galantes, Platero, harto
de dormir, rebuzna largamente. ¡Cuán dulce su lejano despertar, en la luz
celeste que entra por las rendijas de la alcoba! Yo, deseoso también del día,
pienso en el sol desde mi lecho mullido.
Y pienso en lo que habría sido del pobre Platero si en vez
de caer en mis manos de poeta hubiese caído en las de uno de esos carboneros
que van, todavía de noche, por la dura escarcha de los caminos solitarios, a
robar los pinos de los montes, o en las de uno de esos gitanos astrosos que
pintan los burros y les dan arsénico y les ponen alfileres en las orejas para
que no se les caigan.
Platero rebuzna de nuevo. ¿Sabrá que pienso en él? ¿Qué me
importa? En la ternura del amanecer, su recuerdo me es grato como el alba
misma. Y, gracias a Dios, él tiene una cuadra tibia y blanda como una cuna,
amable como mi pensamiento.
Capítulo ciento quince
Florecillas
A mi madre.
Cuando murió Mamá Teresa, me dice mi madre, agonizó con un
delirio de flores. Por no sé qué asociación, Platero, con las estrellitas de
colores de mi sueño de entonces, niño pequeñito, pienso, siempre que lo
recuerdo, que las flores de su delirio fueron las verbenas, rosas, azules,
moradas.
No veo a Mamá Teresa más que a través de los cristales de
colores de la cancela del patio, por los que yo miraba azul o grana la luna y
el Sol, inclinada tercamente sobre las macetas celestes o sobre los arrriates
blancos. Y la imagen permanece sin voler la cara —porque yo no me acuerdo cómo
era—,bajo el sol de la siesta de agosto o bajo las lluviosas tormentas de
septiembre.
En su delirio dice mi madre que llamaba a no sé qué
jardinero invisible, Platero. El que fuera, debió de llevársela por una vereda
de flores, de verbenas, dulcemente. Por ese camino torna ella, en mi memoria, a
mí, que la conservo a su gusto en mi sentir amable, aunque fuera del todo de mi
corazón, como entre aquellas sedas finas que ella usaba, sembradas todas de
flores pequeñitas, hermanas también de los heliotropos caídos del huerto y de
las lucecillas fugaces de mis noches de niño.
Capítulo ciento dieciséis
Navidad
¡La candela en el campo!... Es tarde de Nochebuena, y un sol
opaco y débil clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo gris en vez de
todo azul, con un indefinible amarillor en el horizonte de Poniente... De
pronto, salta un estridente crujido de ramas verdes que empiezan a arder;
luego, el humo apretado, blanco como armiño, y la llama, al fin, que limpia el
humo y puebla el aire de puras lenguas momentáneas, que parecen lamerlo.
¡Oh la llama en el viento! Espíritus rosados, amarillos,
malvas, azules, se pierden no sé donde, taladrando un secreto cielo bajo; ¡y
dejan un olor de ascua en el frío! ¡Campo, tibio ahora, de diciembre! ¡Invierno
con cariño! ¡Nochebuena de los felices!
Las jaras vecinas se derriten. El paisaje, a través del aire
caliente, tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Y los niños
del casero, que no tienen Nacimiento, se vienen alrededor de la candela, pobres
y tristes, a calentarse las manos arrecidas, y echan en las brasas bellotas y
castañas, que revientan, en un tiro.
Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya la noche
va enrojeciendo, y cantan: ...Camina,
María, camina José...
Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para
que jueguen con él.
Capítulo ciento diecisiete
La calle de la ribera
Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la Guardia Civil,
nací yo, Platero. ¡Cómo me gustaba de niño y qué rico me parecía este pobre
balcón, mudéjar a lo maestro Garfia, con sus estrellas de cristales de colores!
Mira por la cancela, Platero; todavía las lilas, blancas y lilas, y las
campanillas azules engalanan, colgando la verja de madera, negras por el
tiempo, del fondo del patio, delicia de mi edad primera.
Platero, en esta esquina de la calle de las Flores se ponían
por la tarde los marineros, con sus trajes de paño de varios azules, en hazas,
como el campo de octubre. Me acuerdo que me parecían inmensos; que, entre sus
piernas, abiertas por la costumbre del mar, veía yo, allí abajo, el río, con
sus listas paralelas de agua y de marisma, brillantes aquéllas, secas éstas y
amarillas; con un lento bote en el encanto del otro brazo del río; con las
violentas manchas coloradas en el cielo del Poniente... Después, mi padre se
fue a la calle Nueva, porque los marineros andaban siempre navaja en mano, porque
los chiquillos rompían todas las noches la farola del zaguán y la campanilla y
porque en la esquina hacía siempre mucho viento...
Desde el mirador se ve el mar. Y jamás se borrará de mi
memoria aquella noche en que nos subieron a los niños todos, temblorosos y
ansiosos, a ver el barco inglés aquel que estaba ardiendo en la Barra...
Capítulo ciento dieciocho
El invierno
Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve,
Platero. Llueve. Y las últimas flores que el otoño dejó obstinadamente
prendidas a sus ramas exangües, se cargan de diamantes. En cada diamante, un
cielo, un palacio de cristal, un Dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa
de agua, y al sacudirla, ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante, como su
alma, y se queda mustia y triste, igual que la mía.
El agua debe de ser tan alegre como el sol. Mira, si no,
cuál corren, felices, los niños bajo ella, recios v colorados, al aire las
piernas. Ve cómo los gorriones se entran todos, en bullanguero bando súbito, en
la yedra, en la escuela, Platero, como dice Darbón, tu médico.
Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones.
Mira cómo corren las canales del tejado. Mira cómo se limpian las acacias,
negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna a navegar por la cuneta el
barquito de los niños, parado ayer entre la hierba. Mira ahora, en este sol
instantáneo y débil, cuán bello el arco iris que sale de la iglesia y muere, en
una vaga irisación, a nuestro lado.
Capítulo ciento diecinueve
Leche de burra
La gente va más deprisa y tose en el silencio de la mañana
de diciembre. El viento vuelca el toque de misa en el otro lado del pueblo.
Pasa vacío el coche de las siete... Me despierta otra vez un vibrador ruido de
los hierros de la ventana... ¿Es que el cielo ha atado a ella otra vez, como
todos los años, su burra?
Corren presurosas las lecheras arriba y abajo, con su
cántaro de lata en el vientre, pregonando su blanco tesoro en el frío. Esta
leche que saca el ciego a su burra es para los catarrosos.
Sin duda, el ciego, como es ciego, no ve la ruina, mayor, si
es posible, cada día, cada hora, de su burra. Parece ella entera un ojo ciego
de su amo... Una tarde, yendo yo con Platero por la cañada de las Animas, me vi
al ciego dando palos a diestro y siniestro tras la pobre burra, que corría por
los prados, sentada casi en la hierba mojada. Los palos caían en un naranjo, en
la noria, en el aire, menos fuertes que los juramentos que, de ser sólidos,
habrían derribado el torreón del Castillo . . . No quería la pobre burra vieja
más advientos, y se defendía del Destino vertiendo en lo infecundo de la
tierra, como Onán, la dádiva de algún burro desahogado... El ciego, que vive su
oscura vida vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una promesa, dos dedos
del néctar de los burrillos, quería que l a burra detuviese, en pie, el don
fecundo, causa de su dulce medicina.
Y ahí está la burra, rascando su miseria en los hierros de
la ventana, farmacia miserable, para todo otro invierno, de viejos fumadores,
tísicos y borrachos...
Capítulo ciento veinte
Noche pura
Las almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre el
alegre cielo azul, gélido y estrellado. El norte silencioso acaricia, vivo, con
su pura agudeza.
Todos creen que tienen frío, y se esconden en las casas y
las cierran. Nosotros, Platero, vamos a ir despacio, tú con tu lana y con mi
manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo solitario.
¡Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una torre
de piedra tosca con remate de plata libre! ¡Mira cuánta estrella! De tantas
como son, marean. Se diría el cielo un mundo de niños, que le está rezando a la
tierra un encendido rosario de amor ideal.
¡Platero, Platero! ¡Diera yo toda mi vida y anhelara que tú
quisieras dar la tuya por la pureza de esta alta noche de enero, sola, clara y
dura!
Capítulo ciento veintiuno
La corona de perejil
A ver quien llega antes!
El premio era un libro de
estampas, que yo había recibido la víspera, de Viena.
—¡A ver quién llega antes a las
violetas!... A la una... A las dos... A las tres!
Salieron las niñas corriendo, en un alegre alboroto blanco y
rosa al sol amarillo. Un instante, se oyó en el silencio que cl esfuerzo mudo
de sus pechos abría en la mañana, la hora lenta que daba el reloj de la torre
del pueblo. el menudo cantar de un mosquitito en la colina de los pinos, que
llenaban los lirios azules, el venir del agua en el regato... Llegaban las niñas
al primer naranjo, cuando Platero, que holgazaneaba por allí, contagiado del
juego, se unió a ellas en su vivo correr. Ellas, por no perder, no pudieron
protestar ni reírse siquiera...
Yo les gritaba: “¡Que gana Platero! ¡Que
gana Platero!”
Sí; Platero llegó a las violetas
antes que ninguna, y se quedó allí, revolcándose en la arena.
Las niñas volvieron protestando
sofocadas, subiéndose las medias, cogiéndose el cabello:
—¡Eso no vale! . ¡Eso no vale!
¡Pues no! ¡Pues no! ¡ Pues no, ea!
Les dije que aquella carrera la había ganado Platero, y que
era justo premiarlo de algún modo. Que bueno, que el libro, como Platero no
sabía leer, se quedaría para otra carrera de ellas; pero que a Platero había
que darle un premio.
Ellas, seguras ya del libro, saltaban y
reían, rojas:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Entonces, acordándome de mí mismo, pensé que Platero tendría
el mejor premio en su esfuerzo, como yo en mis versos. Y cogiendo un poco de
perejil del cajón de la puerta de la casera, hice una corona, y se la puse en
la cabeza, honor fugaz y máximo, como a un lacedemonio.
Capítulo ciento veintidós
Los Reyes Magos
¡Qué ilusión, esta noche, la de los niños, Platero! No era
posible acostarlos. Al fin, el sueño los fue rindiendo: a uno, en una butaca; a
otro, en el suelo, al arrimo de la chimenea; a Blanca, en una silla baja; a
Pepe, en el poyo de la ventana, la cabeza sobre los clavos de la puerta, no
fueran a pasar los Reyes... Y ahora, en el fondo de esta afuera de la vida, se
siente como un gran corazón pleno y sano, el sueño de todos, vivo y mágico.
Antes de la cena, subí con todos. ¡Qué alboroto por la
escalera, tan medrosa para ellos otras noches! ‘’A mí no me da miedo de la
montera, Pepe; ¿y a ti?’’, decía Blanca, cogida muy fuerte de mi mano. Y
pusimos en el balcón, entre las cidras, los zapatos de todos. Ahora, Platero,
vamos a vestirnos Montemayor, tita, María Teresa, Polilla, Perico, tú y yo, con
sábanas y colchas y sombreros antiguos. Y a las doce pasaremos ante la ventana
de los niños en cortejo de disfraces y de luces, tocando almireces, trompetas y
el caracol que está en el último cuarto. Tú irás delante conmigo, que seré
Gaspar y llevaré unas barbas blancas de estopa, y llevarás, como un delantal,
la bandera de Colombia, que he traído de casa de mi tío, el cónsul... Los
niños, despertados de pronto, con el sueño colgado aún, en jirones, de los ojos
asombrados, se asomarán en camisa a los cristales, temblorosos y maravillados.
Después, seguiremos en su sueño toda la madrugada, y mañana, cuando, ya tarde,
los deslumbre el cielo azul por los postigos, subirán, a medio vestir, al
balcón, y serán dueños de todo el tesoro.
El año pasado nos reímos mucho.
¡Ya verás cómo nos vamos a divertir esta noche, Platero, camellito mío!
Capítulo ciento veintitrés
Mons-urium
El Monturrio, hoy. Las colinitas rojas, más pobres cada día
por la cava de los areneros, que, vistas desde el mar, parecen de oro y que
nombraron los romanos de ese modo brillante y alto. Por él se va, más pronto
que por el cementerio, al Molino de viento. Asoma ruinas por doquiera, y en sus
viñas, los cavadores sacan huesos, monedas y tinajas.
...Colón no me da demasiado bienestar, Platero. Que si paró
en mi casa, que si comulgó en Santa Clara, que si es de su tiempo esta palmera
o la otra hospedería... Está cerca y no va lejos, y ya sabes los dos regalos
que nos trajo de América. Los que me gusta sentir bajo mí, como una raíz
fuerte, son los romanos, los que hicieron ese hormigón del Castillo que no hay
pico ni golpe que arruine, en el que no fue posible clavar la veleta de la
Cigüeña, Platero...
No olvidaré nunca el día en que, muy niño, supe este nombre:
Mons-urium, Se me ennobleció de
pronto el Monturrio y para siempre. Mi nostalgia de lo mejor, ¡tan triste en mi
pobre pueblo!, halló un engaño deleitable. ¿A quién tenía yo que envidiar ya?
¿Qué antigüedad, qué ruina—catedral o castillo podría ya retener mi largo pensamiento
sobre los ocasos de la ilusión? Me encontré de pronto como sobre un tesoro
inextinguible. Moguer, Monte de oro, Platero; puedes vivir y morir contento.
Capítulo ciento veinticuatro
El vino
Platero, te he dicho que el alma de Moguer es el pan, No.
Moguer es como una caña de cristal grueso y claro, que espera todo el año, bajo
el redondo cielo azul, su vino de oro. Llegado septiembre, si el diablo no agua
la fiesta, se colma esta copa, hasta el borde, de vino y se derrama casi
siempre como un corazón generoso.
Todo el pueblo huele entonces a vino, más o menos generoso,
y suena a cristal. Es como si el sol se donara en líquida hermosura y por
cuatro cuartos, por el gusto de encerrarse en el recinto transparente del
pueblo blanco, y de alegrar su sangre buena. Cada casa es, en cada calle, como
una botella en la estantería de Juanito Miguel o del Realista, cuando el
Poniente las toca de sol.
Recuerdo La fuente de
la indolencia, de Turner, que parece pintada toda, en su amarillo limón,
con vino nuevo. Así Moguer, fuente de vino que, como la sangre, acude a cada
herida suya, sin término; manantial de triste alegría que, igual al sol de
abril, sube a la primavera cada año, pero cayendo cada día.
Capítulo ciento veinticinco
La fábula
Desde niño, Platero, tuve un horror instintivo al apólogo,
como a la iglesia, a la Guardia Civil, a los toreros y al acordeón. Los pobres
animales, a fuerza de hablar tonterías por boca de los fabulistas, me parecían
tan odiosos como en el silencio de las vitrinas hediondas de la clase de
Historia Natural. Cada palabra que decían, digo, que decía un señor acatarrado,
rasposo y amarillo, me parecía un ojo de cristal, Un alambre de ala, un soporte
de rama falsa. Luego, cuando vi en los circos de Huelva y de Sevilla animales
amaestrados, la fábula, que había quedado, como las planas y los premios, en el
olvido de la escuela dejada, volvió a surgir como una pesadilla desagradable de
mi adolescencia.
Hombre ya, Platero, un fabulista, Jean de La Fontaine, de
quien tú me has oído tanto hablar y repetir, me reconcilió con los animales
palantes; y un verso suyo, a veces, me parecía voz verdadera del grajo, de la
paloma o de la cabra. Pero siempre dejaba sin leer la moraleja, ese rabo seco,
esa ceniza, esa pluma caída del final.
Claro está, Platero, que tú no eres un burro en el sentido
vulgar de la palabra, ni con arreglo a la definición del Diccionario de la
Academia Española. Lo eres, sí, como yo lo sé y lo entiendo. Tú tienes tu
idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni ésta el del ruiseñor.
Así, no temas que vaya yo nunca, como has podido pensar entre mis libros, a
hacerte héroe charlatán de una fabulilla, trenzando tu expresión sonora con la de
la zorra o el jilguero, para luego deducir, en letra cursiva, la moral fría y
vana del apólogo. No, Platero...
Capítulo ciento veintiséis
Carnaval
¡Qué guapo está hoy Platero! Es lunes de Carnaval, y los
niños, que se han disfrazado vistosamente de toreros, de payasos y de majos, le
han puesto el aparejo moruno, todo bordado, en rojo, verde, blanco y amarillo,
de recargados arabescos.
Agua, sol y frío. Los redondos papelillos de colores van
rodando paralelamente por la acera, al viento agudo de la tarde, y las
máscaras, ateridas, hacen bolsillos de cualquier cosa para las manos azules.
Cuando hemos llegado a la plaza, unas mujeres vestidas de
locas, con largas camisas blancas, coronados los negros y sueltos cabellos con
guirnaldas de hojas verdes, han cogido a Platero en medio de su coro
bullanguero y, unidas por las manos, han girado alegremente en torno de él.
Platero, indeciso, yergue las orejas, alza la cabeza y, como
un alacrán cercado por el fuego, intenta, nervioso, huir por doquiera. Pero, como
es tan pequeño, las locas no lo temen y siguen girando, cantando y riendo a su
alrededor. Los chiquillos, viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne. Toda
la plaza es ya un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos, de risas, de
coplas, de panderetas y almireces...
Por fin, Platero, decidido igual que un hombre, rompe el
corro y se viene a mí trotando y llorando, caído el lujoso aparejo. Como yo, no
quiere nada con los Carnavales... No servimos para estas cosas...
Capítulo ciento veintisiete
León
Voy yo con Platero, lentamente, a un lado cada uno de los
poyos de la plaza de las Monjas, solitaria y alegre en esta calurosa tarde de
febrero, el temprano ocaso comenzado ya, en un malva diluído en oro, sobre el
hospital, cuando de pronto siento que alguien más está con nosotros. Al volver
la cabeza, mis ojos se encuentran con las palabras: don Juan... Y León da una
palmadita...
Sí, es León, vestido ya y perfumado para la música del
anochecer, con su saquete a cuadros, sus botas de hilo blanco y charol negro,
su descolgado pañuelo de seda verde y, bajo el brazo, los relucientes
platillos. Da una palmadita y me dice que a cada uno le concede Dios lo suyo;
que si yo escribo en los diarios..., él con ese oído que tiene, es capaz... “Y
a v’osté, don Juan, loj platiyo... El ijtrumento más difisi... El uniquito que
ze toca zin papé...”Si él quisiera fastidiar a Modesto, con ese oído, pues
silbaría, antes que la banda las tocara, las piezas nuevas. “Ya v’osté... Ca
cuá tié lo zuyo... Ojté ejcribe en loj diario... Yo tengo más juersa que
Platero... Toq’ust’ aquí...
Y me muestra su cabeza vieja y despelada, en cuyo centro,
como la meseta castellana, duro melón viejo y seco, un gran callo es señal
clara de su duro oficio.
Da una palmadita, un salto, y se va silbando, un guiño en
los ojos con viruelas, no sé qué pasodoble, la pieza nueva, sin duda, de la
noche. Pero vuelve de pronto y me da una tarjeta:
LEON
Decano de los mozos de cuerda de Moguer
Capítulo ciento veintiocho
El molino de viento
¡Qué grande me parecía entonces, Platero, esta charca, y qué
alto ese circo de arena roja! ¿ Era en esta agua donde se reflejaban aquellos
pinos agrios, llenando luego mi sueño con su imagen de belleza? ¿Era éste el
balcón desde donde yo vi una vez el paisaje más claro de mi vida, en una
arrobadora música del sol?
Sí, las gitanas están y el miedo a los toros vuelve. Está
también, como siempre, un hombre solitario —¿el mismo, otro?—, un Caín borracho
que dice cosas sin sentido a nuestro paso, mirando con su único ojo al camino,
a ver si viene gente... y desistiendo al punto... Está el abandono y está la
elegía. pero ¡qué nuevo aquél, y ésta qué arruinada!
Antes de volverle a ver en él mismo, Platero, creí ver ese
paraje, encanto de mi niñez, en un cuadro de Courbet y en otro de Böcklin. yo
siempre quise pintar su esplendor, rojo frente al ocaso de otoño, doblado con
sus pinetes en la charca de cristal que socava la arena... Pero sólo que,
ornada de jaramago, una memoria, que no resiste la insistencia, como un papel
de seda al lado de una llama brillante, en el sol mágico de mi infancia.
Capítulo ciento veintinueve
La torre
No, no puedes subir a la torre.
Eres demasiado grande. ¡Si fuera la Giralda de Sevilla!
¡Cómo me gustaría que subieras! Desde el balcón del reloj se
ven ya las azoteas del pueblo, blancas, con sus monteras de cristales de
colores y sus macetas floridas pintadas de añil. Luego, desde el del Sur, que
rompió la campana gorda cuando la subieron, se ve el patio del Castillo, y se
ve el Diezmo, y se ve, en la marea, el mar. Más arriba, desde las campanas, se
ven cuatro pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de Riotinto y la
Virgen de la Peña. Después hay que guindar por la barra de hierro y allí le
toca rías los pies a Santa Juana, que hirió el rayo, y tu cabeza, saliendo por
la puerta del templete. entre los azulejos blancos y azules, que el sol rompe
en oro, sería el asombro de los niños que juegan al toro en la plaza de la
Iglesia, de donde subiría a ti, agudo y claro, su gritar de júbilo.
¡A cuántos triunfos tienes que renunciar,
pobre Platero!
¡Tu vida es tan
sencilla como el camino corto del Cementerio viejo!
Capítulo ciento treinta
Los burros del arenero
Mira, Platero, los burros del Quemado; lentos, caídos, con
su picuda y roja carga de mojada arena, en la que llevan clavada, Como en el
corazón, la vara de acebuche verde con que les pegan...
Capítulo ciento treinta y uno
Madrigal
Mírala, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la
pista, tres vueltas en redondo por el jardín, blanca como la leve ola única de
un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia. Me la figuro en el rosal
silvestre que hay del otro lado y casi la veo a través de la cal. Mírala. Ya
está aquí otra vez. En realidad, son dos mariposas: una blanca, ella; otra
negra, su sombra. Hay, Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden
otras ocultar. Como en el rostro tuyo los ojos son el primer encanto, la
estrella es el de la noche y la rosa y la mariposa lo son del jardín matinal.
Platero, ¡mira qué bien vuela! ¡Qué regocijo debe de ser
para ella el volar así! Será como es para mí, poeta verdadero, el deleite del
verso, Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su alma, y se creyera que
nada más le importa en el mundo, digo, en el jardín.
Cállate, Platero... Mírala. ¡Qué
delicia verla volar así, pura y sin ripio!
Capítulo ciento treinta y dos
La muerte
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos
y tristes. Fuí a él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara...
El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano
arrodillada... No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié
de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico.
El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca
desdentada hasta la nuca y meció sobre el pecho la cabeza congestionada, igual
que un péndulo.
—Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó... Que el
infeliz se iba... Nada... Que un dolor... Que no sé qué raíz mala... La tierra,
entre la yerba...
A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón
se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se
elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las
muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba
por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres
colores...
Capítulo ciento treinta y tres
Nostalgia
Platero, tú nos ves, ¿verdad? ¿Verdad que ves cómo se ríe en
paz, clara y fría, el agua de la noria del huerto; cuál vuelan, en la luz
última, las afanosas abejas en torno del romero verde y malva, rosa y oro por
el sol que aún enciende la colina?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves pasar por la cuesta roja de la Fuente vieja
los borriquillos de las lavanderas, cansados, cojos, tristes en la inmensa
pureza que une tierra y cielo en un solo cristal de esplendor?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Verdad que ves a los niños corriendo arrebatados entre las
jaras, que tienen posadas en sus ramas sus propias flores, liviano enjambre de
vagas mariposas blancas, goteadas de carmín?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo creo
oír, sí, sí, yo oigo en el Poniente despejado, endulzando todo el valle de las
viñas, tu tierno rebuzno lastimero...
Capítulo ciento treinta y cuatro
El borriquete
Puse en el borriquete de madera la silla, el bocado y el
ronzal del pobre Platero, y lo llevé todo al granero grande, al rincón en donde
están las cunas olvidadas de los niños. El granero es ancho, silencioso,
soleado. Desde él se ve todo el campo moguereño: el Molino de viento, rojo, a
la izquierda; enfrente, embozado en pinos, Montemayor, con su ermita blanca;
tras de la iglesia, el recóndito huerto de la Piña; en el Poniente, el mar,
alto y brillante en las mareas del estío.
Por las vacaciones, los niños se van a jugar al granero.
Hacen coches, con interminables tiros de sillas caídas; hacen teatros, con
periódicos pintados de almagra; iglesias, colegios...
A veces se suben en el borriquete sin alma, y con un jaleo
inquieto y raudo de pies y manos, trotan por el prado de sus sueños:
—¡Arre, Platero! ¡Arre, Platero!
Capítulo ciento treinta y cinco
Melancolía
Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de
Platero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal.
En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos.
Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde,
toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el
aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo.
Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos
y serios, sus ojos brillantes en mis ojos me llenaban de preguntas ansiosas.
—¡Platero, amigo!—le dije yo a la tierra—; si, como pienso,
estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles
adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de
mí?
Y, cual contestando a mi pregunta, una leve mariposa blanca,
que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio
en lirio...
Capítulo ciento treinta y seis
A Platero en el cielo de Moguer
Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste mi alma tantas veces
—¡sólo mi alma!— por aquellos hondos caminos de nopales, de malvas y de
madreselvas; a ti este libro que habla de ti ahora que puedes entenderlo.
Va a tu alma, que ya pace en el Paraíso, por el alma de nuestros
paisajes moguereños, que también habrá subido al cielo con la tuya; lleva
montada en su lomo de papel a mi alma, que, Caminando entre zarzas en flor a su
ascensión, se hace más buena, más pacífica, más pura cada día.
Sí. Yo sé que, a la caída de la tarde, cuando, entre las oropéndolas y
los azahares, llego lento y pensativo, por el naranjal solitario, al pino que
arrulla tu muerte, tú, Platero, feliz en tu prado de rosas eternas, me verás
detenerme ante los lirios amarillos que ha brotado tu descompuesto corazón.
Capítulo ciento treinta y siete
Platero de cartón
Platero, cuando, hace un año, salió por el mundo de Los
hombres un pedazo de este libro que escribí en memoria tuya, una amiga tuya y
mía me regaló este Platero de cartón. ¿Lo ves desde ahi? Mira: es mitad gris y
mitad blanco, tiene la boca negra y colorada. los ojos enormemente grandes y
enormemente negros; lleva unas angarillas de burro con seis macetas de flores
de papel de seda, rosas, blancas y amarillas mueve la cabeza y anda sobre una
tabla pintada de añil, con cuatro ruedas toscas.
Acordándome de ti, Platero, he ido tomándole cariño a este
borrillo de juguete. Todo el que entra en mi escritorio le dice sonriendo:
“Platero”. Si alguno no lo sabe y me pregunta qué es, le digo yo: “Es
Platero...” Y de tal manera me ha acostumbrado el nombre al sentimiento, que
ahora yo mismo, aunque esté solo, creo que eres tú y lo mimo con mis ojos.
¿Tú? ¡Qué vil es la memoria del
corazón humano! Este Platero de cartón me parece hoy más Platero que tú mismo,
Platero...
Madrid, 1915.
Capítulo ciento treinta y ocho
A Platero en su tierra
Un momento, Platero, vengo a estar con tu muerte. No he
vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo... Vengo solo. Ya los niños y
las niñas son hombres y mujeres. La ruina acabó su obra sobre nosotros tres —ya
tú sabes—, y sobre su desierto estamos en pie, dueños de la mejor riqueza: la
de nuestro corazón.
¡Mi corazón! Ojalá el corazón les bastara a ellos dos como a
mí me basta. Ojalá pensaran del mismo modo que yo pienso. Pero, no; mejor será
que no piensen... Así no tendrán en su memoria la tristeza de mis maldades, de
mis cinismos, de mis impertinencias.
¡Con qué alegría, qué bien te digo a ti estas cosas que
nadie más que tú ha de saber!... Ordenaré mis actos para que el presente sea
toda la vida y les parezca el recuerdo; para que el sereno porvenir les deje el
pasado del tamaño de una violeta y de su color, tranquilo en la sombra, y de su
olor suave.
Tú, Platero, estás solo en el pasado. Pero ¿qué más te da el
pasado a ti, que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano,
grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora?
Moguer, 1916.
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